100 MITOS DE LA HISTORIA DE MÉXICO 1 Francisco Martín Moreno parte3
LA PRIMERA CONQUISTA:
TENOCHTITLAN
Sostener
que los aztecas fueron derrotados por los españoles es ridículo, pues —como ya
lo demostré en un capítulo anterior— las tropas comandadas por Hernán Cortés
resultaban tan poco numerosas que no eran capaces de vencer en combate a los
habitantes de las comunidades del lago de Texcoco, muy a pesar de la pólvora y
de otras armas sofisticadas para la época: muy poco o nada podían hacer los
menos de 700 españoles en contra de los casi 700000 habitantes de esta región.
Por lo tanto, podemos afirmar que la derrota de los antiguos mexicanos ocurrió
por tres causas precisas: la epidemia de viruela que diezmó a la población de
Tenochtitlán, las creencias religiosas que convirtieron en dioses a los recién
llegados y la invaluable colaboración de muchos grupos indígenas que se sumaron
a los peninsulares para liberarse del yugo que les habían impuesto los aztecas.
En efecto, los aztecas eran un pueblo guerrero que sobrevivió y se engrandeció
gracias a la conquista y al tributo que extraían de muchísimas comunidades de Mesoamérica.
Ellos, por lo menos desde el punto de vista de los dominados, eran peor que una
plaga de la que no podían librarse. Así, cuando Cortés se presentó ante los
vasallos de Tenochtitlán y les ofreció una Alianza para destruir a sus
explotadores, los indígenas no dudaron en sumarse a sus tropas, como lo señala
José Luis Martínez en su libro Hernán Cortés: Tal Alianza fue firme porque
permitía a los tlaxcaltecas librarse de otra sumisión acaso más opresiva. Éstos
refirieron a Cortés los rigores a que los sometían los aztecas por no aceptar
ser sus vasallos. Como el pequeño señorío estaba enclavado en tierras dominadas
por el imperio de Motecuhzoma, los tlaxcaltecas comían sin sal, no vestían
ropas de algodón sino de fibras ásperas y carecían de muchas otras cosas, que
no se producían en su tierra, a causa de su encierro, además del periódico
hostigamiento guerrero. Por el momento, para ellos parecía una solución [...]
esta Alianza con los extranjeros que reconocieron más fuertes que sus
opresores. Pero los tlaxcaltecas no fueron los únicos indígenas que se
sumaron a las fuerzas españolas; según las Cartas de relación de Hernán Cortés,
la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del
Castillo y las obras de Gómara, Sahagún y Antonio de Solís, los españoles
comenzaron a reclutar aliados desde Zempoala hasta Tlaxcala, lo cual les
permitió sitiar y atacar Tenochtitlán con una fuerza de varias decenas de miles
de indígenas dispuestos a cobrar venganza de sus opresores.
Así,
además de considerar la caída de Tenochtitlán como resultado de la viruela y de
la siempre infausta religión, en este caso precolombina, debemos asumir que la
derrota del pueblo del sol fue obra de una “revuelta” de los vasallos de los
aztecas en contra de sus opresores, la cual fue organizada, capitaneada y
aprovechada por Cortes, quien, por ello, no debe pasar a la historia como un gran
militar, sino como un gran político que logró capitalizar el terrible
resentimiento de los indígenas en contra de sus explotadores. Que quede claro:
a los aztecas los conquistaron los indígenas, los aborígenes de su misma raza,
junto con los españoles. No obstante la importancia que tuvo la caída de
Tenochtitlán en 1521, las campañas de conquista en las que participaron grandes
contingentes indígenas se prolonga ron hasta el siglo XVII y permitieron que
los españoles ampliaran sus dominios hacia los desiertos del norte. ¿Desde el
punto de vista indígena la Alianza con los españoles fue una torpeza cuyas
consecuencias no pudieron prever? Sí, fue una torpeza, pues sus aliados se
convirtieron en sus opresores, y los indígenas, al final, terminaron por ayudar
a quien los explotaría hasta la muerte.
LA SEGUNDA CONQUISTA:
EL NORTE INDÓMITO
Aunque
en muchos de los documentos de la conquista se afirma que las expediciones
militares tenían como fin “reducir a los infieles” para transmitirles la
“verdadera religión”, la realidad es que tanto la iglesia católica como la
corona española buscaban aumentar la extensión de sus dominios y, sobre todo,
enriquecer sus arcas. Por eso no es extraño que los conquistadores de
Mesoamérica hayan dedicado muchos de sus afanes a la obtención de metales
preciosos. La plata y el oro —poco importa si provenían de las joyas
prehispánicas que ellos fundieron brutalmente o
de los yacimientos que explotaban los indígenas eran el principal motor
de la conquista: Nueva España tenía venas de plata y los sacerdotes y los
conquistadores estaban listos para sangrarlas. Sin embargo, durante los
primeros meses que siguieron a la caída de Tenochtitlán los conquistadores y
los clérigos no lograron su objetivo: los yacimientos de metales preciosos eran
pobres y superficiales, y el saqueo pronto acabó con las riquezas acumuladas.
