Los Cuentos de Charles Perrault caperucita roja,el gato con botas,barba azul,las hadas
1.-caperucita roja
2.-el gato con botas
3.-barba azul
4.-las hadas
CAPERUCITA ROJA
Había una vez una niñita en un pueblo, la más bonita que jamás se
hubiera visto; su madre estaba enloquecida con ella y su abuela mucho más
todavía. Esta buena mujer le había mandado hacer una caperucita roja y le
sentaba tanto que todos la llamaban Caperucita Roja. Un día su madre, habiendo
cocinado unas tortas, le dijo.-Anda a ver cómo está tu abuela, pues me dicen
que ha estado enferma; llévale una torta y este tarrito de mantequilla.
Caperucita Roja partió en seguida a ver a su abuela que vivía en otro pueblo.
Al pasar por un bosque, se encontró con el compadre lobo, que tuvo muchas ganas
de comérsela, pero no se atrevió porque unos leñadores andaban por ahí cerca.
Él le preguntó a dónde iba. La pobre niña, que no sabía que era peligroso
detenerse a hablar con un lobo, le dijo:-Voy a ver a mi abuela, y le llevo una
torta y un tarrito de mantequilla que mi madre le envía.-¿Vive muy lejos?, le
dijo el lobo.-¡Oh, sí!, dijo Caperucita Roja, más allá del molino que se ve
allá lejos, en la primera casita del pueblo.-Pues bien, dijo el lobo, yo
también quiero ir a verla; yo iré por este camino, y tú por aquél, y veremos
quién llega primero. El lobo partió corriendo a toda velocidad por el camino
que era más corto y la niña se fue por el más largo entreteniéndose en coger
avellanas, en correr tras las mariposas y en hacer ramos con las florecillas
que encontraba. Poco tardó el lobo en llegar a casa de la abuela; golpea: Toc,
toc.
-¿Quién es?
-Es su nieta, Caperucita Roja, dijo el lobo, disfrazando la voz, le traigo
una torta y un tarrito de mantequilla que mi madre le envía.
La cándida abuela, que estaba en cama porque no se sentía bien, le
gritó:
-Tira la aldaba y el cerrojo caerá.
El lobo tiró la aldaba, y la puerta se abrió. Se abalanzó sobre la buena
mujer y la devoró en un santiamén, pues hacía más de tres días que no comía. En
seguida cerró la puerta y fue a acostarse en el lecho de la abuela, esperando a
Caperucita Roja quien, un rato después, llegó a golpear la puerta: Toc, toc.
-¿Quién es?
Caperucita Roja, al oír la ronca voz del lobo, primero se asustó, pero
creyendo que su abuela estaba resfriada, contestó:
-Es su nieta, Caperucita Roja, le traigo una torta y un tarrito de
mantequilla que mi madre le envía.
El lobo le gritó, suavizando un poco la voz:
-Tira la aldaba y el cerrojo caerá.
Caperucita Roja tiró la aldaba y la puerta se abrió. Viéndola entrar, el
lobo le dijo, mientras se escondía en la cama bajo la frazada:
-Deja la torta y el tarrito de mantequilla en la repisa y ven a
acostarte conmigo.
Caperucita Roja se desviste y se mete a la cama y quedó muy asombrada al
ver la forma de su abuela en camisa de dormir. Ella le dijo:
-Abuela, ¡qué brazos tan grandes tienes!
-Es para abrazarte mejor, hija mía.
-Abuela, ¡qué piernas tan grandes tiene!
-Es para correr mejor, hija mía.
Abuela, ¡qué orejas tan grandes tiene!
-Es para oír mejor, hija mía.
-Abuela, ¡que ojos tan grandes tiene!
-Es para ver mejor, hija mía.
-Abuela, ¡qué dientes tan grandes tiene!
-¡Para comerte mejor!
Y diciendo estas palabras, este lobo malo se abalanzó sobre Caperucita
Roja y se la comió.
