100 MITOS DE LA HISTORIA DE MÉXICO 1 Francisco Martín Moreno parte1
INDICE
1. Presentación...
2. La virgen de Guadalupe existe
3. Nuestro himno: patrimonio nacional
4. México se fundó donde un águila devoraba a una serpiente
5. Miguel Hidalgo murió siendo líder de la independencia
6. La Inquisición: un santo oficio
7. Madero nunca gobernó por los espíritus
8. Cortés conquistó a los aztecas
9. Cárdenas expropió el petróleo
10. Juárez vendió territorio nacional
11. La iglesia católica, la gran educadora
12. Los españoles nos conquistaron
13. El Cinco de Mayo el clero estuvo con la patria
14. Porfirio Díaz, un convencido anti reeleccionista
15. El Pípila, el héroe de Granaditas
16. Miguel Hidalgo, el padre de la patria
17. Los sacerdotes defendieron a los indígenas
18. Los antiguos mexicanos no eran antropófagos
19. Toral: el asesino solitario de Álvaro Obregón
20. El cura Hidalgo no gritó “¡Viva Fernando VII!”
21. Huerta: el único asesino de Madero
22. La iglesia, una institución pobre
23. La iglesia no financió la guerra de Reforma
24. Vasconcelos, el demócrata
25. Los gringos tienen la culpa
26. El clero nunca combatió con las armas en la mano
27. El sindicalismo y la revolución ayudaron a los trabajadores
28. Malinche, la gran traidora
29. México tuvo una sola revolución
30. Cárdenas creó riqueza gracias a la reforma agraria
31. A Maximiliano lo trajo Napoleón III
32. Los indígenas fueron sumisos después de la conquista
33. Los gringos nos ganaron la guerra por superioridad militar
34. Díaz Ordaz: único culpable del 68
35. Las víctimas de Huitzilac eran inocentes
36. El ataque a Columbus: una cuestión personal
37. Las leyes de Reforma, causa de la guerra
38. La dictadura de Juárez
39. La muerte de Moctezuma: un caso resuelto
40. Los obispos no participaron en la guerra cristera
41. Cárdenas prohibió la inversión foránea en el petróleo
42. Maximiliano, el conservador
43. Nadie ha lucrado con la imagen de la virgen de Guadalupe
44. Calles respetó las instituciones de la revolución
45. Sor Juana se arrepintió
46. La iglesia católica no tomó parte en la guerra contra los EUA
47. Miguel Hidalgo, el consumador de la independencia
48. ¿Los Niños Héroes fueron héroes niños?
49. A Carranza lo asesinaron unos forajidos
50. 30 de junio de 1520: la Noche Triste
PRESENTACIÓN
Además
de los derramamientos de sangre, podemos afirmar que la otra gran constante en
la historia de México es la mentira. ¿Existirá alguna relación entre estas dos
inclinaciones de los mexicanos? Es preciso que veamos de frente y sin
prejuicios nuestro pasado. La falta de una buena memoria está ligada a la falta
de una verdadera ciudadanía: será el conocimiento de nuestro pasado lo que nos
ayudará a conformar una verdadera conciencia crítica y un horizonte promisorio
hacia el cual dirigirnos. Los perversos mitos que difunde la historia oficial
no deben impedirnos configurar una imagen justa de nosotros mismos, una imagen
clara que enaltezca y destaque nuestra inteligencia y nuestra dignidad; pero es
preciso que descorramos esos velos funestos que, en su empeño por hacer
duradero el dominio de uno u otro grupo político, la historia oficial ha
difundido irresponsablemente. Si la verdad nos hará libres, vayamos, sin
tardanza alguna, a su encuentro.
Francisco Martín
Moreno
LA VIRGEN DE GUADALUPE
EXISTE
En
diciembre de cada año millones de mexicanos se martirizan para rendir pleitesía
a la patrona de México: algunos se hieren el cuerpo, otros caminan hasta el
desfallecimiento y otros más avanzan de rodillas, a lo largo de la Calzada de
los Misterios o frente al altar, con la esperanza de que sus problemas se
resuelvan. Los peregrinos llegan de muchos lugares: la mayoría han caminado
desde los rincones más remotos del país, otros proceden de los Estados Unidos o
de Centroamérica. Los peregrinos llevan de la mano a sus parientes enfermos tal
vez incurables, a sus hijos, o incluso a sus animales, para que sean
bendecidos. Y mientras esto ocurre algunos artistas aprovechando la ocasión
incrementan su popularidad cantándole “Las Mañanitas” a la Guadalupana. Los
peregrinos se gastan lo que no tienen durante el viaje y terminan de
empobrecerse cuando depositan en los cepos las monedas que ganaron sudando
sangre. Las arcas de la basílica reciben toneladas de monedas, billetes de
todas las denominaciones, la mayoría extraídos de un desgastadísimo paliacate,
y hasta cheques con olor a lavanda inglesa. El destino de estas sumas de dinero
siempre ha sido incierto, aunque la vida de los abades de la basílica, por lo general,
ha distado mucho del ideal franciscano, que exige votos de pobreza, de castidad
y de humildad (¿pero quién los practica hoy en día, sobre todo el de la
castidad?) Oficialmente, la virgen de Guadalupe merece esta veneración y más:
ella guió al cura Miguel Hidalgo en su lucha por la libertad, también le dio
nombre al plan que enarboló Venustiano Carranza en contra de Victoriano Huerta
y bendijo la lucha zapatista; asimismo, se dice, ella ha realizado un sinnúmero
de milagros en favor de sus fieles devotos... Sin embargo, los mexicanos —en
este y en otros casos en realidad sólo se arrodillan ante un mito que es
necesario develar.