La plata añorada aún no se revelaba plenamente, Pero el 8 de septiembre de 1546
Juan de Tolosa dio un giro a la historia al descubrir los yacimientos de plata
de Zacatecas. La riqueza que contenía La Bufa parecía inconmensurable y
anunciaba que allá, en el norte del novísimo reino, estaban las minas que
podrían satisfacer los deseos de la iglesia y de la corona. La plata era una
buena razón para emprender la conquista de las tierras al norte de Mesoamérica,
pero había un grave problema que frenaba los deseos de riqueza de los clérigos
y de los hombres de armas: los chichimecas. En efecto, las tribus indígenas que
poblaban aquellas regiones tribus que en esos años eran denominadas
genéricamente “chichimecas” contaban con feroces guerreros cuyos arcos y
flechas habían impedido el avance de los aztecas. Un ejemplo de la belicosidad
de los chichimecas le encuentra en el libro Capitán mestizo. Miguel Caldera y
la frontera norteña. La pacificación de los chichimecas, de Philip Wayne
Powell, en el que se lee lo siguiente: Dos modos chichimecas de guerrear eran
especialmente extraños y terroríficos [...]: la inventiva de sus torturas y su
hábito de mutilación, y la asombrosa puntería y poder de penetración de sus
flechas, delgadas como juncos, con punta de obsidiana. La forma de crueldad más
extraña y aterradora de los guerreros de la Gran Chichimeca era su costumbre de
arrancar el cuero cabelludo, y su manera de hacerlo. Viva o muerta, o medio
muerta, a la víctima le cortaban el cuero, salvo encima de la cara. Luego,
colocando un pie en el cuello, el guerrero tomaba el cabello, y tiraba de él
“contra su sentido natural”, para arrancarlo con la piel facial a él unida
[...]. Los niños muy pequeños eran muertos estrellando sus cabezas contra las
rocas. A veces los chichimecas empalaban a sus prisioneros, “como lo hacen los
turcos”. O bien los despeñaban de altos precipicios o los ahorcaban. Además,
practicaban lo que a ojos de los españoles era el último horror: “mataban aun
mujeres jóvenes y hermosas, después de haber usado de ellas”. De nueva
cuenta se presentaba un grave problema para los españoles: ¿cómo conquistar a
estos pueblos tan aguerridos con un puñado de soldados que eran superados en
número y quizás en destreza? La respuesta no se hizo esperar: los clérigos y
los conquistadores decidieron aplicar una solución muy parecida a la que
emplearon contra los aztecas: enfrentar a los indígenas contra los indígenas.
Sin embargo, en esta ocasión no podían aprovecharse del odio que sentían
algunas comunidades contra sus enemigos, pues los chichimecas no representaban
ningún problema para la mayoría de los mesoamericanos, por lo que tanto los
soldados como los sacerdotes invocaron un nuevo principio legal: el vasallaje.
