Ninguna eternidad como la mía – Ángeles Mastreta
Isabel
Arango creció intensa y desatada como el olor del café. Había nacido un catorce
de marzo, cerca de la estación de trenes de un puerto azul al que desembocaba
el inmenso río Papaloapan. La mañana de ese día su madre sintió llegar, junto
con los avisos del parto, la primera lluvia de unas nubes que trajeron a la
zona el ciclón más fiero que pudo caber en la memoria de aquel pueblo. Llamado
de urgencia, su padre caminó bajo el agua las tres calles que separaban su casa
de la tienda de mercancías varias en la que se ganaba la vida.
Empapado
y febril cruzó el patio y alcanzó la escalera para correr hasta el cuarto en
que su mujer paría sin alardes a uno más de sus vástagos. Habían tenido cuatro
varones durante los pasados cinco años, la niña llegó por fin haciendo más
ruido que ninguno de sus hermanos.
Mientras
abría los ojos al mundo de agua que todo lo rodeaba, en la estación del
ferrocarril el viento arrancó los techos que cubrían a los viajeros en espera
de un tren cuyos vagones quedaron volcados fuera de las vías. Un ruido de
diablos caído del cielo estremeció el crepúsculo y no dejó de llover en tres
semanas.
Todo
aquel barullo no fue sino el inicio de la inquieta y jaranera niñez de Isabel
Arango, la quinta
hija de un
matrimonio de emigrantes
asturianos que, trabajando a la
par, había conseguido hacerse de la tienda más ecléctica de un puerto en el
Atlántico. Lo mismo vendían sardinas que libros de mecánica, novelas, jamón de
jabugo, queso manchego, listones, harina, chiles, bacalao, y pan para
judíos, cristianos y descreídos. Nunca una panadería
había dado tantísima variedad de
panes y jamás una tienda de comida se había atrevido con tal descaro y buen
orden a dar albergue a un estante con libros, pero aquel era un puerto capaz de
libertades y mezclas como no hubo en el país otro mejor.
Jugando
como un niño y odiando la costura como una niña, Isabel aprendió lo esencial en
una escuela del gobierno que cambió de ideas y reglamentos tantas veces como
cambiaron los gobiernos entre 1908 y 1917, año este último en el que se dio al
país una nueva Constitución Política y a Isabel un certificado de enseñanza
media. Lo que siguió fueron las mañanas ayudando a sus padres en la tienda y
las tardes para leer y bailar.
Tenía
Isabel un gusto por la danza muy raro en aquellas latitudes. Sin embargo, había
dado con una exiliada rusa que gastaba sus horas bailando y que en dos años le
enseñó cuanto sabía y la ayudó a colocarse entre ceja y ceja la certidumbre de
que nada haría mejor en la vida que ser bailarina. Así las cosas, no hubo nadie
capaz de interponerse entre ella y su afán de ir a estudiar a la ciudad de
México. Un año de ruegos diarios convenció a sus padres de que entre ellos y la
contumacia de su hija debía haber todo menos un abismo. Así que le buscaron
lugar en la casa de huéspedes de una mujer con la que habían hecho amistad,
cuando ella y su marido pasaron una temporada en el puerto. Se había quedado viuda y mantenía
su casa frente
al parque de
Chapultepec dando albergue a quien su entraña le aconsejaba que merecía
tal confianza. En cuanto supo que la hija de los Arango quería vivir en México,
escribió poniéndose a las órdenes de la familia y pidiendo que desde ya la niña
y sus padres consideraran suya la casa en que ella tenía viviendo más de
treinta años.
Desde
que Isabel era niña, sus hermanos jugaban a bajarle el aroma desatado con un
poco de leche y todavía su padre fue a la estación del tren cargando un vaso
con algo de la ordeña matutina para intentar que ella la bebiera antes de irse,
pero Isabel tuvo la precaución de no tocarlo, porque temía flaquear frente a
los ojos de animal abandonado que su padre ocultaba mirando al frente como si
algo se le hubiera perdido en el infinito.
—¿Qué
se te pudo ir tan lejos? —le preguntó su madre—. ¿Por qué no te quedas a vivir
y a tener hijos en paz?
—¿Para
qué luego me dejen como yo a ustedes? —le contestó Isabel.
Después
la abrazó unos minutos largos y cuando la soltó cruzó los brazos esperando la
bendición de todos los días. Su madre creía en el Dios de los cristianos con la
misma fe con que hubiera creído en el de los chinos, si china hubiera sido y no
asturiana. Así que le puso la mano en la frente y luego la bajó hasta su pecho
para terminar de persignarla en silencio. Entonces ella volteó a ver a su padre
y le guiñó un ojo.
—Siempre
has hecho lo que se te ha pegado la gana, no veo por qué me sor prendo ahora
—dijo él mientras la abrazaba como si quisiera acunarla igual que la primera
noche de sus vidas bajo el ciclón—. Vete con paz. Te queremos, ya lo sabes.
Isabel
subió al tren y sacó la cabeza por la ventanilla. Mientras el hermoso animal de
fierro empezaba a girar sus ruedas alejándose despacio de la única tierra y el
único mar de todos sus amores, ella se tragó las lágrimas moviendo los dos
brazos como si bailara contra el aire.
—Cuídate
el corazón —oyó decir a su padre.
—Te
lo dejo —contestó ella. Luego metió el medio cuerpo que llevaba de fuera y se
sentó a llorar con la cabeza entre las piernas. Tenía diecisiete años, era
enero de 1921.
Se
dejó acariciar por el aire cálido y salobre aún que la envolvía. En la ciudad
de México haría frío, en dos semanas estarían por iniciarse los cursos en la
única escuela de danza que su maestra rusa consideraba confiable. Una rara y
peque ña institución creada por madame Alice Girón, una maestra francesa de la
Pavlova que llegó a México en los arduos días de la guerra y se instaló a
vivirlo como si reinara la paz. Por recomendación de su primera maestra, tan
amiga de la francesa como aventureras podían ser ambas, a Isabel la había
aceptado sin ponerla a prueba. Le dio tres meses para demostrar que tenía
tamaños antes de recibirla en definitiva. El futuro parecía suyo, pero por
primera vez lo miró sin desafiarlo. No conocía a un alma de entre las muchas
que habitaban la ciudad de los palacios y los lagos, la ciudad de la que salían
las guerras y las órdenes presidenciales, la
ciudad que despierta a
dos mil metros
de altura bajo
el augurio de dos volcanes.