LOS PROTAGONISTAS: LA
PRIMERA MENTIRA
Adentrémonos
por un momento en la historia oficial del aparicionismo. En el Nican mopohua
—el documento más importante del mito guadalupano se afirma que en diciembre de
1531 la virgen se le reveló a Juan Diego, y que le encomendó encontrarse con
fray Juan de Zumárraga para que el entonces obispo ordenara la construcción de
su “casita sagrada”. La crónica de los hechos también nos dice que el sacerdote
no le creyó a Juan Diego y que le exigió una prueba de sus dichos; así, unos
días después el indígena volvió a presentarse ante Zumárraga y desplegó su
ayate, de donde cayeron cientos de rosas, dejando ver la imagen que la
divinidad había pintado en la burda tela. El milagro se había realizado y la
aparición de la virgen se convirtió en una verdad a toda prueba. Hasta aquí
parecería que no hay falsedad, pero un análisis histórico de estos hechos revela
cuando menos dos graves mentiras: Zumárraga, uno de los clérigos que estuvo a
punto de perder su cargo por asesinar indígenas, nunca creyó en la aparición ni
dejó prueba de ella, pues en su Regía cristiana, libro que publicó dieciséis
años después de los hechos narrados en el Nican mopohua escribió algunas
palabras que ponen en entredicho el milagro del Tepeyac: “¿Por qué ya no
ocurren milagros? [...] porque piensa el Redentor del mundo que ya no son
menester”. Si fray Juan de Zumárraga hubiera atestiguado la aparición
guadalupana un milagro más allá de todas las suspicacias— no habría afirmado
que “ya no ocurren milagros” y habría dedicado muchas páginas a la defensa de
la aparición, algo que nunca hizo. Zumárraga, a pesar de los afanes de la alta jerarquía
católica, deseosa de exterminar a las deidades precolombinas, queda descartado
como protagonista de los hechos: él mismo negó la existencia de los milagros y
nunca escribió una sola palabra sobre la Guadalupana. Pasemos a la segunda
mentira: si el Nican mopohua dice la verdad, Juan Diego sí existió y su tilma
prueba el milagro. Sin embargo, durante más de tres siglos los historiadores
guadalupanos no han logrado ponerse de acuerdo en tres hechos cruciales: 1)
dónde nació este indígena, pues el lugar de su alumbramiento se lo han
disputado Cuautitlán, San Juanico, Tulpetlac y Tlatelolco, 2) cuándo nació,
pues nunca se ha encontrado su fe de bautizo ni tampoco un solo documento
contemporáneo que dé cuenta de él, y 3) si en verdad existió el personaje, pues
en 1982 Sandro Corradinni, el relator de la Congregación para la Causa de los
Santos, sostuvo que: “de Juan Diego no hay nada. La virgen de Guadalupe es un
mito con el que los franciscanos evangelizaron a México. Juan Diego no existió”
(revista Proceso núm. 699). Contra lo que podría suponerse, las dudas sobre la
existencia de Juan Diego no fueron presentadas sólo por la Congregación para la
Causa de los Santos: en la propia basílica, monseñor Schulemburg se opuso a la
canonización del indígena con un argumento que fue muy criticado: se podía ser
guadalupano sin creer en la aparición ni en la existencia de Juan Diego. Aunque
la opinión de Schulemburg debido a su condición de abad del templo puede ser
puesta en entredicho, no puede hacerse lo mismo con los argumentos de uno de
los principales intelectuales de la iglesia católica de nuestro país: Miguel
Olimón No lasco, quien negó la existencia de Juan Diego con un argumento digno
de ser transcrito: primero se tomó la decisión de canonizarlo a como diera lugar y después
se acomodaron las piezas para respaldar con supuestas pruebas históricas su
existencia y milagros. Los encargados de llevar a buen fin la causa de Juan
Diego hicieron lo que los buenos historiadores no deben hacer: recurrieron a lo
que E.H. Carr, en su clásico ¿Qué es la historia?, llama el método de tijeras y
engrudo, consistente en recortar de aquí y allá y pegar lo recortado para que
aparezca como un todo armonioso para así demostrar lo que a uno le venga en
gana (diario La Jornada 23 de enero de 2002).La conclusión es clara,
indubitable: los propios sacerdotes guadalupanos no creen en la aparición ni en
la existencia tic Juan Diego. Efectivamente, si Zumárraga no dejó una sola
palabra escrita sobre la aparición y desconfiaba de los milagros, y si Juan
Diego según las autoridades eclesiásticas que fueron silenciadas para lograr la
santificación del indígena tampoco existió, no queda más remedio que asumir que
las apariciones del Tepeyac son un mito.
LA TILMA: LA SEGUNDA
MENTIRA
A
pesar de lo anterior, algunos historiadores del clero me dirán que aunque
Zumárraga y Juan Diego nada tuvieron que ver con el mito, la aparición es
verdadera, como lo demuestra la tilma. Sin embargo, para su desgracia, el ayate
que supuestamente perteneció a Juan Diego tampoco resiste el más mínimo
análisis del sentido común y de la historia. Veamos por qué: en la época en que
ocurrió la supuesta aparición, los indígenas más pobres seguían usando tilmas o ayates para vestirse. Esta prenda,
que se anudaban sobre uno de sus hombros y que les llegaba abajo de las
rodillas, generalmente se fabricaba con fibras de maguey. Si Juan Diego
existió, con toda seguridad usó una tilma, pero es un hecho que nunca hubiera
podido ponerse la tilma que muestra la imagen de la guadalupana, dado que el
“ayate” que se exhibe en la basílica mide casi 1.80 metros de alto, es decir
que Juan Diego tendría que haber medido casi 2.5 metros de estatura para no
arrastrarlo.
Pero
los problemas de la tilma no se reducen al desafío del sentido común: el
supuesto ayate, a diferencia de uno verdadero, no fue tejido con fibras de
ixtle o de agave: en 1982 a petición del entonces abad de la basílica el
director del Centro Nacional de Registro y Conservación para Obra Mueble del INBA examinó la tela y descubrió que
sus fibras son de lino y cáñamo, lo cual demuestra que no se trata de un burdo
ayate, sino de un lienzo de gran calidad y de altísimo valor. Asimismo, las
investigaciones revelaron que la supuesta tilma de Juan Diego no fue una prenda
de vestir, sino un lienzo preparado para ser pintado, pues tiene una base de
sulfato de calcio sobre la cual se aplicaron pinturas al temple.
Por
si lo anterior no fuera suficiente, en 1556 año en que se escribió el Nican
mopohua se declaró que la supuesta tilma “la pintó un indio el año pasado”. Muy
probablemente el indígena en cuestión fue Marcos Cipac de Aquino, quien
aprendió su oficio bajo la tutela de fray Pedro de Gante y cuyas obras aún se
conservan en los conventos franciscanos de San Francisco y Huejotzingo. En 1934
el pintor Jorge González Camarena decidió comprobar aquella afirmación y
comparó dos obras de Marcos Cipac —La Virgen de la Letanía (ca. 1531) y el
ayate de la virgen de Guadalupe (1555) —, llegando a una conclusión similar a
la que se asienta en los documentos de 1556: “las dos pinturas son del mismo
autor”.