Efectivamente, los pueblos dominados por ellos estaban “legalmente” obligados a
defender a sus explotadores, de tal modo que los indígenas capaces de tomar las
armas fueron enrolados en los ejércitos que partirían al norte para “reducir” a
los chichimecas. Aun no sabemos con precisión el número de indígenas que se
incorporaron a las expediciones norteñas, pues ni Powell ni León Portilla, como
tampoco la mayoría de los documentos de aquella época, dan noticia de esa
cifra, sí tenemos la certeza de que fueron grandes contingentes; por ejemplo,
la fuerza que comandaba Gonzalo Hernández de Rojas, destinada a la protección
del camino que iba de la ciudad de México a Zacatecas, constaba de cuarenta
jinetes españoles y “una multitud de indios”. Lo mismo ocurre cuando se ven las
cifras de Ahumada Su mano, quien se adentró en el territorio zacatecano
acompañado por “dos contingentes indios”, o las fuerzas que se enviaron al
noroeste de Nueva España desde finales del siglo XVI, en las que participaron
“los indios vasallos”. Las acciones emprendidas por los indígenas vasallos en
Contra de los chichimecas también fueron brutales: según los documentos de la
campaña de Ahumada Sámano, los tlaxcaltecas y los otomíes que peleaban del lado
de los españoles les cortaban los pulgares a los chichimecas que atrapaban,
pues sólo así conseguían que no volvieran a tentar un arco para atacar a sus
conquistadores. Es curioso, pero este tipo de mutilación también se practicó en
la guerra de Cien Años por parte de los franceses, que buscaban terminar así
con los arqueros británicos. La conquista del norte de Nueva España —al igual
que la conquista de Mesoamérica fue resultado de la incorporación de los
indígenas a las labores militares comandadas por los españoles, las cuales —sin
duda alguna fueron respaldadas por la iglesia católica. Podemos aceptar,
entonces, que la conquista de nuestro país la llevaron a cabo los propios
indígenas. ¡México fue conquistado por los mexicanos! ¡La conquista la
realizaron los indígenas! Y para mayor sorpresa, como lo mostraré en otro
capítulo de esta edición... ¡nuestra independencia la llevaron a cabo los
españoles! ¿Qué actitud debemos tornar ante este hecho? Me parece que las
guerras de conquista en que los indígenas se enfrentaron a los indígenas para
satisfacer la sed de riqueza de los españoles es el primer gran ejemplo de las
acciones que la iglesia católica emprendió contra los mexicanos, un ejemplo que
revela las maniobras que a lo largo de nuestra historia la jerarquía eclesiástica
ha realizado para acrecentar sus riquezas y mantener su poder. Es cierto:
durante la conquista los sacerdotes enfrentaron A mexicanos contra mexicanos, y
lo mismo, exactamente lo mismo, ocurrió en la guerra de Reforma, en la lucha
contra el imperio de Maximiliano y, por poner sólo un ejemplo más, a lo largo
de la guerra cristera. Es cierto, querido lector, desde el siglo XVI la iglesia
católica ha propiciado que los mexicanos nos matemos entre nosotros para
retener sus privilegios políticos y jurídicos (los fueros, entre otros),
acrecentar sus inmensas riquezas y las del Vaticano, y conservar el poder que
desde aquella época los jerarcas religiosos compartían con la autoridad civil.
¡El oro del papa está manchado con la sangre de los mexicanos!
EL CINCO DE MAYO EL
CLERO ESTUVO CON LA PATRIA
A
mediados de julio de 1861 La situación económica de nuestro país era
desesperada: desde 1810 las guerras incesantes, nacionales e internacionales,
habían destruido la imagen que México tenía como cuerno de la abundancia. El
país estaba en bancarrota, como siempre, mientras la Iglesia católica, también
como siempre, nadaba en oro. Ante esta situación, y debido a la falta de
patriotismo de los curas y de la jerarquía eclesiástica, el Congreso se vio
obligado a dictar una medida extrema: suspender el pago de la deuda pública
durante dos años. Las reacciones de los países acreedores no se hicieron
esperar: Inglaterra rompió luiciones diplomáticas con nuestro país y poco
después (Vicia y España siguieron sus pasos. La ruptura de relaciones marcó el
inicio de las hostilidades: al comenzar 1862 naves de dichas potencias
atracaron en Veracruz y la guerra se convirtió en algo más que una simple
posibilidad, México, empobrecido y sangrado por la guerra contra todos los clericales,
ahora corría el riesgo de pagar una nueva de sangre por su incapacidad
económica. El presidente Benito Juárez, previendo lo peor, nombró a uno de sus
mejores hombres como jefe del Ejército de Oriente: Ignacio Zaragoza, quien tomó
el mando de las tropas y se alistó para el combate con los pocos recursos que
tenía a su alcance. Mientras tanto, los diplomáticos entre los que destacaban
Juan Prim por parte del gobierno español y Manuel Doblado por parte de los
juaristas negociaban el retiro de las fuerzas invasoras. Sus conversaciones
casi tuvieron un éxito total: el 19 de febrero de 1862, en el pueblo de La
Soledad, Veracruz, se firmó por fin el acuerdo que supuestamente pondría
término al conflicto: las tropas inglesas y españolas se retiraron sin presentar
batalla, pero las francesas, aprovechando la guerra civil estadounidense, que
puso en suspenso a la Doctrina Monroe la cual reclamaba toda América para los
(norte) americanos—, se lanzaron a una nueva aventura militar: conquistar
nuestro país. México se convertiría en una colonia francesa...Lamentablemente
para Zaragoza, el éxito de las negociaciones sólo significó la reducción de su
ejército, pues el presidente Juárez destinó una parte de sus efectivos a
combatir a los conservadores y a las fuerzas militares al servicio de la
iglesia que aún permanecían en pie de guerra. Por ello, cuando se iniciaron las
hostilidades, Zaragoza optó por establecer su cuartel en Chalchicomula, Puebla,
para desde ahí intentar controlar las dos ciudades que abrían el paso hacia la
capital del país: Puebla y Veracruz. Los franceses avanzaron y Zaragoza luego
de deliberaciones, peticiones de tropas y algunos combates menores— decidió
hacerse fuerte en Puebla: ahí se libraría la batalla definitiva en contra de
los franceses. A las 4 de la mañana del 5 de mayo de 1862 según relata Paola
Morán en su biografía de Ignacio Zaragoza el general lanzó una proclama: sus
tropas no podían aguardar la llegada de los refuerzos y tendrían que batirse
contra el invasor. La puesta era definitiva: en Loreto y Guadalupe los
liberales mexicanos se jugarían el todo por el todo.