Isabel
viajó varios días antes de verlos la primera vez. Hasta que una tarde apareció
en el horizonte la luz enigmática y embriagadora que los envuelve. El
Popocatépetl y la Ixtazíhuatl, así supo desde niña que se llamaban. Su madre
solía contar la historia de un pariente asturiano que enloqueció al mirarlos y
se volvió sin pensarlo hasta Priesca, el pueblo verde y pobre del que había
salido a buscar fortuna. Fue por recomendación suya que los Arango prefirieron
quedarse en tierras bajas, a la vera del mar, y se lo agradecían. Habían sido
felices frente a esas aguas, entre la gente salada y locuaz de aquella tierra.
De todos modos se habían vuelto tan mexicanos como cualquiera de los que a
diario se dejaban deslumbrar por el cielo cercano a los impasibles volcanes,
bajo los cuales encontraron los aztecas un lago con un nopal y encima el águila
devorando una serpiente que se acomodó en el centro de la bandera cuando estas
tierras pasaron a llamarse México.
Los
volcanes aparecieron frente a los ojos de Isabel mientras el tren llegaba a la
estación de Puebla, y desde entonces quiso reverenciarlos. No se atrevió si
quiera a preguntarse las razones de su atracción por ellos. Le bastó su imponen
te belleza para considerarlos cosa sagrada, le bastó saber que ya estaban ahí
millones de años antes de que la especie humana llegara al mundo. Impávidos y
heroicos, insaciables y remotos. Ellos sí que mandaban en México, nadie que se
pusiera bajo su amparo estaría solo en esas tierras. En su nueva vida, se
prometió, todas sus pérdidas habrían de pasar por ellos y cuanta historia la
conmoviera la sabrían sus abismos. Con semejante convicción perdió el poco
miedo que aún rumiaba
y se instaló a vivir en
la casa de doña Prudencia Migoya,
una mujer suave y trabajadora que le hacía honor a su nombre dejándola entrar y
salir, comer y dormir a su aire.
—La
ciudad todavía está peligrosa —le dijo tras el desayuno la primera mañana
en que
saldría al mundo—.
Ayer estalló una
bomba frente a
la casa del arzobispo y otra en la tienda de alhajas
"El Recuerdo". Pero tú no vas a andar por esos rumbos. Cuida que no
te quiten la bolsa y si te la quieren quitar, deja que se la lleven. Baila bien
que es lo que importa.
II
Viéndola
bailar a solas, sin imaginarse que la mirarían, una tarde cualquiera en tre las
altas paredes del salón que albergaba sus clases, madame Alice, la direc tora
de la escuela, entendió que la índole de Isabel estaba cruzada por la fiebre de
quienes viven el arte como una religión. Y no necesitó más para dejarla
quedarse a trabajar en el intento de convertirse en profesional. No sería
fácil, de cincuenta que ingresaban conseguían permanecer menos de siete. La
danza es una disciplina de locos y de jóvenes, por eso Isabel parecía una
promesa y cualquiera que la hubiera visto bailar aquella tarde hubiera estado
de acuerdo con su maestra en que la vida valdrá la pena mientras haya en el
mundo seres capaces de hacer magia cuando profesan una pasión.
No
estaban los tiempos como para empeñarse en bailar, aún ardían las brasas de lo
que fue su ardiente revolución; sin embargo, Isabel bailaba ocho horas diarias
y comía una vez al día. Se puso delgada como sardina y ojerosa como un mapache,
le brincaron los pómulos y le crecieron los ojos, tenía el vientre plano como
un remanso de agua y los pechos firmes y pequeños como duraznos. El cuello se
le estiró junto con las piernas y sólo le quedaban los labios gruesos de su
abuela materna y la mirada oscura de los Arango como prueba irrefutable de que
aún era ella.
Así
pasaron casi tres años. La ciudad se dejaba vivir y para Isabel fue fácil
llenarse de amigos. No sólo entre sus compañeros de clases, que los tenía de
todos tipos: mujeres elocuentes y una minoría de hombres extraordinarios a los
que en un país de pistolas les había dado por bailar, sino entre los amigos de
esos amigos, casi siempre periodistas, poetas o pintores, pero también uno que
otro político y una que otra piruja.
Había
en su curso dos muchachos que hacían pareja, y se amaban o peleaban con la
misma fruición que marido y mujer. Cuando la cosa se ponía muy difícil uno de
ellos dejaba las lecciones con tal de no mirar al otro. Si estaban a punto de
una ruptura no iba ninguno de los dos. Isabel se hizo amiga del más joven, un
muchacho con la boca suave de una mujer y la hermosa espalda de un hombre. Un
muchacho de pies pequeños y piernas largas que cuando en los ensayos la tomaba
en sus brazos para alzarla al cielo inalcanzable de las bailarinas, le contaba
cómo sufría su corazón en vilo o cuál era la triste incertidumbre de sus
finanzas. Al terminar los cursos normales seguían las pláticas en el tranvía
que los llevaba hasta una clase de danza regional que no estaba en el programa
de la escuela, pero que igual les parecía imprescindible. El muchacho se llamaba
Pablo y era
un lector desordenado que iba
de Rubén Darío
a Flaubert y de Jorge Cuesta al barón de Humboldt. Se reunía a tomar
tragos con un grupo de hombres que le hubieran ganado la guerra de machos a
Pancho Villa y que se emborrachaban con decisión y desafuero cuatro de cada
siete días. Al principio porque sus ideas los obligaban a la tolerancia y
después por que aprendieron a quererlo, ellos aceptaban a Pablito en su mesa y
jamás hacían bromas sobre sus gustos de sexo y profesión. De vez en vez, hasta
iban a verlo bailar cuando se presentaba en público.