Después
de los hechos presentados, el resumen es obvio: el ayate no es ayate y la
imagen que presenta tampoco es resultado de un milagro, sino que es obra de un
pintor indígena, quizá de nombre Marcos Cipac de Aquino.
LA VIRGEN MEXICANA: LA
TERCERA MENTIRA
A
estas alturas cuando Zumárraga, Juan Diego y el ayate ya perdieron su
naturaleza milagrosa— aún podría argumentarse que lo antes dicho no tiene valor
o que carece de relevancia, pues la virgen de Guadalupe es mexicanísima, y eso
le basta y sobra para merecer la devoción y el sacrificio de nuestro pueblo. De
nueva cuenta, esta otra idea es mentira: la virgen de Guadalupe es española y
fue uno de los “legados” que Hernán Cortés hizo a la Nueva España.
A
comienzos del siglo XV según cuenta una leyenda española un vaquero extremeño
que respondía al nombre de Gil Cordero encontró en la ribera del río Guadalupe
una imagen de la virgen María. La figura, pequeña y morena, rápidamente
adquirió gran popularidad y su fama traspasó la región: en 1338 Alfonso XI le
mandó construir un templo y más de cien años después los Reyes Católicos la
declararon “protectora de los indios”. Incluso, hasta donde se sabe por los
señalamientos de Salvador de Madariaga, algunos de los indígenas que Colón
llevó a España fueron bautizados en aquel templo. Esta advocación de la virgen
—que curiosamente también se festeja el 12 de diciembre llegó a México junto
con Hernán Cortés, pues el conquistador traía un estandarte con la imagen que
se adoraba en su tierra, Extremadura. Es decir que la virgen de Guadalupe
“apareció” en México antes de 1531.Aunque todos estos hechos podrían verse como
una serie de extrañísimas casualidades, es necesario recordar que aquel
estandarte se colocó en un pequeño templo que el conquistador mandó
construir... ¡en el mismísimo cerro del Tepeyac! De nueva cuenta, las palabras
contenidas en el Nican mopohua, y que han sido defendidas por los
aparicionistas, son una mentira descarada: la Guadalupana ya tenía “casita
sagrada” en el Tepeyac, y por lo tanto no había ninguna razón para pedir que le
construyeran “otra casita”. Por si lo anterior no bastara, también tendríamos
que aceptar que la mexicanísima virgen de Guadalupe es, en realidad, la virgen
extremeña descubierta por Gil Cordero.
LA VIRGEN ES CATÓLICA:
LA ÚLTIMA MENTIRA
La
presencia del estandarte de Cortés con la españolísima virgen de Guadalupe en
el templo del Tepeyac además de lo antes dicho también nos lleva a un tema ya
tratado por varios historiadores: la Guadalupana, en realidad, no era una
novedad religiosa en la Nueva España, sino una diosa prehispánica que fue
transfigurada por los sacerdotes luego de la derrota de los aztecas a causa de
la viruela. Efectivamente, una de las acciones políticas que emprendieron los
sacerdotes que llegaron a nuestro país fue sustituir a los dioses indígenas con
sus deidades. Esto fue lo que sucedió por ejemplo con Tláloc, Xochipilli y
Huitzilopochtli, que se transformaron, por simple analogía de sus virtudes, en
san Juan Bautista, san Isidro Labrador y Jesucristo. Exactamente lo mismo
ocurrió con Tonantzin, la madre de dios según la mitología prehispánica, que se
adoraba en el Tepeyac en el mes de diciembre. Así pues, la virgen de Guadalupe
además de las otras mentiras— también posee la falsedad de su origen religioso,
pues ella —sin duda alguna— es una transfiguración de la diosa Tonantzin de los
aztecas, que se consolidó gracias al hallazgo de Cordero.
¿ALGUIEN ESTÁ
DISPUESTO A ACEPTAR LA VERDAD?
Aunque
los hechos y el sentido común muestran que la virgen de Guadalupe sólo es un
mito, la jerarquía eclesiástica y los políticos tienen muy buenas razones para
cultivarlo: la iglesia llena sus cepos y domina las conciencias, mientras que
el poder embrutece a sus ciudadanos para manipularlos a su antojo. ¿Acaso no
valdría la pena abandonar este mito y pensar que nuestro país sólo tiene un
patrón: sus ciudadanos?, ¿no sería bueno pensar que la imagen del falso ayate
no ha hecho ningún milagro y que éstos han corrido por cuenta de nuestro
esfuerzo?, ¿no sería conveniente que dejáramos de pedir milagros y nos
pusiéramos a trabajar? Todas estas preguntas, me parece, son importantes, pero
la respuesta, querido lector, sólo está en tus manos. No olvidemos que los
mexicanos siempre hemos esperado que un ser omnipotente resuelva nuestros
problemas, y ello se ha traducido en inmovilidad, y la inmovilidad en malestar,
pasividad, miseria e indolencia. Pero la pasividad se destruye cuando nos
enseñan a confiar en nosotros, en nuestras habilidades y capacidades en lugar
de pasar la vida elevando plegarias cuyo destino nadie puede garantizar.
Esperar que un tercero venga a resolver nuestros problemas nos hunde en el
atraso, porque el atraso es consecuencia de la inacción. No esperemos,
construyamos. No oremos, trabajemos. No pidamos, conquistemos con coraje
nuestro destino.
NUESTRO HIMNO:
PATRIMONIO NACIONAL
EL
lunes 11 de septiembre de 1854 el Gran Teatro de Santa Anna abría sus puertas
un poco antes de que cayera la noche: la función, según los periódicos de la
capital del país, sería coronada por el éxito más estruendoso. No se trataba de
una gala cualquiera, pues pocas veces se reunían tantas maravillas en un solo
evento: la Compañía de Ópera ItAllana de René Masson presentaría “Belisario”,
de Donizetti, y la orquesta interpretaría el “Himno de Bottesini”, dedicado ni
más ni menos que al supuesto salvador de la patria: Antonio López de Santa
Anna. La razón del sentidísimo homenaje (o quizás auto homenaje) era celebrar
el aniversario de la victoria del caudillo sobre las tropas del brigadier
Isidro Barradas, quien fue enviado por España para tratar de reconquistar a
México, la joya más importante de la corona, dado que la metrópoli, a tan sólo
siete años de consumada nuestra independencia, aún no se resignaba a perderla.