Pasado
el mediodía se inició la batalla: una columna de 5 000 franceses marchó para
atacar los fuertes de Loreto y Guadalupe, y a ella se sumaron las fuerzas
conservadoras y los ejércitos clericales que la iglesia pagaba y pertrechaba
Con el dinero que los mexicanos depositaban en los cepos para obras de caridad.
La batalla, a pesar de lo que suponían los generales franceses y los vende
patrias mexicanos, fue durísima: se peleó centímetro a centímetro, y en la
lucha cuerpo a cuerpo los hombres de Zaragoza se batieron a machetazos contra
las bayonetas de conservadores y franceses. A las 7 de la noche Zaragoza envió
un comunicado al secretario de Guerra y otro al presidente Benito Juárez, en el
que el general victorioso afirmaba: Estoy muy contento con el comportamiento de
mis generales y soldados. Todos se han portado muy bien. Los franceses [se] han
llevado una lección muy severa; pero en obsequio de la verdad diré que se han
batido como los bravos, muriendo gran parte de ellos en los fosos de las
trincheras de Guadalupe. Sea para bien, señor Presidente. Deseo que nuestra
querida Patria, hoy tan desgraciada, sea feliz y respetada por todas las
naciones. A pesar de que durante el primer día de combates las armas de
los liberales se habían cubierto de gloria, la victoria aun no era suya: el 6
de mayo llegaron a Puebla los refuerzos de los conservadores al mando de
Márquez, Zuloaga y Cobos, y el día 7 los invasores también recibieron con vivas
la llegada de 2 000 soldados pagados por la iglesia que procedían de
Guanajuato. En los siguientes combates, nunca tan terribles como los del día 5,
los conservadores y los franceses también fueron vencidos por Zaragoza y los
liberales. Así, el 8 de mayo de 1862 las tropas conservadoras y francesas se
retiraron a Veracruz, y Zaragoza envió un nuevo comunicado: “El orgulloso
ejército francés se ha retirado, pero no lo hace como un ejército moralizado y
valiente. Nuestra caballería los rodea por todas partes. Su campamento es un
cementerio, está apestado y se conoce, por las sepulturas, que muchos heridos
han muerto”. Hasta aquí parecería que no se ha destruido ningún mito... salvo
que no todos los atacantes eran franceses, sino mexicanos financiados por el
clero: las tropas de Zaragoza vencieron a los franceses, pero la verdad que ha
quedado descubierta es otra: los liberales también derrotaron a los
conservadores. Este último hecho siempre ha sido ocultado por los historiadores
oficiales y por los lacayos de la iglesia, pues a ellos nunca les ha convenido
que se sepa que, en la mayor victoria de nuestras armas, los derrotados también
fueron ellos. Ese 5 de mayo la iglesia fue derrotada por las tropas liberales
en un país mayoritariamente católico... efectivamente, los liberales católicos
lucharon contra los conservadores católicos. Pero la iglesia no se resignó a la
derrota y por ello pidió la ayuda del mejor ejército del mundo, el francés,
para así vencer a los liberales, objetivo en el que también falló, al menos en
un principio.