En
una de esas noches, que fue Javier Corzas, poeta y telegrafista, descubrió la
fiereza deslumbrante con que se movía Isabel Arango. Bailaba dentro de un
grupo, pero él pensó que era ella quien perfumaba el aire por el que iban
cruzando su precisa cintura, su espalda pequeña, sus brazos largos. En la
segunda mitad del programa, Isabel bailó una coreografía para ella sola que
había dependido de su propia inventiva. Era un tristísimo cantar mexicano que
cuenta los pesares de una mujer borracha que debe dejar su pueblo y su amor,
para irse a la ciudad siguiendo el destino de su patrón. Isabel empezó el canto
moviéndose con la finura un poco rígida que impone el ballet clásico, subida en
unos zapatos de puntas romas sobre las cuales giraba como una muñeca de cuerda,
presa de una incipiente borrachera. Luego, mientras seguía bailando se desató
los lazos que ataban sus zapatos a sus piernas y terminó por tirarlos lejos
mientras el juego de sus manos rompía la noche en dos y una luz le iluminaba el
gesto haciéndola parecer un sortilegio. La borrachita desgarró su vestido y
cayó al suelo donde su cuerpo se estremeció simulando la embriaguez más
acongojada y armoniosa que hubieran visto los ojos de aquel público. Los
últimos acordes la siguieron a perderse extendiendo los brazos desesperados
hacia un horizonte de nada.
Javier
Corzas se levantó antes que nadie y aplaudió arrebatado, seguro de que eso era
lo más estremecedor y desafiante que alguien había bailado nunca. Tras él
quienes llenaban el teatro demostraron estar de acuerdo con aquello que bien
podía llamarse un desafuero y lo aplaudieron hasta que Isabel se bajó del
escenario y corrió a buscar refugio entre los brazos de doña Prudencia, su
gorda y maternal casera. De ahí la separó el llamado de Pablo, a quien Corzas
le había exigido que lo llevara junto a ella.
—
¿De qué cielo caíste, mujer endiablada? —Dijo el poeta—. Bailas como una diosa.
Isabel
lo escuchó decir mientras le recorría el cuerpo con los ojos críticos que hasta
entonces usaba para mirar a los hombres cuando la elogiaban.
—¿Eres
periodista o político? —le preguntó.
—Soy
poeta y trabajo en telégrafos. Pero desde hoy me dedico a mirarte.
Isabel
sintió que hasta los volcanes estarían de acuerdo en que a ella le gustara
aquel hombre. Tenía los ojos de desamparo y las manos largas y fuertes. Una
sonrisa cínica y una voz de gitano. Semejante mezcla, lo presentía, era más
peli grosa que pacífica, pero no quiso sino rendírsele.
—Te invito a cenar hoy o a comer mañana —dijo
él como si ordenara.
—A
comer mañana —contestó ella aplazando la fiesta para darse el tiempo de gozar
esperándola.
Esa
noche se fue a dormir con una borrachera de euforia tan irrefutable como la que
había bailado. Era viernes. El sol del sábado la despertó hasta las once con el
pelo revuelto y el espíritu reticente. Ya no le parecía tan buena la idea de
irse a comer con un desconocido. Además, pensó, ese hombre en la cara lleva
escrito el "yo gano siempre y cuando pierdo arrebato".
—No
seas miedosa. Siempre es mejor el riesgo que el tedio —le dijo doña Prudencia
mientras la acompañaba a sorber su café.
—
¿Me lo aconsejas con tu nombre en la lengua? —preguntó Isabel.
—Con
todito mi nombre y mis presentimientos, que a veces valen más.
Isabel
le dio un beso y volvió a meterse en la cama. No conocía otro modo de exorcizar
el mal humor de la mañana, sino repetir el final de la noche y rogar porque el
siguiente amanecer fuera con el pie derecho.
Tuvo
suerte. Despertó a la una y media recordando sólo el buen gusto del éxito y
dispuesta a olvidarse del terror que tal éxito provocaba en el centro mismo de
sus entrañas. Ella estaba enseñada a trabajar en silencio, a bailar porque sí,
por el placer de hacerlo. El asunto de los aplausos, sobre todo esta vez que
habían sido sólo para ella, le daba más desazón que dicha.
Se
metió en un clásico vestido de talle largo y falda corta, y buscó los zapatos
con los que parecía andar de puntas. Doña Prudencia la revisó al cruzar la sala
y silbó para sus adentros.
—Que
la vida te guarde esa melena y esos hombros —le dijo. Luego la acompañó hasta
la puerta.
III
Javier
Corzas la vio salir con la luz del mediodía entre los ojos y pensó que sería
bueno abrazarla desde ya. Isabel extendió la mano fingiendo un aplomo que no
sentía y lo saludó con un gesto de la cabeza.
—¿Cómo
te amaneció, borrachita? —preguntó el poeta Corzas.
—Cruda
—dijo Isabel con la sonrisa a medias.
—Ahorita
te compongo con la mezcla infalible —prometió él tomándola del brazo.
Fueron
hasta un lugar, sobre la calle de Correo Mayor, que era al mismo tiempo comedor
y cantina. Se llamaba "La barca de oro" y tenía dos secciones.
Una
a la que sólo podían entrar los hombres que se nombraba "La barca", y
otra en la que se permitía la entrada con las mujeres, a quienes honraron
llamando "El oro".
Sin
preguntarle a Isabel, Corzas pidió dos cervezas, dos tequilas con limón y dos
vasos de ostiones.
—No
quiero hacer esa mezcla —dijo Isabel.
—¿Qué
otra cosa se podría esperar de una niña de su casa? —dijo el poeta.
Va
por tu salud —agregó antes de beberse el tequila de un trago. —Así es como la
gente se pierde las cosas buenas de la vida.
Por
puro prejuicio. ¿Qué, el tequila es de pobres, la cerveza de corrientes y los
ostiones del mar? ¿Por eso ni los pruebas? Allá tú. Pero nada más imagina de lo
que se pierde la gente que no come frijoles porque son negros. Pobre de ti, no
vas a pasar de señorita de provincia.
—De
señorita sí voy a pasar —dijo Isabel.
—Pues
no sé cómo, porque con esos ascos a lo viscoso.
—Chinga
a tu madre —dijo Isabel que al llegar a México había descubierto tan sonora
respuesta y la usaba con un gusto que le embellecía la boca. Se la enseñó su
amigo Pablito la primera tarde en que llegó furioso contra el novio, pero le
recomendó que no la dijera más que si quería pleito o tenía mucha confianza.
—
¿A chingadazos quieres que nos llevemos? —preguntó Corzas con la sonrisa como
un aguinaldo.
—No —contestó Isabel—. Ni te odio ni te tengo
tanta confianza.
—Pues
qué lástima —dijo el poeta—. La confianza y el odio son dos de los tres vicios
que genera el amor. Y eso sí que me gustaría provocarte.
—¿Cuál
es el tercer vicio? —preguntó Isabel fingiendo que no escuchaba la úl tima
frase.