MORALEJA
Aquí vemos que la adolescencia, en especial las señoritas, bien hechas,
amables y bonitas no deben a cualquiera oír con complacencia, y no resulta causa
de extrañeza ver que muchas del lobo son la presa. Y digo el lobo, pues bajo su
envoltura no todos son de igual calaña: Los hay con no poca maña, silenciosos,
sin odio ni amargura, que en secreto, pacientes, con dulzura van a la siga de
las damiselas hasta las casas y en las callejuelas; más, bien sabemos que los
zalameros entre todos los lobos ¡ay! son los más fieros.
EL GATO CON BOTAS
Un molinero dejó como única herencia a sus tres hijos, su molino, su
burro y su gato. El reparto fue bien simple: no se necesitó llamar ni al
abogado ni al notario. Habrían consumido todo el pobre patrimonio.
El mayor recibió el molino, el segundo se quedó con el burro, y al menor
le tocó sólo el gato. Este se lamentaba de su mísera herencia:
-Mis hermanos, decía, podrán ganarse la vida convenientemente trabajando
juntos; lo que es yo, después de comerme a mi gato y de hacerme un manguito con
su piel, me moriré de hambre.
El gato, que escuchaba estas palabras, pero se hacía el desentendido, le
dijo en tono serio y pausado:
-No debéis afligiros, mi señor, no tenéis más que proporcionarme una
bolsa y un par de botas para andar por entre los matorrales, y veréis que
vuestra herencia no es tan pobre como pensáis.
Aunque el amo del gato no abrigara sobre esto grandes ilusiones, le
había visto dar tantas muestras de agilidad para cazar ratas y ratones, como
colgarse de los pies o esconderse en la harina para hacerse el muerto, que no
desesperó de verse socorrido por él en su miseria.
Cuando el gato tuvo lo que había pedido, se colocó las botas y echándose
la bolsa al cuello, sujetó los cordones de ésta con las dos patas delanteras, y
se dirigió a un campo donde había muchos conejos. Puso afrecho y hierbas en su
saco y tendiéndose en el suelo como si estuviese muerto, aguardó a que algún
conejillo, poco conocedor aún de las astucias de este mundo, viniera a meter su
hocico en la bolsa para comer lo que había dentro. No bien se hubo recostado,
cuando se vio satisfecho. Un atolondrado conejillo se metió en el saco y el
maestro gato, tirando los cordones, lo encerró y lo mató sin misericordia.
Muy ufano con su presa, fuese donde el rey y pidió hablar con él. Lo
hicieron subir a los aposentos de Su Majestad donde, al entrar, hizo una gran
reverencia ante el rey, y le dijo:
-He aquí, Majestad, un conejo de campo que el señor marqués de Carabás
(era el nombre que inventó para su amo) me ha encargado obsequiaros de su
parte.
-Dile a tu amo, respondió el rey, que le doy las gracias y que me agrada
mucho.
En otra ocasión, se ocultó en un trigal, dejando siempre su saco
abierto; y cuando en él entraron dos perdices, tiró los cordones y las cazó a
ambas. Fue en seguida a ofrendarlas al rey, tal como había hecho con el conejo
de campo. El rey recibió también con agrado las dos perdices, y ordenó que le
diesen de beber.
El gato continuó así durante dos o tres meses llevándole de vez en
cuando al rey productos de caza de su amo. Un día supo que el rey iría a pasear
a orillas del río con su hija, la más hermosa princesa del mundo, y le dijo a
su amo:
-Sí queréis seguir mi consejo, vuestra fortuna está hecha: no tenéis más
que bañaros en el río, en el sitio que os mostraré, y en seguida yo haré lo
demás.
El marqués de Carabás hizo lo que su gato le aconsejó, sin saber de qué
serviría. Mientras se estaba bañando, el rey pasó por ahí, y el gato se puso a
gritar con todas sus fuerzas:
-¡Socorro, socorro! ¡El señor marqués de Carabás se está ahogando!
Al oír el grito, el rey asomó la cabeza por la portezuela y reconociendo
al gato que tantas veces le había llevado caza, ordenó a sus guardias que
acudieran rápidamente a socorrer al marqués de Carabás. En tanto que sacaban
del río al pobre marqués, el gato se acercó a la carroza y le dijo al rey que
mientras su amo se estaba bañando, unos ladrones se habían llevado sus ropas
pese a haber gritado ¡al ladrón! con todas sus fuerzas; el pícaro del gato las
había escondido debajo de una enorme piedra.