PORFIRIO DÍAZ, UN
CONVENCIDO ANTIRREELECCIONISTA
En muchas ocasiones
–sobre todo cuando estoy escribiendo una novela- me hago la misma pregunta:
¿para qué sirven los héroes? también me cuestiono sobre los personajes ejemplares
cuyo heroísmo sufre vaivenes, tal como la bolsa de valores: durante el gobierno
de López Portillo las metáforas que se nutrían del México prehispánico estaban
a la orden del día-no olvidemos que el blowout del “Ixtoc” (el pozo petrolero
que reventó en 1979) fue equiparado con el espejo negro de Tezcatlipoca”- y Quetzalcóatl
se convirtió en objeto de veneración; en cambio, en el siguiente sexenio el
pasado indígena fue a la baja y José María Morelos y Pavón alcanzo su más alta
cotización.la fluctuación de la heroicidad de los personajes que pueblan
nuestra historia fue bien explicada por Rafael Segovia en su libro la
politización del niño mexicano: El héroe es tanto símbolo de la
identificación con la nacionalidad como la expresión de una ideología política.es
el mantenedor o creador de la nacionalidad, encarna las virtudes cívicas,
representa a la nación en lucha contra la adversidad. Sus virtudes son usadas
como guía de los gobiernos del momento y, por ello, se le convierte en símbolo.
Es cierto: los héroes que van a la alza sólo representan los intereses del
gobierno en turno, y por ello algunos historiadores siempre hallan el modo de
reivindicarlos. Así, no debe extrañarnos que más de un historiador en estos
tiempos neoconservadores— haya tratado de reivindicar a Porfirio Díaz para
convertirlo en el héroe de la industrialización de México, en el forjador de la paz y, para colmo, en un
presidente casi demócrata.
LA HISTORIA DE UN
GOLPISTA
Aunque
Díaz permaneció por más de tres décadas en Palacio Nacional, los historiadores
oficiales insisten en que él se mantuvo en el cargo gracias al voto popular:
como no eran muchos los electores, y los que marcaban sus papeletas estaban de
acuerdo con su proceder, nada más lógico que él triunfara; el propio Díaz tampoco
tenía ningún problema para vencer, pues según él: “quien cuenta los votos gana
las elecciones”. Así, no debe sorprendernos que durante más de tres décadas se
llevaran a cabo fraudes electorales de grandes proporciones y que Díaz siempre
triunfara, lo mismo que el Chávez de nuestros días... En el fondo dice la
historia oficial, Díaz era un curioso demócrata que aceptaba el mandato de sus
escasísimos electores. Aunque es totalmente cierto que Díaz jugó un papel de
relevancia en la guerra contra el segundo imperio, también lo es que él estaba
obsesionado por sentarse en la silla presidencial y que, como los votos nunca
lo favorecieron, de varias ocasiones intentó dar un golpe de Estado. No en vano
desde la caída del imperio de Maximiliano estuvo en contacto con varios jefes
militares y con la jerarquía eclesiástica para tomar el poder, un hecho que fue
evitado por Juárez al enviar a Mariano Escobedo y sus tropas a la capital del
país, tal como lo señaló John Kenneth Turner en su México bárbaro. Tras la caída
del imperio de Maximiliano, Porfirio Díaz intentó por segunda vez ocupar
Palacio Nacional, pero Benito Juárez lo barrió en las urnas, así que sólo pudo
lamerse el orgullo y conformarse con la hacienda que el Congreso oaxaqueño le
obsequió por sus servicios a la nación. Durante cuatro años Díaz se quedó en La
Noria, pero al acercarse la sucesión de 1871 volvió por tercera ocasión— a
presentarse a la contienda electoral como candidato anti juarista. Don Benito
volvió a ganarle y Porfirio tomó el único camino en el que tenía experiencia:
las armas. Aunque su hermano Félix le advirtió: “Vamos a perder, Juárez nos va
a aplastar”, Díaz se levantó en armas en 1871 cobijado por el Plan de La Noria,
que exigía la no reelección. Pero el movimiento fracasó y la muerte de Juárez
le quitó su única bandera. Derrotado y desprestigiado, Díaz se entrevistó con
Sebastián Lerdo de Tejada, quien ocupó la presidencia tras el fallecimiento del
Benemérito, y ambos llegaron a un acuerdo fundado en la buena fe: el levantisco
recibió la amnistía, el gobierno dio de baja a sus escasas tropas y Díaz se fue
a vivir a Tlacotalpan. A pesar de la derrota, Díaz inició una campaña para
convertirse en diputado, con miras a reparar su prestigio y a intentar por
cuarta ocasión— llegar a la presidencia; Porfirio ganó la curul, pero mostró su
incapacidad para pronunciar un discurso: la primera vez que subió a la tribuna
las palabras se le atragantaron y le ganó el llanto. De nuevo, el ridículo
marcó sus acciones. Cuando se empezó a comentar la posible candidatura de Lerdo
de Tejada a la presidencia, Díaz volvió por quinta ocasión a las andadas: el
olor de la pólvora, ahora sí, podría llevarlo a Palacio Nacional. En enero de
1876 Porfirio se sumó a los alzados que proclamaban el Plan de Tuxtepec, el
cual exigía “sufragio efectivo, no reelección”. Aunque Lerdo no estaba en su
mejor momento político, las armas le fueron adversas a Díaz: las victorias
militares sobre las tropas de Maximiliano nunca se repitieron. En la batalla de
Icamole las tropas lerdistas lo derrotaron y el futuro dictador sólo pudo
sentarse a llorar, por lo cual se ganó su primer apodo: “El Llorón de Icamole”.