—La
terquedad —dijo Corzas—. La más dañina.
—Y
a cambio de sus tres vicios, ¿le ves alguna virtud?
—Sí
—contestó el poeta—. Emborracha.
—¡Qué
horror! —dijo Isabel. Había bebido su tequila en dos tragos y lo sentía
abrasándole la garganta.
—Ni
digas, que tú de borracheras no sabes más que bailarlas.
—Mejor
—rió Isabel.
—No
seas rejega. Te ha de tocar bailar en otra parte. Es ley bailar de amores,
embriagarse, ir al cielo con zapatos y sin futuro, no tener miedo de morirse ni
de estar vivo.
—¿Es
ley? —preguntó Isabel.
—La
única ley tangible que conozco —dijo Corzas—. Es ley que de puro ena morado se
llegue a no sentir hambre, ni cansancio, a no tratar con el tiempo y sus
desmanes, a ser dueño de la luz y de la noche. Salud, mi niña, por todos los
amores que han de beber en ti, por la pena y la gloria que te esperan.
Isabel
quiso correr de ese hablador que le pronosticaba desgracias y fortunas mientras
decía intimidades como quien dice una estrofa del himno nacional. Pero no se
movió de su asiento y levantó su nueva copa para bebería.
—Salud
—dijo—, porque la vida sea más sobria de lo que te parece.
—Y
tan loca como quieres que sea —contestó él.
—¿Vamos
a pedir comida o sólo de borrachos pasaremos la tarde? —preguntó Isabel.
—Aquí
la comida llega con sólo pedir bebida —dijo Corzas señalando al mesero cargado
de tres cazuelas que se acercaba a su mesa.
Durante
las siguientes horas comieron, conversaron y bebieron hasta que la tarde los
alcanzó creyendo que se conocían desde siempre. Entonces se echaron a caminar
por el centro de la ciudad sin más tregua ni guía que su deseo de seguir
juntos. La pálida luz del crepúsculo los
encontró en el callejón de las tiendas
de antigüedades. Ahí
donde las joyas
y los simples
vejestorios convivían sin más diferencia que el gusto del cliente y el
capricho del vendedor.
Ahí
donde las cosas nunca tienen el mismo valor que su precio, y donde entonces
eran baratas porque la época despreciaba lo viejo imaginando que nada podía ser
más promisorio que el futuro.
Isabel
caminó por las tiendas entre objetos extraños, deleitándose con la extravagancia
de cuanto la rodeaba. Hasta que al entrar a un salón diminuto su cabeza golpeó
con las patas de una mecedora que estaba colgada del techo. Era una de esas
piezas de encino que tienen el respaldo y los barrotes labrados. Le faltaba un
barrote, pero en el cabezal tenía la cara de un viejo alegre, acorralado por su
mostacho y sus barbas.
—Debe
ser un buen consejero —dijo Isabel que había pedido que le mostraran la silla y
se deleitaba contemplándola.
—
¿Quién? —preguntó Corzas mientras pasaba un brazo por los hombros de Isabel.
—El
viejo este —contestó ella acariciando el respaldo.
—
¿Y tú para qué quieres un consejero?
—Digamos
que voy a querer un oyente —explicó Isabel—. Desde ahora, pero sobre todo
cuando sea vieja. Más aún si voy a emborracharme tanto como predices y
emborracharse depende tan poco de uno y si cada borrachera me puede hundir en
abismos y noches impredecibles.
—
¿Yo dije eso? Ya no me acuerdo. Casi siempre se me olvidan mis discursos, no
los tomes en cuenta —pidió él mientras metía sus dedos en la melena de Isabel
como si la peinara.
—Me
voy a comprar esta silla —dijo Isabel sacudiendo la cabeza como un potro
inquieto.
—
¿Ahora? —preguntó Corzas.
—Ahorita,
en este instante. Con el dinero que me pagaron ayer, con la ganancia de mi
primer borrachera y el compromiso de sentarme a conversar en ella cada vez que
esté cruda. Este viejo me va a oír —dijo acariciando el respaldo de la silla.
Luego se puso a regatear con el dueño de la tienda. Un hombre menos guapo y más
pestilente que el de la mecedora, buen conversador y mejor mar chante que entre
piropos y zalamerías aceptó el precio que Isabel quiso darle a su silla.
—Te
agradecería que me concedieras el honor de pagar tu vejestorio —pidió Corzas.
—De
ninguna manera. ¿No ves que me urge gastar el primer salario? Lo que sí acepto
es que funjas como padrino de mi encuentro con la silla que escuchará mis
crudas —dijo Isabel. Luego sacó de su bolsa el dinero y tras entregarlo dijo:
—Ahora
falta el ensalmo.
—¿Cuál
ensalmo? —preguntó Corzas.
—Uno
que yo me sé —contestó Isabel dirigiéndose hacia la pequeña plaza que habían
dejado dos calles atrás.
En
el camino le contó a Corzas la historia de una bisabuela suya que habiéndose
aburrido de más a lo largo de su vida, le heredó a su nieta, la madre de
Isabel, la mecedora en que se había sentado a recordar durante sus últimos
inviernos asturianos. Además de la silla le dejó un escrito que debía repetir
antes de usarla por primera vez y le hizo prometer que lo enseñaría a sus hijas
como quien les enseña la única oración necesaria de sus vidas.
Regida
por la culpa de no haber cargado hasta México con la mecedora de su abuela, la
madre de Isabel había memorizado el ensalmo y había hecho que lo memorizara su
única hija.
—Y
dice —comenzó Isabel detenida junto a la mecedora que Corzas puso sobre un
prado—: Yo, Isabel Arango Priede, me comprometo a vivir con intensidad y
regocijo, a no dejarme vencer por los abismos del amor, ni por el miedo que de
éste me caiga encima, ni por el olvido, ni siquiera por el tormento de una
pasión contradecida. Me comprometo a recordar, a conocer mis yerros, a bendecir
mis arrebatos. Me comprometo a perdonar los abandonos, a no desdeñar nada de
todo lo que me conmueva, me deslumbre, me quebrante, me alegre. Larga vida
prometo, larga paciencia,
historias largas. Y
nada abreviaré que
deba sucederme, ni la pena ni el éxtasis, para que cuando sea vieja
tenga como deleite la detallada historia de mis días.