Los combates de Santa Anna y Barradas, al decir de la historia oficial,
merecerían escribirse con letras doradas: El 11 de julio de 1829, de 21 navíos
de la Armada Espínola a cargo del Almirante Ángel Laborde, desembarcaron en
Cabo Rojo, Veracruz [...]. Este ejército, el primero que se enviaba en este
intento de reconquista, estaba formado por 3100 combatientes, soldados
veteranos con el armamento más moderno de la época y bien pertrechados, estando
comandados por el Brigadier Isidro Barradas. Pequeñas fuerzas de Veracruz y
Tamaulipas intentaron heroicamente detener su camino sobre Tampico [...].
Gracias a la superioridad numérica y de armamento, los españoles pudieron tomar
las poblaciones de Tampico Alto y Pueblo Viejo, en el norte de Veracruz [...].
El 2 de agosto, el presidente Vicente Guerrero fue notificado del desembarco de
las tropas españolas. Consciente de la gravedad de la situación, lanzó una
proclama a todos los mexicanos llamándolos a unirse en defensa de la Patria y
dispuso la integración del “Ejército de Operaciones Mexicano”, al mando del
brigadier Antonio López de Santa Anna, quien era gobernador de Veracruz. [...]
Los mexicanos al mando de los generales Antonio López de Santa Anna y Manuel de
Mier y Terán, se decidieron a dar la batalla final [...] en la noche del 10 al
11 de septiembre [...]. Los soldados españoles protegidos por las empalizadas y
sus cañones, se defendieron con tenacidad y desesperación. La encarnizada lucha
se desarrolló a la bayoneta [...]. Este sangriento enfrentamiento, heroico para
ambas partes, obligó al ejército español a rendirse ante las tropas mexicanas
que se desempeñaron con valor y audacia pocas veces vista en el ejército de
nuestro país [...]. El ejército español entregó armas y banderas el día 12 de
septiembre de 1829. Los prisioneros españoles serían posteriormente remitidos a
La Habana, en tanto que el Brigadier Barradas se embarcó con rumbo a Nueva
Orleáns, desconociéndose, hasta ahora con certeza, su destino final. Sin embargo,
lo que no cuenta la historia oficial es que el General Barradas fue derrotado
por un huracán y por otras calamidades naturales sin haber librado más de tres
escaramuzas en Tampico. Es cierto: los mosquitos, los temporales, el agua
contaminada, el hambre, el vómito y las diarreas causaron más bajas a los
españoles que las balas del caudillo. Santa Anna no ganó una sola batalla, pero
eso sí, ganó la guerra, y aprovechó la coyuntura geográfica y climática para
mostrarse como el vencedor indiscutible. El “Salvador de la Patria” como
siempre volvió a construir su prestigio a base de embustes.
No
obstante, y a pesar de la poca gallardía en la victoria sobre Barradas, el
concierto del 11 de septiembre fue un éxito. Pero las loas a Santa Anna apenas
comenzaban: cuatro días más tarde, el 15 de septiembre para ser precisos, el
teatro volvió a abrir sus puertas para culminar con broche de oro los homenajes
al “Salvador de la Patria’. Esa noche se estrenó el “Himno Nacional Mexicano”
con letra de Francisco González Bocanegra y música de Jaime Nunó para rendir
pleitesía a uno de los más terribles y funestos dictadores de nuestro país, uno
de los tantos brazos armados que la iglesia católica siempre ha tenido a su
servicio. Efectivamente, luego de algunas oberturas, cavatinas y encendidas
poesías patrióticas, Claudina Fiorentini, Carolina Vietti, Lorenzo Salvi,
Federico Benaventano e Ignacio Marini cantaron la estrofa más esperada bajo la
atinadísima dirección de Giovanni Bottesini. La expresión de malinchismo fue sublime,
pues los músicos y los cantantes de nuestro país brillaron por su ausencia.
Así, en aquellos momentos, el público escuchó por fin los versos que loaban al
caudillo: Del guerrero inmortal de Zempoala te defiende la espada terrible, y
sostiene su brazo invencible tú sagrado pendón tricolor. Él será del feliz
mexicano en la paz y en la guerra el caudillo, porque él supo sus armas de
brillo circundar en los campos de honor. Los versos de Bocanegra no
dejan lugar a las dudas: Santa Anna defiende a la patria mientras sostiene
nuestra bandera (¿acaso la protegió alguna vez?, pues a él le debemos —entre
otras cosas la pérdida de más de la mitad de nuestro territorio), y los
mexicanos, supuestamente gustosos, aceptamos que él sea nuestro caudillo
(aunque en realidad no deberíamos haber aceptado ni a ese ni a otro caudillo, a
ello nos obliga la democracia tan cantada). La estrofa es una vergüenza por
donde se le mire.
Un
dato adicional: según El Siglo Diez y Nueve, Santa Anna no asistió al estreno
del himno “por hallarse indispuesto”, aunque lo más probable es que no
estuviera en el lecho curándose las fiebres cuartanas, sino dedicado a su
actividad preferida: jugar a los gallos, o enredado en la cama con alguna
mulata jarocha, sus preferidas, porque sus aromas le recordaban a las fieras de
la selva veracruzana...
UN SACO DE DISLATES
Pero
las desgracias de nuestro himno no se reducen a homenajear a Santa Anna, un
hecho que ha sido infamemente ocultado por los gobiernos bajo el pretexto
de hacerlo “un poco más rápido y breve”.
¿De dónde sacamos ese pretexto?, ¿no sería para ocultar la vergüenza que nos
daba este episodio de nuestra historia? En consecuencia, sólo se interpretan
unos cuantos fragmentos, mientras se hace todo lo posible por silenciar los
versos que honran al “guerrero inmortal de Zempoala”. Si se revisa con cuidado,
nuestro canto patriótico también tiene otros problemas: el autor de la letra
era sobrino de Juan María Bocanegra, un fugaz presidente muy ligado a Santa
Anna, quizás esto explique las alabanzas y su “indiscutible” victoria sobre los
otros poetas; y el autor de su mexicanísima música era un catalán por los
cuatro costados; para colmo de males, el concurso para elegir la letra tuvo una
bajísima respuesta: apenas veinticinco poetas enviaron sus versos, según consta
en los documentos que conforman el “Expediente del Himno Nacional Mexicano” que
se encuentra en la colección de manuscritos de la Biblioteca Manuel Orozco y
Berra del INAH. Por si lo anterior
no bastara, conviene recordar que en 1860 Francisco González Bocanegra también
escribió la letra de un himno nacional dedicado a Miguel Miramón: el general
conservador, el aliado de Maximiliano...otro de los brazos armados que la
iglesia católica utilizó para defender su gigantesco patrimonio y sus
privilegios políticos. Con la música, las desgracias son todavía mayores: al
primer concurso no se presentó ninguna partitura, por lo que el Ministerio de
Fomento se vio obligado a publicar una segunda invitación, a la que sólo
respondieron quince músicos. La partitura triunfadora para gusto de la iglesia
y de los conservadores— tenía un título que sin duda alguna apelaba a los
valores patrios que marcan el orgullo de nuestro laicismo: “Dios y Libertad”.