Pero Díaz era terco y, a pesar de las derrotas, siguió adelante para librar la
última batalla en Tecoac. En los primeros momentos del combate era claro que
Porfirio avanzaba hacia el precipicio: los lerdistas estaban, literalmente,
barriendo a sus soldados. Pero en esta ocasión la suerte estuvo de su lado: la
intervención de su compadre Manuel González cambió el destino de la batalla.
Los tuxtepecos ganaron y Díaz según Salvador Quevedo y Zubieta le dijo a su
compadre: “le debo a usted la victoria y será usted mi ministro de Guerra”.
González no fue el único que suspiró agradecido: la jerarquía eclesiástica
también estaba de plácemes con Díaz, el futuro caudillo que había estudiado en
el seminario. Por ello no debe sorprendernos que Díaz recibiera el apoyo del
arzobispo de México, quien ordenó a los sacerdotes que no se opusieran al jefe
revolucionario y sus secuaces. Así, el 21 de noviembre de 1876 Porfirio tomó la
capital del país y casi seis meses después fue declarado presidente
constitucional. Díaz nunca llegó a la presidencia por medio de las urnas: él
fue un golpista y también fue un traidor: no sólo pisoteó el ofrecimiento de no
reelección que hizo en los planes de La Noria y Tuxtepec, sino que además
obligó a los diputados a permitir la reelección y a ampliar los periodos
presidenciales con tal de minimizar la molestia de los comicios. No iba a
reelegirse, pero se reeligió en 1884, 1888, 1892, 1896, 1900 y 1904, y lo
intentó en 1910 después de haber cambiado el cuatrienio por sexenio. El curioso
demócrata del que hablan los lacayos del gobierno fue uno de los peores tiranos
de la historia de México. Los héroes oficiales insultan la inteligencia
nacional: sólo sirven para justificar medidas que dañan a la patria. Por eso
anhelo que nuestro país reescriba su historia y descubra a los merecedores de
laureles. Francisco Bulnes expresó una opinión muy parecida en Las grandes mentiras
de nuestra historia: “Yo juzgo del adelanto moral e intelectual por el de
nuestra historia, especialmente de la dedicada a beneficiar el espíritu de la
niñez. ¿Se enseñan leyendas, fábulas y apologías de secta?”. ¿Podemos dejar
atrás esa historia de santos y demonios para adentrarnos en la verdad? En
algunos casos se hacen intentos, pero sólo hasta que ellos estén coronados
entraremos como decía Bulnes— “en un digno y sereno periodo de civilización”.
Es clara la sentencia de que quien no conoce su historia está condenado a
repetirla...
EL PIPILA, EL HÉROE DE
GRANADITAS
En
1968, mientras el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz enseñaba a los estudiantes que
todo era posible en la paz, la Secretaría de Educación Pública, en un arrebato
de patriotismo, publicó una serie de revistas que se vendían en los puestos de
periódicos con un título casi maravilloso: Compendios de saber. Historia del
pueblo mexicano. Se trataba de una historia ilustrada de nuestro país,
dirigida, entre otras personalidades, por el general revolucionario Jesús
Romero Flores, quien fue constituyente en 1917 y que, para mayor mérito, había
escrito una historia mito lógica de la revolución. Las revistas tenían
destinatarios precisos: los alumnos de secundaria y todas aquellas personas
que, de manera por demás nebulosa, son designadas como “público en general”.
Los Compendios de saber., más allá de sus propósitos declarados, tenían un
objetivo preciso: llevar la versión oficial de la historia a cuanto mexicano
estuviera dispuesto a pagar dos pesos por una revista profusamente ilustrada.
En una de sus entregas la quinta para ser precisos se encuentra un párrafo memorable que transcribo
a continuación;
LA HAZAÑA DEL
“PIPILA'’
Un joven del pueblo, Juan José de los Reyes Martínez, “El
Pípila”, barretero de la mina La Valenciana, con una losa en las espaldas para
protegerse de las balas disparadas desde la azotea, incendió con una tea la
puerta del edificio [la Alhóndiga de Granaditas, en Guanajuato]. El triunfo fue
completo.