IV
Tras
la última palabra de su conjuro, Isabel dio una vuelta sobre sí misma y
extendió una larga caravana frente a su mecedora.
Javier
Corzas había oído su juramento como quien oye un desvarío y la quiso besar sin
más preámbulo. Las mujeres encuentran asideros en todas partes, pensó, pero no
dijo una palabra. Isabel se había enderezado y él la tomó de la cintura y se
puso a besarla en mitad del parque oscureciendo. Ella tampoco dijo nada. Se
limitó a iniciar el cumplimiento de sus compromisos con el ensalmo.
Esa
noche volvió muy tarde a la casa de doña Prudencia. Cruzó de puntas el salón de
la entrada y cuando empezaba a subir la escalera oyó su voz saliendo del
comedor:
—¿Cómo
te fue mi querido ángel de la noche?
—Me
fue y me vino —respondió Isabel soltando la risa más permisiva de cuantas se
habían soltado en esa casa.
—Diablo
de criatura, ten cuidado con tu entrepierna.
—Justo
siento como estrellas ahí en medio.
—Conozco
ese síntoma y es más peligroso que los deseos de castidad —dijo doña Prudencia
persignándose—. Te recuerdo que estás aquí para ser bailarina. No vayas a
terminar con una panza como la de tu amiga Esther.
—Pobre
Esther, no hizo más que enamorarse —dijo Isabel.
—Sin
don, ni tino, ni cuidados —sentenció doña Prudencia—. Y en esto del amor hay
que usar la cabeza tanto como la entrepierna. Ven aquí que te doy unos consejos
—dijo, quitando del sillón la ropa que remendaba y abriendo un lugar para que
la muchacha se acomodara junto a ella.
Hablaron
hasta que la luz del amanecer encegueció sus ojos desvelados y luego se
quedaron dormidas una contra la otra. El día las despertó dos horas después.
Isabel brincó a bañarse y salió corriendo rumbo a su primera clase. Bailó toda
la mañana, ensimismada y misteriosa, provocando la curiosidad de Pablito
que
en el descanso de la primera hora se atrevió por fin a pedirle que se lo
contara todo por favor.
—Todavía
no tengo mucho que contar.
—No inventes —pidió Pablito—. Te lo ruego,
déjame vivir de prestado, cuéntame una historia de amor. ¿No ves que me está
secando el abandono?
—Te
puedo contar el preámbulo de una historia. No sé otra cosa.
—Claro
que sabes. ¿Qué presientes?
—La
gloria, pero sin paz —dijo Isabel.
—Mientras
no te dejen —suspiró Pablito. Respiraba por la herida de un imprevisto viaje de
su novio rumbo a Italia, dizque a estudiar, pero por todos sabido que siguiendo
el derrotero de un niño rico que se lo llevó a ver museos para besarlo bajo la
luz de otras lunas.
—Mejor
que se haya ido ese cabrón mentiroso.
Tan horrible que bailaba, tan feo
aliento que tenía —le dijo Isabel para distraerlo.
—¿Te
parece que tenía feo aliento? —preguntó Pablito a quien la falta de higiene lo
horrorizaba como pocas cosas.
—Aliento
de sapo —dijo Isabel, yendo hacia las barras porque iniciaba la siguiente
clase.
—Díscola.
No me contaste nada —se quejó Pablito.
—Cuando
haya que contar te cuento —prometió Isabel.
Los
meses que siguieron, la vida fue generosa para todos. Isabel dejó que Javier
Corzas le tomara la existencia, y Pablito escuchó entre clase y clase toda
suerte de milagros amorosos.
Al
principio cada descanso estaba lleno de anécdotas en torno al color de la luz
que había una tarde y lo frondoso de un ahuehuete en Chapultepec, hasta que el
mundo de Isabel se iluminó como ningún otro y Pablo consiguió llegar cerca
del penúltimo recoveco
de sus emociones
para enterarse de
cómo iban creciendo y complicándose.
—¿De
verdad te besa ahí?
—Y
también aquí —decía ella señalando lugares más escondidos.
—Me
das envidia.
—Yo
también me doy envidia —decía ella abriendo una risa de cometa.
Unas
vacaciones Isabel arrastró a Corzas hasta su puerto a conocer a los Arango y a
su mar. Como las cartas de su hija llegaban cada día más llenas de Javier el
poeta, cuando los Arango lo vieron aparecer con Isabel y la compañía de Prudencia
Migoya en calidad de
vigilante de recato, ellos lo recibieron
con la calidez conversadora que alegraba sus días. Los hermanos de
Isabel se habían casado como era debido y la casa frente a la estación del tren
tenía recámaras de sobra para las
visitas. Corzas y doña Prudencia
quedaron cada uno en un cuarto. Isabel
volvió al que nunca dejó de ser suyo. Ahí recibía todas las noches la visita
clandestina y por lo mismo más desatada que nunca de Javier Corzas y sus manos,
su quimera.
Durante
el día, el mar lució sus mejores brillos y el cielo no dejó cruzar una nube por
su impasible azul. En las mañanas, Prudencia Migoya se sentaba en la tienda a
conversar con los Arango hasta la hora de la comida, mientras Corzas y su
borrachita caminaban la playa para extenuarla, asoleándose como iguanas o
perdidos entre olas con las que jugaban abrazados incluso cuando alguna los
revolcaba.
—La
próxima vez que veamos venir una muy alta, no me sueltes —le pidió Isabel.
—No
seas loca. Nos ahoga. No se puede nadar uno sobre otro —dijo Corzas.
—Todo
se puede uno con otro. Anda —pidió ella— que nos maltrate lo que nos maltrate,
pero que no logre separarnos.
—Nos
va a lastimar —dijo él.
—Nada
nos puede lastimar —contestó ella negándose a soltarlo cuando la ola llegó
inmensa y los arrastró como si fueran caracolas, llevándolos hasta la orilla
entre golpes y raspones.
Con
una felicidad de pez, Isabel se rió del susto en los ojos de Corzas.
—Ven
aquí que te lamo la sal de los rasguños —le dijo.
—Te
puedes quedar sin piernas, borrachita —sermoneó Corzas acariciándole la cabeza
llena de arena.
—Pero
no sin las tuyas —dijo Isabel y se puso a
lamerle un raspón en el hombro.
Volvieron
a México tras una semana de amores en la sal, todavía más puestos uno en el
otro que al principio. Y la ciudad los cobijó con sus largos días de verano
lluvioso.