El rey ordenó de inmediato a los encargados de su guardarropa que fuesen
en busca de sus más bellas vestiduras para el señor marqués de Carabás. El rey
le hizo mil atenciones, y como el hermoso traje que le acababan de dar realzaba
su figura, ya que era apuesto y bien formado, la hija del rey lo encontró muy
de su agrado; bastó que el marqués de Carabás le dirigiera dos o tres miradas
sumamente respetuosas y algo tiernas, y ella quedó locamente enamorada.
El rey quiso que subiera a su carroza y
lo acompañara en el paseo. El gato, encantado al ver que su proyecto
empezaba a resultar, se adelantó, y habiendo encontrado a unos campesinos que
segaban un prado, les dijo:
-Buenos segadores, si no decís al rey que el prado que estáis segando es
del marqués de Carabás, os haré picadillo como carne de budín.
Por cierto que el rey preguntó a los segadores de quién era ese prado
que estaban segando.
-Es del señor marqués de Carabás, dijeron a una sola voz, puesto que la
amenaza del gato los había asustado.
-Tenéis aquí una hermosa heredad, dijo el rey al marqués de Carabás.
-Veréis, Majestad, es una tierra que no deja de producir con abundancia
cada año.
El maestro gato, que iba siempre delante, encontró a unos campesinos que
cosechaban y les dijo:
-Buena gente que estáis cosechando, si no decís que todos estos campos
pertenecen al marqués de Carabás, os haré picadillo como carné de budín.
El rey, que pasó momentos después, quiso saber a quién pertenecían los
campos que veía.
-Son del señor marqués de Carabás, contestaron los campesinos, y el rey
nuevamente se alegró con el marqués.
El gato, que iba delante de la carroza, decía siempre lo mismo a todos
cuantos encontraba; y el rey estaba muy asombrado con las riquezas del señor
marqués de Carabás.
El maestro gato llegó finalmente ante un hermoso castillo cuyo dueño era
un ogro, el más rico que jamás se hubiera visto, pues todas las tierras por
donde habían pasado eran dependientes de este castillo.
El gato, que tuvo la precaución de informarse acerca de quién era éste
ogro y de lo que sabia hacer, pidió hablar con él, diciendo que no había
querido pasar tan cerca de su castillo sin tener el honor de hacerle la
reverencia. El ogro lo recibió en la forma más cortés que puede hacerlo un ogro
y lo invitó a descansar.
-Me han asegurado, dijo el gato, que vos tenias el don de convertiros en
cualquier clase de animal, que podíais, por ejemplo, transformaros en león, en
elefante.
-Es cierto, respondió el ogro con brusquedad, y para demostrarlo, veréis
cómo me convierto en león.
El gato se asustó tanto al ver a un león delante de él que en un
santiamén se trepó a las canaletas, no sin pena ni riesgo a causa de las botas
que nada servían para andar por las tejas.
Algún rato después, viendo que el ogro había recuperado su forma
primitiva, el gato bajó y confesó que había tenido mucho miedo.
-Además me han asegurado, dijo el gato, pero no puedo creerlo, que vos
también tenéis el poder de adquirir la forma del más pequeño animalillo; por
ejemplo, que podéis convertiros en un ratón, en una rata; os confieso que eso
me parece imposible.
-¿Imposible?, repuso el ogro, ya veréis; y al mismo tiempo se transformó
en una rata que se puso a correr por el piso.
Apenas la vio, el gato se echó encima de ella y se la comió.
Entretanto, el rey que al pasar vio el hermoso castillo del ogro, quiso
entrar. El gato, al oír el ruido del carruaje que atravesaba el puente
levadizo, corrió adelante y le dijo al rey:
-Vuestra Majestad sea bienvenida al castillo del señor marqués de
Carabás.
-¡Cómo, señor marqués, exclamó el rey, este castillo también os
pertenece! Nada hay más bello que este patio y todos estos edificios que lo
rodean; veamos el interior, por favor.
El marqués ofreció la mano a la joven princesa y, siguiendo al rey que
iba primero, entraron a una gran sala donde encontraron una magnífica colación
que el ogro había mandado preparar para sus amigos que vendrían a verlo ese
mismo día, los cuales no se habían atrevido a entrar, sabiendo que el rey
estaba allí.