Claro que, al cabo de unos días, le
borraron la presencia divina y lo intitularon “Himno Nacional Mexicano”.
Nuestro himno, que quede claro, es una alabanza musical a dios, por lo menos
según don Jaime Nunó, quien seguramente sabía que la iglesia era fundamental
para obtener el triunfo, pues ella se hacía presente en todas y cada una de las
acciones emprendidas por Santa Anna. Las desgracias nunca llegan solas, y en el
caso de nuestro himno son legión: todo parece indicar que al desorganizado y
posiblemente amañado concurso en el que los escritores liberales no tenían la
menor oportunidad de triunfar, siguió un larguísimo olvido por parte de
nuestros siempre atentos gobernantes: mientras ellos mostraban su patriotismo y
cantaban loas a Santa Anna y a la iglesia, ninguno se preocupó por registrar
los derechos de autor de la partitura y la letra. Como resultado de ello, Aline
Patterson hizo un descubrimiento escalofriante: “Hoy en día está claro que los
derechos comerciales del Himno Nacional están en poder de la compañía RCA
Víctor” (La Jomada 15 de septiembre de 2004), un hecho que podría ser aún más
grave. Nuestro himno, querido lector, no es nuestro. Aunque, claro, no faltará
quien diga que los políticos han estado muy ocupados desde 1854, y que
resultaba obvio que el canto nacional era propiedad de los mexicanos; para
nuestra desgracia, el himno sí tiene dueño: una empresa estadounidense o un
particular que cobra regalías por su interpretación.
Pero
los problemas de nuestro himno no terminan con esto: durante casi un siglo
nuestro canto patriótico fue totalmente “pirata”, pues jamás se publicó un
decreto o alguna ley que lo reconociera como tal. El himno, por increíble que
parezca, sólo adquirió su carta de “nacionalización” en 1943, cuando Manuel
Ávila Camacho publicó el decreto que lo hizo oficial y lo legitimó. Años
después Miguel de la Madrid recortó considerablemente el texto, adelgazándolo
al extremo de que sólo subsistieron el coro y dos estrofas. Así, hoy cantamos
un himno mutilado y cuyo contenido además de las vergüenzas antes mencionadas
no refleja, de ninguna manera, el país que somos ni el que deseamos ser:
tenemos una obra bravera que sólo exalta lo que no debe ser exaltado:
En México [según José Antonio Crespo], la trayectoria de
nuestros héroes, la historia oficial y otros símbolos nacionales—como el propio
himno—, han exaltado la violencia como instrumento de cambio social. El himno
nacional está pletórico de figuras bélicas; las grandes gestas nacionales se
hicieron violentamente, y se preserva el mito de que fueron fructíferas al
superar el orden virreinal. La sangre de los mártires nacionales, se nos enseña
de niños, abonó para la libertad y el progreso.
¿No
sería mejor tener un himno que hablara de los verdaderos héroes de nuestra
patria y no de un dictador?, ¿no sería deseable que, pretendiendo ser un país
democrático, tuviéramos un canto patrio que rechazara la violencia y abriera
las puertas al diálogo?, ¿no te gustaría, amable lector, que nuestro himno
dedicara un espacio a la educación, al trabajo, a la salud y a la justicia sin
cortapisas?, en fin, ¿una letra que recogiera la problemática actual y
expresara el respeto llamando a la dignidad y no a la corrupción, a la
legalidad y no a la impunidad, a la democracia y no al caudillismo? Es este un
asunto que, al parecer, quedará en manos de nuestros diputados, siempre
preocupados por resolver los problemas de la patria...
Pero
mientras esto ocurre, no tenemos más remedio que conformarnos con lo que
tenemos y seguir escuchando mitos que sólo llaman a la burla: el falso encierro
de Boca negra hasta que terminara la letra, la mexicanidad de sus autores, el
inexistente concurso que le otorgó el segundo lugar mundial después de “La
Marsellesa”, la certeza de que el “Himno Nacional Mexicano” es de los
mexicanos, y el disimulo que estamos obligados a exhibir cada vez que lo
cantamos, mientras Jaime Nunó sonríe sardónicamente desde la Rotonda de los
Hombres Ilustres al recordar que el título original se refería a dios y a la
libertad...
MÉXICO SE FUNDÓ DONDE
UN ÁGUILA DEVORABA A UNA SERPIENTE
La
imagen de la fundación de Tenochtitlán es maravillosa: un grupo de indígenas
perfectamente ataviados —con penachos, joyas, bezotes de oro, escudos recamados
de plumas y espadas con filo de obsidiana se hincan ante la señal predicha por
sus dioses: según éstos, un águila posada sobre un nopal y devorando a una
serpiente marcaba el sitio donde los recién llegados deberían construir su
ciudad. Sólo ahí podrían convertirse en amos y señores del mundo conocido.
Ellos, cuando menos oficialmente, estaban predestinados a cubrirse de gloria.
Sin embargo, esta escena fundacional que siempre inflama el pecho de las
víctimas del patrioterismo más vergonzante es sólo un mito, creado y preservado
por los poderosos —y por los artistas e historiadores que a lo largo del tiempo
han estado a su servicio: el conjunto escultórico que se encuentra a unos pasos
del Zócalo, los libros de texto y las pinturas que con buena o mala fortuna dan
cuenta del acontecimiento son una mentira de cabo a rabo. La apariencia de los
fundadores de la ciudad distaba mucho del ideal estético que les han endilgado,
y el águila que aún adorna nuestra bandera probablemente nunca existió.
Desenmascaremos
el mito y descubramos la verdad que se ha ocultado desde los tiempos
prehispánicos.