—La
tarde está entrada en sexo —decía Corzas cuando iba por ella a la academia. Y
como si no hubiera bailado toda la mañana, Isabel se desnudaba para una danza
de prodigios y desvaríos que duraba hasta muy entrada la noche. Después
caminaban desde la calle de Artes hasta la casa de Prudencia Migoya y la
entretenían con la ostentación de sus mutuas devociones y con el recuento de
sus varias esperanzas. Entre besos y mimos que a Prudencia le provocaban más
hilaridad y remembranzas que pudor, le iban contando las últimas noticias
mientras la acompañaban a beber su agua de tila. Javier Corzas escribió los
únicos poemas alegres de su vida y un editor arriesgado quiso publicárselos.
En
la academia de danza había un revuelo porque madame Girón, que cada vez era más
vieja y más sabia, decidió ir deshaciéndose de sus ahorros y gastaba en preparar
una función de gala, condescendía con Pablito y dos muchachas que siempre le
pagaban tarde y prometía un viaje para aquel de sus alumnos que demostrara ser
el mejor.
—Tú
lo vas a ganar —quiso intuir Prudencia Migoya cuando Isabel contó el asunto.
—Yo
no voy ni a buscarlo. Estoy feliz aquí, tengo todo por aprender, todo por
bailar y mucho que besar a mi alrededor —dijo acercando su boca a la sonrisa
con que la escuchaba Javier Corzas.
—Isabel,
niña, tú sigues teniendo avidez de virgen —opinó Prudencia Migo ya— Que la vida
te la guarde. No hay como desear lo que se tiene a la mano. — Y al revés
—contestó Isabel—. No hay como tener a la mano lo que se desea. Óyelo bien,
Corzas, "por ti contaría la arena del mar" —cantó abrazándolo como si
acabara de encontrárselo.
V
Agosto
llegó como el agua, inolvidable y diáfano. Los volcanes tuvieron nieve a
diario. Y a Isabel le parecieron más elocuentes que nunca. Una tarde subió con
Corzas a la azotea de su casa para mirarlos como si le urgiera preguntarles
algo antes de que la luz desvaneciéndose ciñera su estampa hasta
desaparecerlos.
—Cómo
te quiero, Corzas. Me doy miedo —dijo Isabel deteniéndose en él para tomarse un
pie con la mano y levantarlo junto con la pierna toda a la altura de su cabeza.
Luego giró sobre el otro pie hasta tenerlo enfrente y lo besó sin bajar la
pierna ni temblar—. ¿Me haces el amor? —preguntó.
—Estoy
a tus órdenes, niña —dijo Corzas.
Bajaron
corriendo al cuarto de Corzas, que era el cuarto de todos sus anochece res, a
dar guerra, leer poesía y murmurarse juramentos indescifrables. Cuatro horas
después, salieron a buscarse una cena con vino como dos camaradas agotados.
—Sabia
virtud de conocer el tiempo —sentenció Corzas de repente. Habían terminado de
cenar y bebían una última copa.
—¿Quién
dice eso? —preguntó Isabel.
—Un
amigo mío que fue capaz de hacer un soneto con la palabra tiempo.
—¿Qué
más dice?
"A
tiempo amar y desatarse a tiempo como dice el refrán dar tiempo al tiempo que
de amor y dolor alivia el tiempo."
—Ya
no sigas, no me gusta tu tono —le pidió Isabel.
—Me
voy a ir, borrachita —soltó Corzas.
—A
dónde que más valgas y cuándo regresas —dijo Isabel jugueteando.
—A
España. Me ofrecen un trabajo y la mejor comida del mundo. Calles que son como
zarzuelas, toreros como milagros y mujeres que bailan como diosas.
¿Qué
más puedo pedir?
Isabel
lo escuchó como quien oye una tormenta. ¿Quién era ese hombre? ¿De dónde sacaba
esa crueldad de fuego? ¿En dónde estaba el otro, el de hacía una hora, el de la
cama con locuras de apenas un rato antes?
—¿Y yo? —pudo decir—. ¿Me quieres explicar, yo
qué, de mí qué?
—Tú
aquí te quedas a seguir bailando. Y luego te vas de viaje.
—Yo
ni madres que me quedo aquí. Yo voy a donde tú vayas. Yo no quiero ser
bailarina, ni diosa, ni viajar a ninguna parte. Yo quiero sólo ser tu mujer o
tu sombra.
—No
digas más, borrachita. Te oyes fatal. Tú eres una bailarina, una mujer que se
basta a sí misma y una diosa aunque no quieras serlo. Pero yo no soy de amores
largos, ni de quedarme quieto, ni menos de llevarte por el mundo como si fueras
mi rabo. Mejor me voy ahora que nos queremos tanto, me voy antes de que le
lleguen los vicios a esto que nos ha salido tan bien. Ya nos tenemos demasiada
confianza, me voy a ir antes de que nos entren la terquedad o el odio.
Isabel
se soltó a llorar con las lágrimas que tenía guardadas para días que no había
imaginado. No le cabía en la cabeza, pero menos en la entraña que Javier Corzas
inventara irse de su vera. Que de la misma boca, con la misma lengua que apenas
le jugaba como un pez entre los dientes, le estuviera diciendo tantísima
crueldad como quien dice un padre nuestro.
—Estás
jugando ¿verdad? —le preguntó.
—No,
Isabel. Me estoy yendo. Ven, te acompaño a tu casa —dijo él levantándose.
Isabel
se quedó quieta un instante, mirándolo como si quisiera guardárselo.
Luego
se levantó en silencio y en silencio caminó hacia su casa.
—Hoy
no entro —dijo Corzas cuando ella abrió la puerta. Y fue lo último que de él
guardaron los oídos de ella.
Prudencia
Migoya la vio entrar desbaratándose en llanto y fingió la misma tranquilidad
que si la hubiera visto entrar cantando.
—¿Por
qué llora mi ángel? —dijo a sabiendas de que esa mujer no lloraría así más que
por el hombre que no había entrado tras ella como todas las noches.
—Se
quiere ir —dijo Isabel.
—¿A
dónde que más lo quieran? Apenas anoche te adoraba.
—Dice
que a un trabajo en España.
—Por favor, ¿quién le va a dar trabajo en
España a un telegrafista revuelto con poeta? De eso en España abunda.
—Pruden,
¿qué hice yo mal? ¿Qué le hace falta?