El rey, encantado con las buenas cualidades del señor marqués de
Carabás, al igual que su hija, que ya estaba loca de amor, viendo los valiosos
bienes que poseía, le dijo, después de haber bebido cinco o seis copas:
-Sólo dependerá de vos, señor marqués, que seáis mi yerno.
El marqués, haciendo grandes reverencias, aceptó el honor que le hacia
el rey; y ese mismo día se casó con la princesa. El gato se convirtió en gran
señor, y ya no corrió tras las ratas sino para divertirse.
MORALEJA
En principio parece ventajoso contar con un legado sustancioso recibido
en heredad por sucesión; más los jóvenes, en definitiva obtienen del talento y
la inventiva más provecho que de la posición.
OTRA MORALEJA
Si puede el hijo de un molinero en una princesa suscitar sentimientos tan
vecinos a la adoración, es porque el vestir con esmero, ser joven, atrayente y
atento no son ajenos a la seducción.
BARBA AZUL
Erase una vez un hombre que tenía hermosas casas en la ciudad y en el
campo, vajilla de oro y plata, muebles forrados en finísimo brocado y carrozas
todas doradas. Pero desgraciadamente, este hombre tenía la barba azul; esto le
daba un aspecto tan feo y terrible que todas las mujeres y las jóvenes le
arrancaban.
Una vecina suya, dama distinguida, tenía dos hijas hermosísimas. Él le
pidió la mano de una de ellas, dejando a su elección cuál querría darle.
Ninguna de las dos quería y se lo pasaban una a la otra, pues no podían
resignarse a tener un marido con la barba azul. Pero lo que más les disgustaba
era que ya se había casado varias veces y nadie sabía qué había pasado con esas
mujeres.
Barba Azul, para conocerlas, las llevó con su madre y tres o cuatro de
sus mejores amigas, y algunos jóvenes de la comarca, a una de sus casas de
campo, donde permanecieron ocho días completos. El tiempo se les iba en paseos,
cacerías, pesca, bailes, festines, meriendas y cenas; nadie dormía y se pasaban
la noche entre bromas y diversiones. En fin, todo marchó tan bien que la menor
de las jóvenes empezó a encontrar que el dueño de casa ya no tenía la barba tan
azul y que era un hombre muy correcto.
Tan pronto hubieron llegado a la ciudad, quedó arreglada la boda. Al
cabo de un mes, Barba Azul le dijo a su mujer que tenía que viajar a provincia
por seis semanas a lo menos debido a un negocio importante; le pidió que se
divirtiera en su ausencia, que hiciera venir a sus buenas amigas, que las
llevara al campo si lo deseaban, que se diera gusto.
-He aquí, le dijo, las llaves de los dos guardamuebles, éstas son las de
la vajilla de oro y plata que no se ocupa todos los días, aquí están las de los
estuches donde guardo mis pedrerías, y ésta es la llave maestra de todos los
aposentos. En cuanto a esta llavecita, es la del gabinete al fondo de la
galería de mi departamento: abrid todo, id a todos lados, pero os prohibo
entrar a este pequeño gabinete, y os lo prohíbo de tal manera que si llegáis a
abrirlo, todo lo podéis esperar de mi cólera.
Ella prometió cumplir exactamente con lo que se le acababa de ordenar; y
él, luego de abrazarla, sube a su carruaje y emprende su viaje.
Las vecinas y las buenas amigas no se hicieron de rogar para ir donde la
recién casada, tan impacientes estaban por ver todas las riquezas de su casa,
no habiéndose atrevido a venir mientras el marido estaba presente a causa de su
barba azul que les daba miedo.
De inmediato se ponen a recorrer las habitaciones, los gabinetes, los
armarios de trajes, a cual de todos los vestidos más hermosos y más ricos.
Subieron en seguida a los guardamuebles, donde no se cansaban de admirar la
cantidad y magnificencia de las tapicerías, de las camas, de los sofás, de los
bargueños, de los veladores, de las mesas y de los espejos donde uno se miraba
de la cabeza a los pies, y cuyos marcos, unos de cristal, los otros de plata o
de plata recamada en oro, eran los más hermosos y magníficos que jamás se
vieran. No cesaban de alabar y envidiar la felicidad de su amiga quien, sin
embargo, no se divertía nada al ver tantas riquezas debido a la impaciencia que
sentía por ir a abrir el gabinete del departamento de su marido.