EL MITO FUNDACIONAL
El
mito de la fundación de Tenochtitlán se creó gracias a un solo documento
prehispánico: la llamada Tira de la Peregrinación, que relata la historia de
los aztecas desde su partida de Aztlán hasta su arribo al lugar profetizado por
sus dioses. Este documento —también conocido como Códice Boturini y que
actualmente conserva el Instituto Nacional de Antropología e Historia es uno de
los muy escasos materiales pictográficos que sobrevivieron a la conquista; no
olvidemos que, en términos generales, sólo se conservan tres códices mayas,
trece mixtecos y nueve aztecas, y otros más de diversos orígenes. Asimismo, la
escena en cuestión también fue relatada por algunos de los sacerdotes españoles
que interrogaron a los indígenas acerca de su religión y su historia. Ante esta
“abrumadora” cantidad de pruebas un códice y algunas páginas parecería
imposible negarse a aceptar la maravillosa escena. No obstante, y a pesar de
estas supuestas pruebas, también existe un hecho innegable: la historia
contenida en la Tira de la Peregrinación es absolutamente falsa. Veamos por
qué: cuando Izcóatl (1428-1478) consolidó el dominio de los aztecas en el Valle
de México tomó la decisión, que envidiaría cualquier dictador, de desaparecer
el pasado para reescribirlo por completo. Es cieno, Izcóatl mandó quemar los
viejos códices de los aztecas y los pueblos vencidos para reemplazarlos por una
nueva versión del pasado; los libros de historia oficial se convirtieron así en
los instrumentos de dominación que siempre han sido. Estamos, querido lector,
ante un hecho que ha sido denunciado por varios historiadores; por ejemplo, en
la Historia universal de la destrucción de los libros, Fernando Báez narra lo siguiente:
También
los indios destruyeron numerosas obras. Izcóatl, por ejemplo, [...] ordenó
borrar el pasado y muchos textos fueron quemados. Una crónica del
acontecimiento [escrita por fray Bernardino de Sahagún] indica que el rey llamó
a sus asesores para solucionar una crisis aguda y recibió como respuesta:
“Quema las obras. No es conveniente que todo el mundo conozca la tinta negra,
los colores. El portable, el cargable, se pervertirán, y con esto se colocará
lo oculto sobre la tierra”.
Así,
tenemos que aceptar que la Tira de la Peregrinación, si bien es un documento
prehispánico, sólo muestra la historia mitológica que Izcóatl mandó escribir
para justificar el dominio de los aztecas. En consecuencia, también debemos
asumir que los hechos reales de la llegada de los aztecas al islote del lago se
ocultaron cuidadosamente, pues los señores de Anáhuac no podían aceptar que su
pasado no estuviera vinculado a la nobleza y que su ciudad hubiera nacido entre
el lodo y la miseria.
LOS ANTIGUOS “MOJADOS”
Está
plenamente demostrado que los aztecas fueron los últimos migrantes que llegaron
de Aridoamérica al lago de Texcoco. En este lugar ya vivían cuando menos seis
grupos étnicos que desarrollaron civilizaciones mucho más complejas que la de
los recién llegados. Los aztecas, como era de esperarse, no fueron bienvenidos
en la región: en varias ocasiones los expulsaron de las márgenes del lago esto
fue lo que ocurrió, cuando menos, en Chapultepec, Tizapán y las cercanías de
Texcoco—, pues los acolhuas, los culhuas y los tepanecas no estaban dispuestos
a ceder sus dominios ni a convivir con un grupo de bárbaros cuyas costumbres
los horrorizaban. Pero la terquedad de los aztecas era invencible y luego de
varios años los hombres civilizados —quizá con la intención de deshacerse de
ellos o de por lo menos mantener una sana distancia con los salvajes les permitieron
asentarse en unos islotes. Al principio los aztecas se asentaron en dos
islotes: Tenochtitlán y Tlatelolco, los cuales estaban abandonados y llenos de
tulares, carrizales, sapos, ranas, culebras e insectos. No hubo ningún águila
devorando a ninguna serpiente, sólo estaban las peores tierras de la región,
pero ellos, puesto que eran los más pobres y bárbaros, las aceptaron sin
chistar. Por lo tanto, cuando los aztecas llegaron a Tenochtitlán su apariencia
era bastante distinta de la que muestra la historia oficial: los penachos, las
joyas de turquesa, los bezotes de oro, los escudos recamados de plumas y las
espadas con filo de obsidiana brillaban por su ausencia... los aztecas formaban
un grupo paupérrimo y desharrapado.
DOS LECCIONES
A
pesar del sentido común y de los hechos históricos, el mito fundacional se ha
mantenido casi incólume desde la reescritura del pasado ordenada por Izcóatl.
Sin embargo, la develación nos deja dos lecciones importantes: la primera es el
reconocimiento del pasado, y la segunda quizá la más trascendente— es la
posibilidad de aceptar que nuestros orígenes no son tan dorados como nos han
hecho creer, y que, en consecuencia, si en verdad deseamos tener un motivo de
orgullo, sólo nos queda un camino: trabajar para lograrlo. El pasado
mitológico, de nueva cuenta, nos ha impedido mirar el futuro con el coraje
necesario.
MIGUEL HIDALGO MURIÓ
SIENDO LÍDER DE LA INDEPENDENCIA
El
10 de febrero de 1811, luego de ser derrotadas en la batalla de Puente de
Calderón, las tropas insurgentes llegaron a Zacatecas. Apenas habían pasado
unos meses de sus victorias en Celaya, Guanajuato y Monte de las Cruces, pero
ya las señales del desastre eran visibles en aquellos hombres que, al grito de
“¡Viva Fernando VII!”, se habían levantado en armas. Los alzados estaban
prácticamente vencidos: el movimiento acaudillado por Miguel Hidalgo nunca
logró consolidar un verdadero programa político y sólo había traído consigo
“robos y asesinatos”, según lo afirma Carlos María de Bustamante en su Cuadro
histórico de la revolución mexicana. Los insurgentes marchaban con la derrota a
cuestas, y para extrañeza de los zacatecanos sólo llevaban un prisionero. Ese
hombre no era un militar del ejército de su majestad, tampoco era un gran
hacendado o un comerciante enriquecido, mucho menos se trataba de un
funcionario del virreinato... el preso era ¡Miguel Hidalgo! Sí, el supuesto
padre de la patria había sido aprehendido por los mismos líderes insurgentes
para salvar al movimiento de las locuras del sacerdote.