—Le
sobras tú, niña —dijo Prudencia Migoya jalándola de una mano para sentarla
junto a ella—. Cuando los hombres inventan irse de repente, cuando pasan sin
aviso de la adoración al desapego, es cuando ven a su mujer más crecida de lo
que soportan. A Corzas le pesa lo buena que eres en tu oficio, le sobra tu
avidez, tu certidumbre de que no hay imposibles, tu terquedad y hasta tu
certeza de que podrías vivir sin él.
—Mentira,
no puedo vivir sin él —dijo la niña Arango.
—Claro
que puedes. Y a eso le tiene pavor este hombre, al día en que te canses y lo
dejes. Prefiere irse él primero que quedarse a esperar cuándo te vas.
—¿Cómo
sabes eso? Yo no quiero ir a ningún lado —dijo Isabel recuperando las palabras.
—Una
parte de ti no quiere ir, la otra está yéndose hace rato. No bailas todo el día
para quedarte a zurcir los calcetines de Corzas. Ven a la cama. Mañana tienes
clases. Y no te preocupes, ellos nunca se van en el primer intento.
—Hablas
como si hubieras tenido más de un hombre —dijo Isabel permitiéndose una lenta
sonrisa.
—Niña,
yo como Rubén Darío, cuando temo estar triste bendigo mi suerte y re pito sin
culpa: "Plural ha sido la celeste historia de mi corazón". Anda, ven
a tu cama. Mañana con el sol veremos hasta siempre.
Por
primera vez en tres años, al día siguiente Isabel no tuvo ganas de ir a clases.
No había dormido sino un rato y al despertar sintió que el hueco bajo las costillas
con el que se fue a la cama, había crecido durante la noche hasta volverse un
abismo. Salió de su recámara en busca de las luces de Prudencia Migoya. La
encontró en la cocina calentando un poco de leche.
—Bébela
y corre si no quieres quedarte sin hombre y sin escuela —le ordenó extendiendo
el vaso con leche. Isabel lo bebió de un tirón y miró a Prudencia como si fuera
un hada madrina. Era gorda y firme, beligerante como un guerrero y cariñosa
como un pastel.
Usaba unos camisones
llenos de encajes
que hubieran parecido los de una abuelita común, si no fuera porque en
lugar de blancos eran de un rojo desorbitado.
—A
veces, de sólo mirarte me dan ganas de creer en Dios —le dijo Isabel dándole un
beso. Luego corrió a sus clases.
VI
Acostumbrada
a exigir puntualidad, después de dos retardos madame Girón suspendía para
siempre el derecho a tomar clases en su academia. De ahí que no entendiera la
tardanza de Isabel.
—Algo
terrible debió pasarle —dijo en su español gutural y cantariego.
—O
prodigioso —sugirió Pablo entornando los ojos.
—Nada que
la quite de
aquí puede ser
prodigioso —dijo la
madame disgustada. Era lunes, llovía.
Isabel entró como una flecha al principio de la segunda clase. Madame
Alice la miró con un reproche y no mostró compasión al notar sus ojos
atribulados, su gesto huidizo, su cuerpo en congoja. De sobra conocía ella
caras como ésa. Las había visto una y otra vez desbaratando la carrera de
mujeres que hubieran sido grandes bailarinas y en cambio fueron medianas madres
de familia. No les tenía piedad.
—Primer
y último aviso Isabel Arango. Este lugar es tu vida o te llevas tu vida a otra
parte. Endereza los hombros y párate como si nada te doliera.
—Pero
si todo me duele —dijo Isabel.
—Para
bien. El arte necesita una dosis de dolor. No nos cuentes tu pena. Menos si es
de amores. Vamos. Quinta posición. Misma rutina. Adelante.
La
música empezó a sonar como otra orden sobre los oídos de Isabel y ella la
siguió urgida de una cura. Había perdido toda la hora de calentamiento y sin
embargo podía levantar las piernas más alto que nunca y estirar la cintura como
si los hombros se los jalaran desde el cielo. Sus brazos alargados expresaban
tristeza y toda ella parecía un ensueño de cristal ardiente, bailando como si
no tuviera otro destino.
—¿Te
enojaste con Corzas? —le preguntó Pablito una hora después durante el breve
descanso.
—¿Él
te dijo algo? —preguntó Isabel.
—¿Él,
a qué horas? Me dices tú que estás bailando como nunca de bien, como si sólo
esto tuvieras.
—Sólo esto tengo —dijo Isabel—. A Corzas lo
invitaron a trabajar en España.
—Permíteme
que lo dude —dijo Pablito—. Yo lo que oí es que en telégrafos lo trasladan al
sureste y andaba como perro sin dueño queriendo hacerse rico para quitarte del
baile.
—Tú
estás loco, a él le gusta que yo baile —dijo Isabel.
—Un
rato, chula, no más un rato. Luego todos quieren cama y cocina caliente.
—Corzas
es distinto —dijo Isabel.
—Todos
son distintos hasta que se vuelven iguales —dijo Pablito pasándole un brazo por
la cintura a su desconsolada amiga.
La
maestra se detuvo en el centro del salón y aplaudió interrumpiendo los corrillos.
—Retomamos.
Isabel, concéntrate. Estás bailando muy bien como para distraerte —dijo madame
Girón haciendo el único elogio que alguna vez le habían escuchado sus alumnos
durante una clase. Nunca elogiaba a la hora de enseñar, corregía siempre y
cuando lograba que alguien interpretara su corrección haciendo las cosas como
ella las quería, dejaba salir un lacónico y extragutural "correcto".
Por eso, para Isabel, aquello de "estás bailando muy bien" fue como
un bálsamo. La siguiente hora y media bailó aún mejor que la anterior.
—Poquito
mejor que correcto —le dijo madame Girón antes de abandonar el salón.
Habían
terminado los ejercicios de ese día con una rutina en el suelo. Y ahí se
quedaron Isabel y Pablito tomados de la mano, curándose los mutuos abandonos.
Ahí los encontró cuchicheando Javier Corzas cuando apareció en busca de Isabel,
como todas las tardes de los últimos seis meses.
Al
verlo entrar ella rodó el cuerpo y quedó boca abajo, con la cara escondida entre
los brazos.
—¿Tan
rápido ya te quieres arrepentir de tus chingaderas? —le preguntó Pablo
levantándose de un salto y enfrentándolo con la gallardía de un soldado.