Tan apremiante fue su curiosidad que, sin considerar que dejarlas solas
era una falta de cortesía, bajó por una angosta escalera secreta y tan
precipitadamente, que estuvo a punto de romperse los huesos dos o tres veces.
Al llegar á la puerta del gabinete, se detuvo durante un rato, pensando en la
prohibición que le había hecho su marido, y temiendo que esta desobediencia
pudiera acarrearle alguna desgracia. Pero la tentación era tan grande que no
pudo superarla: tomó, pues, la llavecita y temblando abrió la puerta del
gabinete.
Al principio no vio nada porque las ventanas estaban cerradas; al cabo
de un momento, empezó a ver que el piso se hallaba todo cubierto de sangre
coagulada, y que en esta sangre se reflejaban los cuerpos de varias mujeres
muertas y atadas a las murallas (eran todas las mujeres que habían sido las
esposas de Barba Azul y que él había degollado una tras otra).
Creyó que se iba a morir de miedo, y la llave del gabinete que había
sacado de la cerradura se le cayó de la mano. Después de reponerse un poco,
recogió la llave, volvió a salir y cerró la puerta; subió a su habitación para
recuperar un poco la calma; pero no lo lograba, tan conmovida estaba.
Habiendo observado que la llave del gabinete estaba manchada de sangre,
la limpió dos o tres veces, pero la sangre no se iba; por mucho que la lavara y
aún la resfregara con arenilla, la sangre siempre estaba allí, porque la llave
era mágica, y no había forma de limpiarla del todo: si se le sacaba la mancha
de un lado, aparecía en el otro.
Barba Azul regresó de su viaje esa misma tarde diciendo que en el camino
había recibido cartas informándole que el asunto motivo del viaje acababa de
finiquitarse a su favor. Su esposa hizo todo lo que pudo para demostrarle que
estaba encantada con su pronto regreso.
Al día siguiente, él le pidió que le devolviera las llaves y ella se las
dio, pero con una mano tan temblorosa que él adivinó sin esfuerzo todo lo que
había pasado.
-¿Y por qué, le dijo, la llave del gabinete no está con las demás?
-Tengo que haberla dejado, contestó ella allá arriba sobre mi mesa.
-No dejéis de dármela muy pronto, dijo Barba Azul.
Después de aplazar la entrega varias veces, no hubo más remedio que
traer la llave.
Habiéndola examinado, Barba Azul dijo a su mujer:
-¿Por qué hay sangre en esta llave?
-No lo sé, respondió la pobre mujer, pálida corno una muerta.
-No lo sabéis, repuso Barba Azul, pero yo sé muy bien. ¡Habéis tratado
de entrar al gabinete! Pues bien, señora, entraréis y ocuparéis vuestro lugar
junto a las damas que allí habéis visto.
Ella se echó a los pies de su marido, llorando y pidiéndole perdón, con
todas las demostraciones de un verdadero arrepentimiento por no haber sido
obediente. Habría enternecido a una roca, hermosa y afligida como estaba; pero
Barba Azul tenía el corazón más duro que una roca.
-Hay que morir, señora, le dijo, y de inmediato.
-Puesto que voy a morir, respondió ella mirándolo con los ojos bañados
de lágrimas, dadme un poco de tiempo para rezarle a Dios.
-Os doy medio cuarto de hora, replicó Barba Azul, y ni un momento más.
Cuando estuvo sola llamó a su hermana y le dijo:
-Ana, (pues así se llamaba), hermana mía, te lo ruego, sube a lo alto de
la torre, para ver si vienen mis hermanos, prometieron venir hoy a verme, y si
los ves, hazles señas para que se den prisa.
La hermana Ana subió a lo alto de la torre, y la pobre afligida le
gritaba de tanto en tanto;
-Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
Y la hermana respondía:
-No veo más que el sol que resplandece y la hierba que reverdece.