En unas cuantas palabras el redactor de este texto nos en dora en claro uno de
los grandes mitos de la historia de la independencia, aunque, a decir verdad,
sus líneas inevitablemente obligan a la suspicacia: ¿acaso el “Pípila” era un
ser monstruoso, pues tenía dos o más “espaldas”?, ¿la puerta de la Alhóndiga de
Granaditas estaba tan seca o era de ocote y por ello bastó una sola tea para
que cediera ante el fuego?, ¿era el “Pípila” el Sansón de los insurgentes?
(pues cargar una losa no es algo de todos los días), y, por último, ¿qué hacía
en tan incómodo lugar este personaje? El “Pípila” siempre despierta sospechas y
su figura sin duda mitológica linda con lo inverosímil, por lo que es necesario
cuestionarnos acerca del origen de este mito. Hasta donde tengo noticia, el
primero que refirió la historia del “Pípila” fue Carlos María de Bustamante,
quien le dedicó algunas líneas de su Cuadro histórico de la revolución mexicana
de 1810. Leamos lo que dice Bustamante: El general Hidalgo convencido de la
necesidad de penetrar en lo interior de Granaditas, nada omitía para
conseguirlo. Rodeado de un torbellino de plebe, dirigió la voz a un hombre que
la regenteaba y le dijo... Pípila... La patria necesita de tu valor... ¿Te
atreverías a prender fuego a la puerta de la Albóndiga?.. La empresa era
arriesgada, pues era necesario poner el cuerpo en descubierto a una lluvia de
balas; Pípila, este lépero, comparable al carbonero que atacó la Bastilla en
Francia, [...] sin titubear dijo que sí. Tomó al intento una losa ancha de
cuartón de las muchas que hay en Guanajuato; púsosela sobre su cabeza
afianzándola con la mano izquierda [...]; tomó con la derecha un ocote
encendido [...]. No de otra manera obraba un soldado de la décima legión de
César reuniendo la astucia al valor, haciendo uso del escudo, y practicando la
evolución llamada de la tortuga. Los hechos narrados por Bustamante
difieren en algunos detalles significativos de lo consignado en la versión
oficial de los hechos: por ejemplo, la losa no era tan grande y no se la puso
en la espalda; pero estas diferencias que algunos podrían tachar de accesorias
no bastan para develar el mito del supuesto barretero. Por eso es pertinente
volver a leer con mucho cuidado la historia de Bustamante, y sólo entonces
encontraremos algunos datos insospechados: en ninguna de sus líneas el Cuadro histórico... menciona el
verdadero nombre del “Pípila” y, curiosamente, el autor hace todo lo posible
por equipararlo con algunos de los héroes del pasado: el carbonero de la
Bastilla y el legionario de Julio César. La falta de nombre es significativa, y
ello nos obliga a hacernos una pregunta crucial: ¿quién fue Juan José de los
Reyes Martínez? Averiguando un poco descubrí que este nombre apareció de manera
milagrosa y que, extrañamente, no hay datos fidedignos sobre el personaje: la
encuentra un párrafo memorable que transcribo a continuación:
LA HAZAÑA DEL “PÍPILA”
Un
joven del pueblo, Juan José de los Reyes Martínez, “El Pípila”, barretero de la
mina La Valenciana, con una losa en las espaldas para protegerse de las balas
disparadas desde la azotea, incendió con una tea la puerta del edificio [la
Albóndiga de Granaditas, en Guanajuato]. El triunfo fue completo. En unas
cuantas palabras el redactor de este texto nos en dora en claro uno de los
grandes mitos de la historia de la independencia, aunque, a decir verdad, sus
líneas inevitablemente obligan a la suspicacia: ¿acaso el “Pípila” era un ser
monstruoso, pues tenía dos o más “espaldas”?, ¿la puerta de la Albóndiga de
Granaditas estaba tan seca o era de ocote y por ello bastó una sola tea para
que cediera ante el fuego?, ¿era el “Pípila” el Sansón de los insurgentes?