—Tú
no te metas, cabrón —le dijo Corzas empujándolo.
—Y
tú no me empujes, machito de mierda. ¿Qué te crees? Que se puede jugar con la
entraña de mi amiga como si yo no existiera. ¿Por qué le inventas que te vas a
España? ¿No tienes corazón para ser humilde y aceptar que sólo vas aquí a la
vuelta?
—¿Te quieres callar? —dijo Corzas—. Vámonos,
Isabel.
—¿A
España? —le preguntó Isabel sin moverse del suelo.
—A
donde quieras —contestó él tirándose junto a ella y abrazándola como si nada
hubiera dicho el día anterior.
—A
mirar los volcanes —dijo Isabel.
Luego
se levantó riendo, se puso la ropa encima de las mallas y sin quitarse los
zapatos de puntas siguió a Corzas rumbo a la casa en la calle de Artes, como si
la noche del día anterior hubiera sido una pesadilla olvidada.
—Adiós,
débil. Que sea para bien —le gritó Pablo desde la puerta.
No
subieron a ver los volcanes. En cambio pasaron la tarde yendo y viniendo por
sus cuerpos desolados como si llevaran siglos extrañándose.
—No
sé vivir sin ti —dijo Corzas, pasándole un dedo por la espalda—. Quiero que
vengas conmigo a donde se me ocurra.
—Todo
fuera como eso —dijo Isabel, metiendo su cabeza entre las piernas de Corzas.
Esa
noche no volvió a dormir a la casa de Prudencia Migoya. Le avisó que había
recuperado la fortuna y que no pensaba perderla. A la mañana siguiente faltó a
clases y también a la siguiente. Por una semana nadie supo de ellos. Pasaron
los días mirándose las
risas y las
noches caminando y
bebiendo hasta la madrugada.
—¿A
dónde te vas cuando bailas como si te perdieras? —le preguntó Corzas a las tres
de la mañana del sábado.
—A
la gloria —dijo Isabel evocadora.
—¿Y
qué tienes conmigo?
—Todo.
—Qué
terca eres, Isabel —dijo Corzas—. Déjame ir. Sálvate de mí.
—Métete
aquí y no me molestes —dijo Isabel llamándolo a la cama. Habían bebido de más y
de más también se quisieron esa noche. Cuando por fin el cansancio los
adormeció a uno en el otro, un gallo de pueblo cantó en mitad de la ciudad y
los pájaros empezaron su alboroto como si nada.
Isabel despertó por ahí de las doce con el sol
picándole los ojos. Encontró vacío el otro lado de la cama. Se acurrucó
diciéndose que Corzas había bajado a la calle por el periódico. Pero tras media
hora de espera, un susto le picó el ceño. Se levantó de un salto y caminó hacia
la mesa en que Corzas acostumbraba pasar horas leyendo. Le sorprendió un orden
que no había el día anterior. No estaba el tiradero de libros y cuadernos de
Corzas. En su lugar sólo había una caja de madera de olinalá. Isabel la abrió
con más curiosidad que aprensión. Dentro encontró el pañuelo de colores que le
habían comprado a una gitana el día que les predijo largos años de amor y felicidad,
dos servilletas en las que Corzas le había escrito poemas, el programa del
concierto en que estuvieron el viernes, un pedazo de pared desprendido del muro
de una capilla colonial cuando se besaban recargándose en él, dos caramelos. Y
una carta de Corzas pidiéndole perdón por irse sin ella.
Isabel
la leyó sin llorar una lágrima. Luego, se lavó la cara. Peinó sus cabellos en
desorden, cargó la caja y salió del cuarto como quien deja el cielo.
Llegó
a la casa de Prudencia Migoya por ahí de las tres de la tarde y la encontró
comiendo a solas en una mesa con platos y cubiertos para una persona más.
—¿Esperas
a alguien? —le preguntó Isabel.
—A
ti, mi diablo —dijo ella con una sonrisa grande como una casa de beneficencia
pública.
—Podría
yo suicidarme.
—Si
ese final merece tu historia —contestó Prudencia Migoya.
—¿Y cuál
otro? —preguntó Isabel,
dejando que unas
lágrimas gordas le cruzaran la cara.
—Yo
diría que quien ha merecido la dicha puede soportar la desgracia, y que toda
emoción santifica.
—Yo
no quiero santificarme —dijo Isabel, derrotada.
—Pero
quisiste el cielo. No hay cielo eterno. Ahora tienes que soportar el des falco
de perderlo. Pero la tierra también tiene sus encantos. Te voy a dar una
probadita de alguno.
Prudencia
Migoya se levantó a calentar una sopa de hongos y flores de cala baza. La puso
frente al duelo de Isabel con una cesta de tortillas y un cazo de salsa verde.
—No
llores y come un poco. No voy a dejar que te suicides de hambre. Te que da mucho por vivir.
—Tengo
ganas de morirme dijo Isabel empujando la sopa.
—Con
que tengas ganas de algo —le contestó Prudencia acercándole la cuchara a los
labios.
Isabel
probó un poco de caldo y luego volvió a llorar durante los dos meses que siguieron
a esa tarde. Lloraba camino a las clases y llorando bailaba todas las horas de
su rutina diaria. Llorando comía uno que otro bocado de los muchos que
Prudencia Migoya le acercó a la boca, llorando se iba a dormir y dormida soñó
que lloraba.
—Mientras
baile así, aunque llore así —dijo Madame Girón, sin mostrar piedad.
Prudencia
en cambio la consentía hasta llegar al extremo de cantarle en las no ches para
que se durmiera.
—No
hay como un arco iris cuando llueve —dijo una tarde abrazándola. Luego empezó a
planear una excursión hasta el pueblo de Amecameca en las faldas de los
volcanes.
Isabel
fue con ella como iba a todas partes, sonámbula y hermosa, llorando.
—Parecen
eternos —dijo tras una hora de contemplar los volcanes en silencio.
—Son
lo más cercano a la eternidad que conocemos —dijo Prudencia—. Ni tus lágrimas
van a durar tanto.
—Ni
mis lágrimas —aceptó Isabel. Había dejado de llorar hacía una hora—.
Espero
que ningún desamor sea tan largo. Pero mi breve paso por el cielo, ese sí que
duró tantísimo. Tengo a estos volcanes de testigos. Ninguna eternidad como la
mía.
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