Mientras tanto Barba Azul, con un enorme cuchillo en la mano, le gritaba
con toda sus fuerzas a su mujer:
-Baja pronto o subiré hasta allá.
-Esperad un momento más, por favor, respondía su mujer; y a continuación
exclamaba en voz baja: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
Y la hermana Ana respondía:
-No veo más que el sol que resplandece y la hierba que reverdece.
-Baja ya, gritaba Barba Azul, o yo subiré.
-Voy en seguida, le respondía su mujer; y luego suplicaba: Ana, hermana
mía, ¿no ves venir a nadie?
-Veo, respondió la hermana Ana, una gran polvareda que viene de este
lado.
-¿Son mis hermanos?
-¡Ay, hermana, no! es un rebaño de ovejas.
-¿No piensas bajar? gritaba Barba Azul.
-En un momento más, respondía su mujer; y en seguida clamaba: Ana,
hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
Veo, respondió ella, a dos jinetes que vienen hacia acá, pero están muy
lejos todavía... ¡Alabado sea Dios! exclamó un instante después, son mis
hermanos; les estoy haciendo señas tanto como puedo para que se den prisa.
Barba Azul se puso a gritar tan fuerte que toda la casa temblaba. La
pobre mujer bajó y se arrojó a sus pies, deshecha en lágrimas y enloquecida.
-Es inútil, dijo Barba Azul, hay que morir.
Luego, agarrándola del pelo con una mano, y levantando la otra con el
cuchillo se dispuso a cortarle la cabeza. La infeliz mujer, volviéndose hacia
él y mirándolo con ojos desfallecidos, le rogó que le concediera un momento
para recogerse.
-No, no, dijo él, encomiéndate a Dios; y alzando su brazo...
En ese mismo instante golpearon tan fuerte a la puerta que Barba Azul se
detuvo bruscamente; al abrirse la puerta entraron dos jinetes que, espada en
mano, corrieron derecho hacia Barba Azul.
Este reconoció a los hermanos de su mujer, uno dragón y el otro
mosquetero, de modo que huyó para guarecerse; pero los dos hermanos lo
persiguieron tan de cerca, que lo atraparon antes que pudiera alcanzar a salir.
Le atravesaron el cuerpo con sus espadas y lo dejaron muerto. La pobre mujer
estaba casi tan muerta como su marido, y no tenía fuerzas para levantarse y
abrazar a sus hermanos.
Ocurrió que Barba Azul no tenía herederos, de modo que su esposa pasó a
ser dueña de todos sus bienes. Empleó una parte en casar a su hermana Ana con
un joven gentilhombre que la amaba desde hacía mucho tiempo; otra parte en
comprar cargos de Capitán a sus dos hermanos; y el resto a casarse ella misma
con un hombre muy correcto que la hizo olvidar los malos ratos pasados con
Barba Azul.
MORALEJA
La curiosidad, teniendo sus encantos, a menudo se paga con penas y con llantos;
a diario mil ejemplos se ven aparecer.
Es, con perdón del sexo, placer harto menguado; no bien se experimenta
cuando deja de ser; y el precio que se paga es siempre exagerado.
OTRA MORALEJA
Por poco que tengamos buen sentido y del mundo conozcamos el tinglado, a
las claras habremos advertido que esta historia es de un tiempo muy pasado; ya
no existe un esposo tan terrible, ni capaz de pedir un imposible, aunque sea
celoso, antojadizo. Junto a su esposa se le ve sumiso y cualquiera que sea de
su barba el color, cuesta saber, de entre ambos, cuál es amo y señor.
LAS HADAS
Érase una viuda que tenía dos hijas; la mayor se le parecía tanto en el
carácter y en el físico, que quien veía a la hija, le parecía ver a la madre.
Ambas eran tan desagradables y orgullosas que no se podía vivir con ellas. La
menor, verdadero retrato de su padre por su dulzura y suavidad, era además de
una extrema belleza. Como por naturaleza amamos a quien se nos parece, esta
madre tenía locura por su hija mayor y a la vez sentía una aversión atroz por
la menor. La hacía comer en la cocina y trabajar sin cesar.
Entre otras cosas, esta pobre niña tenía que ir dos veces al día a buscar
agua a una media legua de la casa, y volver con una enorme jarra llena.