(pues cargar una losa no es algo de todos los días), y, por último, ¿qué hacía
en tan incómodo lugar este personaje? El “Pípila’ siempre despierta sospechas y
su figura sin duda mitológica— linda con lo inverosímil, por lo que es
necesario cuestionarnos acerca del origen de este mito. Hasta donde tengo
noticia, el primero que refirió la historia del “Pípila” fue Carlos María de
Bustamante, quien le dedicó algunas líneas de su Cuadro histórico de la
revolución mexicana de 1810. Leamos lo que dice Bustamante: El
general Hidalgo convencido de la necesidad de penetrar en lo interior de
Granaditas, nada omitía para conseguirlo. Rodeado de un torbellino de plebe, dirigió
la voz a un hombre que la regenteaba y le dijo... Pípila... La patria
necesita de tu valor... ¿Te atreverías a prender fuego a la puerta de la
Alhóndiga?... La empresa era arriesgada, pues era necesario poner el cuerpo en
descubierto a una lluvia de balas; Pípila, este lépero, comparable al carbonero
que atacó la Bastilla en Francia, [...] sin titubear dijo que sí. Tomó al
intento una losa ancha de cuartón de las muchas que hay en Guanajuato; púsosela
sobre su cabeza afianzándola con la mano izquierda tomó con la derecha un ocote
encendido [...]. No de otra manera obraba un soldado de la décima legión de
César reuniendo la astucia al valor, haciendo uso del escudo, y practicando la
evolución llamada de la tortuga.
Los
hechos narrados por Bustamante difieren en algunos detalles significativos de
lo consignado en la versión oficial de los hechos: por ejemplo, la losa no era
tan grande y no se la puso en la espalda; pero estas diferencias —que algunos
podrían tachar de accesorias no bastan para develar el mito del supuesto
barretero. Por eso es pertinente volver a leer con mucho cuidado la historia de
Bustamante, y sólo entonces encontraremos algunos datos insospechados: en
ninguna de sus líneas el Cuadro histórico... menciona el verdadero nombre del “Pípila”
y, curiosamente, el autor hace todo lo posible por equipararlo con algunos de
los héroes del pasado: el carbonero de la Bastilla y el legionario de Julio
César.
La
falta de nombre es significativa, y ello nos obliga a hacernos una pregunta
crucial: ¿quién fue Juan José de los Reyes Martínez? Averiguando un poco
descubrí que este nombre apareció de manera milagrosa y que, extrañamente, no
hay datos fidedignos sobre el personaje: la historia oficial dice que era
minero y Bustamante lo convierte en un pobre de malas costumbres —“lépero”, en
aquellos tiempos, significaba “soez, ordinario, poco decente”—; los escritores
gobiernistas han sostenido que era amigo del intendente Riaño, a quien
traicionó sin remordimientos, mientras que la historia oficial lo muestra como
un hombre pobre y alejado de las autoridades. Vamos, nadie sabe a ciencia
cierta quién era el “Pípila”.
Pero
la historia reclamaba un héroe popular para el levantamiento de los hijos de
los españoles, un personaje mexicanísimo que convirtiera la lucha de Hidalgo en
un asunto del pueblo. Precisamente por eso Bustamante, en un arrebato de
retórica, creó al “Pípila” y logró que su narración de la batalla de Granaditas
pudiera equiparar aquella carnicería con algunos acontecimientos de indudable
heroísmo: la revolución francesa de 1789 y las batallas de César. E incluso
creó un hecho inverosímil para justificar su heroísmo: con una tea el “Pípila”
encendió y acabó con la puerta que no habían podido derribar los cañones de los
insurgentes; aunque, para colmo de nuestra desgracia, el historiador nunca nos
explicó cuánto tiempo requirió el fuego para dar cuenta de la madera. La puerta
incendiada, sin duda alguna, también es una patraña. El “Pípila” es un mito,
una historia que sólo puede dar lugar a comentarios jocosos, tal como lo hizo
Jorge Ibargüengoitia en uno de los artículos que publicó en Excélsior, cuando
señaló que gracias a la historia oficial se pierden todos los rasgos
interesantes de Hidalgo: por ejemplo, su viaje a Guanajuato para pedirle al
Intendente Riaño el tomo C de la Enciclopedia. Podemos imaginarlo abriendo este
libraco en la anotación que dice: “Cañones. Su fabricación”. También podemos
imaginarlo, durante el sitio de Granaditas, llamando a un minero. —A ver
muchacho, ¿cómo te llamas? —Me dicen el Pípila, señor. —Pues bien, Pípila,
mira, toma esta piedra, póntela en la cabeza, coge esa tea, vete a esa puerta y
préndele fuego. Es un personaje interesante, ¿verdad? Sobre todo si tenemos en
cuenta que el otro le obedeció.
No
hay duda: me gusta más el “Pípila” de Ibargüengoitia que el de la historia
oficial, aunque en este caso no importa si sólo existió en la imaginación de
Carlos María de Bustamante.
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