El
episodio de la aprehensión del cura Hidalgo por parte de los insurgentes ha
sido negado y ocultado por los autores de los libros de texto y por los
historiadores oficiales, y en consecuencia es un hecho que desconocen la
mayoría de los mexicanos. Efectivamente, Hidalgo no fue un líder amado por sus
seguidores, y al contrario de lo que se piensa, terminó siendo odiado por la
mayoría de los líderes del movimiento. El solo hecho de que sus restos
descansen junto a los de Allende en el mausoleo del Monumento a la Independencia
es una ofensa para el capitán de dragones.
EL CRIMEN O LA
LEGALIDAD
Para
comprender esta aprehensión del cura Hidalgo es necesario adentrarse en su
vida, así como en la historia del levantamiento y de las pugnas que desde los
primeros momentos de la insurrección se dieron entre el cura e Ignacio Allende.
Cuando
Hidalgo se levantó en armas en 1810 ya era por lo menos para las autoridades
virreinales y de la Inquisición— un pájaro de cuenta: a las autoridades
novohispanas, además de sus escabrosas lecturas de los ilustrados franceses,
les preocupaba que el sacerdote hubiera sido acusado de faltas a la moral, y
muy probablemente de ser un “cura solicitante”, es decir, un clérigo que,
abusando de su condición, obtenía favores sexuales de su feligresía. Por estas
razones y nunca por ser un ferviente libertario, Hidalgo tuvo que enfrentar un
proceso inquisitorial en 1800, aunque al año siguiente su caso fue archivado
gracias a sus impecables virtudes oratorias. A fuerza de palabras, el cura se
salvó de terminar sus días en las mazmorras del edificio que aún se encuentra
en una de las esquinas de la plaza de Santo Domingo, en el Centro del Distrito
Federal. Pero los problemas de Hidalgo no estaban relacionados sólo con su
incontinencia, sino también con algunos negocios casi legales, y por esa razón,
en agosto de 1808, le fueron embargadas las haciendas de Xaripeo, Santa Rosa y
San Nicolás, las cuales había adquirido luego de fungir como tesorero del
Colegio de San Nicolás. Cuando se inició el alzamiento, Hidalgo no tuvo ningún
empacho en aceptar todos los títulos que estuvieran a su alcance: el 20 de
septiembre de 1810 fue nombrado capitán general, el 24 de octubre con lágrimas
en los ojos asumió el cargo de generalísimo de los ejércitos de América, y en más
de una ocasión pidió que se le llamara “alteza serenísima”, con lo cual se le
adelantó varias décadas a Antonio López de Santa Anna en exigir esta notable
distinción. Pero además de títulos y distinciones rimbombantes, el cura Hidalgo
tenía un gravísimo problema que resolver: había llamado a la insurrección y sus
fieles se le habían sumado, mas para su desgracia, carecía absolutamente de un
programa político que lo respaldara. Esto es verdad, aunque los historiadores
oficialistas sostienen que el grito de Dolores fue un llamado a la
independencia. ¿Cómo solucionó Hidalgo este problema?, de la manera más
sencilla y criminal: si él quería que el pueblo continuara dándole su apoyo,
sólo tenía que dar rienda suelta a los más bajos instintos de sus tropas; así,
los saqueos, las violaciones, los hurtos y los despojos no se hicieron esperar,
y el cura los alentó y los permitió sin experimentar el mínimo rubor. Las
matanzas y los robos no tardaron en convertirse en un motivo de conflicto entre
el cura y el capitán Ignacio Allende, pues un militar de carrera no podía
permitir que el saqueo y la muerte de inocentes caracterizaran al movimiento.
De esta manera, antes de que las tropas de Hidalgo fueran derrotadas por Félix
María Calleja en la batalla de Aculco, el capitán de dragones sostuvo una
durísima discusión con el sacerdote: le exigió que de una vez y para siempre
pararan las matanzas y los saqueos. Hidalgo se negó por una sola razón: si se
prohibían los robos, nadie los seguiría en su aventura. La reunión terminó y
Allende según Lucas Alamán comenzó a referirse a Hidalgo como “el bribón”. Tras
la derrota, Hidalgo y Allende se separaron. El capitán partió rumbo a
Guanajuato para fortificarse e intentar frenar el avance de Calleja. Su
estrategia, cuando menos a primera vista, no era mala: mandó fundir cañones,
organizó a sus hombres como un verdadero ejército y, hasta donde le fue
posible, fortificó la ciudad. Pocos días antes de que se iniciara el combate,
Allende le pidió a Hidalgo que le enviara apoyos para resistir el embate de
Calleja. El cura ignoró la petición y muy probablemente rezó para que el
capitán cayera en manos de los realistas. El resultado de esta omisión fue
obvio: Guanajuato, luego de varias horas de combate, fue tomada por Félix María
Calleja. Allende fue derrotado e Hidalgo llegó a Guadalajara, para protagonizar
una escena que quizá sonrojaría al mismo Santa Anna: Hidalgo fue recibido en
Guadalajara con toda solemnidad [nos dice José Manuel Villalpando]. El amo
Torres había organizado la recepción y ante la presencia del cabildo, de la
universidad, de las distintas autoridades y de los más prominentes vecinos,
Hidalgo no ocultó su satisfacción de que lo llamaran “alteza serenísima”. El
repique de campanas duró varias horas, las mismas que necesitó el ejército para
desfilar frente a su caudillo. Luego, en la recepción que le dieron un
auténtico besamanos—, Hidalgo apareció vestido de “alteza”, con una banda a
través del pecho y con la sotana galonada, llevando del brazo a dos muchachas
de las más bonitas de Guadalajara. Luego del abandono de Guanajuato y
de la feria de vanidades de Guadalajara, la ruptura entre Hidalgo y Allende era
irremediable, y se hizo más profunda cuando el capitán se enteró de las nuevas
matanzas. El cura, previendo un enfrentamiento con Allende, se rodeó de un
grupo de indios que lo defenderían hasta la muerte, pues el capitán de dragones
—como lo señaló en su proceso ya había consultado con la diócesis de la capital
jalisciense sobre la posibilidad de envenenar al “bribón” con tal de poner un
alto a sus matanzas. Allende no logró su cometido, pues era imposible burlar a
los guardaespaldas del sacerdote. Sin embargo, las fiestas de su alteza
serenísima no duraron mucho tiempo: Calleja se aproximaba a Guadalajara e
Hidalgo decidió presentarle batalla en Puente de Calderón. Las tropas
insurgentes fueron derrotadas y la pugna Allende Hidalgo llegó a su límite. En
la hacienda de Pabellón nuevamente se hicieron de palabras y el cura tuvo que
responder por sus acciones. Hidalgo narró así lo que sucedió en aquella ocasión:
en
dicha hacienda fui amenazado por el mismo Allende y algunos otros de su facción
[...] de que se me quitaría la vida si no renunciaba al mando en Allende, lo
que hube de hacer y lo hice verbalmente
sin ninguna otra Formalidad, y desde esa fecha seguí incorporado al ejército
sin ningún carácter, intervención y manejo, observado siempre por la facción
contraria, y aun he llegado a entender que se tenía dada la orden de que se me
matase si me separaba del ejército. Hidalgo, pues, entró a Zacatecas
como prisionero. No obstante, y a pesar de la aprehensión, su destino aún no
había sido totalmente decidido por sus ex seguidores: el 16 de mayo de 1811 se
reunió la junta de guerra con el fin de tomar algunas determinaciones cruciales
para el futuro del movimiento: ¿quién quedaría al mando de las menguadísimas
tropas que aún conformaban su ejército?, ¿hacia dónde dirigir sus pasos para
salvarse del imparable avance de las fuerzas de Calleja? Luego de algunas
deliberaciones, los caudillos llegaron a dos acuerdos: Allende continuaría al
mando de las tropas y los insurgentes se refugiarían en los Estados Unidos,
donde —pensaban podrían rearmarse y reorganizarse para volver por sus fueros.