Un día que estaba en la fuente, se le acercó una pobre mujer rogándole
que le diese de beber.
-Como no, mi buena señora, dijo la hermosa niña.
Y enjuagando de inmediato su jarra, sacó agua del mejor lugar de la
fuente y se la ofreció, sosteniendo siempre la jarra para que bebiera más
cómodamente. La buena mujer, después de beber, le dijo:
-Eres tan bella, tan buena y, tan amable, que no puedo dejar de hacerte
un don (pues era un hada que había tomado la forma de una pobre aldeana para
ver hasta donde llegaría la gentileza de la joven). Te concedo el don,
prosiguió el hada, de que por cada palabra que pronuncies saldrá de tu boca una
flor o una piedra preciosa.
Cuando la hermosa joven llegó a casa, su madre la reprendió por regresar
tan tarde de la fuente.
-Perdón, madre mía, dijo la pobre muchacha, por haberme demorado; y al
decir estas palabras, le salieron de la boca dos rosas, dos perlas y dos
grandes diamantes.
-¡Qué estoy viendo!, dijo su madre, llena de asombro; ¡parece que de la
boca le salen perlas y diamantes! ¿Cómo es eso, hija mía?
Era la primera vez que le decía hija.
La pobre niña le contó ingenuamente todo lo que le había pasado, no sin
botar una infinidad de diamantes.
-Verdaderamente, dijo la madre, tengo que mandar a mi hija; mirad,
Fanchon, mirad lo que sale de la boca de vuestra hermana cuando habla; ¿no os
gustaría tener un don semejante? Bastará con que vayáis a buscar agua a la
fuente, y cuando una pobre mujer os pida de beber, ofrecerle muy gentilmente.
-¡No faltaba más! respondió groseramente la joven, ¡ir a la fuente!
-Deseo que vayáis, repuso la madre, ¡y de inmediato!
Ella fue, pero siempre refunfuñando. Tomó el más hermoso jarro de plata
de la casa. No hizo más que llegar a la fuente y vio salir del bosque a una
dama magníficamente ataviada que vino a pedirle de beber: era la misma hada que
se había aparecido a su hermana, pero que se presentaba bajo el aspecto y con
las ropas de una princesa, para ver hasta dónde llegaba la maldad de esta niña.
-¿Habré venido acaso, le dijo esta grosera mal criada, para daros de
beber? ¡justamente, he traído un jarro de plata nada más que para dar de beber
a su señoría! De acuerdo, bebed directamente, si
queréis.
-No sois nada amable, repuso el hada, sin irritarse; ¡está bien! ya que
sois tan poco atenta, os otorgo el don de que a cada palabra que pronunciéis,
os salga de la boca una serpiente o un sapo.
La madre no hizo más que divisarla y le gritó:
-¡Y bien, hija mía!
-¡Y bien, madre mía! respondió la malvada echando dos víboras y dos
sapos.
-¡Cielos!, exclamó la madre, ¿qué estoy viendo? ¡Su hermana tiene la
culpa, me las pagará! y corrió a pegarle.
La pobre niña arrancó y fue a refugiarse en el bosque cercano. El hijo
del rey, que regresaba de la caza, la encontró y viéndola tan hermosa le
preguntó qué hacía allí sola y por qué lloraba.
-¡Ay!, señor, es mi madre que me ha echado de la casa.
El hijo del rey, que vio salir de su boca cinco o seis perlas y otros
tantos diamantes, le rogó que le dijera de dónde le venía aquello. Ella le
contó toda su aventura.
El hijo del rey se enamoró de ella, y considerando que semejante don
valía más que todo lo que se pudiera ofrecer al otro en matrimonio, la llevó
con él al palacio de su padre, donde se casaron.
En cuanto a la hermana, se fue haciendo tan odiable, que su propia madre
la echó de la casa; y la infeliz, después de haber ido de una parte a otra sin
que nadie quisiera recibirla, se fue a morir al fondo del bosque.
MORALEJA
Las riquezas, las joyas, los diamantes son del ánimo influjos
favorables, Sin embargo los discursos agradables son más fuertes aun, más
gravitantes.
OTRA MORALEJA
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