Como sabemos, los insurgentes nunca llegaron a los Estados Unidos, pues fueron
aprehendidos por los realistas para luego ser juzgados y fusilados. Todo podría
indicar que después de su encarcelamiento las pugnas entre el cura y Allende
terminarían de manera definitiva, ya que a un paso del paredón parecería ocioso
continuar el pleito, pero no fue así: a lo largo del juicio, el capitán de
dragones denunció a Miguel Hidalgo e hizo públicos sus deseos de asesinarlo
para frenar sus locuras; por su parte, el sacerdote de Dolores denunció la
traición de Allende, y mediante una pirueta retórica aseguró que él había sido
hecho prisionero por el capitán de dragones y los suyos, y que, en
consecuencia, poco o nada tuvo que ver con las muchas
Matazones.
Sin embargo, en esta ocasión sus palabras fueron insuficientes: el 30 de julio
de 1811 fue fusilado y decapitado.
LA VERDAD
El
cura Hidalgo no fue amado por sus seguidores, él con las matanzas, los saqueos
y sus ansias de poder terminó dividiendo a los líderes insurgentes, los puso en
riesgo de perder la vida como ocurrió con Allende en Guanajuato y desprestigió
cualquier otro levantamiento. Hidalgo no fue el héroe que nos han enseñado, fue
un personaje radicalmente diferente al hombre que se muestra en muchos de los
murales que adornan las oficinas donde despachan los funcionarios que defienden
los mitos, creando héroes de oropel convenientes a sus intereses políticos.
Quien conociendo la verdad defiende las mentiras y confunde intencionalmente a
la nación a cambio de un cargo público o de un puñado de billetes, comete un
delito social que debería ser asimilado al de traición a la patria...
LA INQUISICIÓN: UN
SANTO OFICIO
EL
Santo Oficio siempre pone en aprietos a los historiadores conservadores: los
asesinatos, las torturas, los encierros insalubres, los azotes públicos, el
garrote, el potro, las mutilaciones, los autos de fe, las hogueras, la
confiscación de bibliotecas y de toda clase de bienes y, en suma, todas las
acciones poco cristianas que llevó a cabo la Inquisición constituyen una mancha
imborrable, ante la cual dichos historiadores han asumido dos actitudes
vergonzosas: o las han ignorado, tratando de echarle tierra al asunto, o han
mentido sobre los crímenes que se cometieron en nombre de dios. Según su
versión de los hechos, en Nueva España los inquisidores velaron sólo por la
ortodoxia de la fe y por la divulgación del evangelio, protegieron al prójimo
de las brutales agresiones de los conquistadores y no cometieron grandes
crímenes (aunque, claro está, los crímenes, grandes o pequeños, nunca son justificables).Un
buen ejemplo de tal postura se encuentra en un documento escrito por Salvador
Borrego, uno de los más conspicuos nazis de México, y aunque usted lo dude,
dicho documento está avalado por la iglesia católica de nuestro país: En el
caso de la Nueva España, la Inquisición no juzgaba a los indios ni a los
mestizos y sólo castigaba a los europeos que, ostentando un falso cristianismo,
conspiraban contra la Corona y contra la religión nacional. Así lo había
establecido el emperador Carlos V desde 1538. Los judíos que profesaban
abiertamente su fe tampoco eran reos de ningún delito, pero sí los que se
ocultaban para infiltrar y minar las instituciones. Los inquisidores,
al decir de Salvador Borrego, eran magníficas personas: nunca juzgaron ni
condenaron a un solo indígena, tenían excelentes relaciones con los judíos, no
la emprendieron contra los mestizos y sólo castigaban a los europeos que
ostentaban “un falso cristianismo”. Pues bien, todas estas afirmaciones son
absolutamente falsas: la Inquisición en Nueva España sí cometió grandes
crímenes, y por ellos nunca ha respondido la jerarquía eclesiástica.
MUY POCO SOSTENIBLES LOS ARGUMENTOS CON LOS QUE EL AUTOR PRETENDE DESCUBRIR LA "REALIDAD" SOBRE LOS MITOS. COMO EL MISMO DICE, "UN POCO DE TIJERA Y ENGRUDO". LÁSTIMA QUE NO SEA UN ANÁLISIS SERIO AL QUE PUEDO CONSIDERAR COMO UN INTENTO MÁS DE DESTRUIR LO POCO QUE NOS QUEDA DE NUESTROS SÍMBOLOS PATRIOS.
ResponderEliminarLa historia llega a cambiar, pues la escriben los vencedores. Para bárbaros lo eran más los romanos que a quienes señalaron como tales. Los evangelios no considerados o excluidos o nostcos nos brindan sucesos novedosos. Apertura ante nuevos o recientes descubrimientos y conocimientos.
ResponderEliminar