100 MITOS DE LA HISTORIA DE MÉXICO 1 Francisco Martín Moreno parte4
MIGUEL HIDALGO, EL
PADRE DE LA PATRIA
A
ti y a mí, querido lector, nos engañaron en la escuela: el verdadero padre de
nuestra patria no es Miguel Hidalgo y Costilla..., ese honor le pertenece a
Matías Monteagudo, un hombre que casi nunca aparece en los libros de historia.
Hidalgo, a pesar de que inició su guerra al amparo del estandarte de la virgen
de Guadalupe, fue fusilado el 30 de julio de 1811, apenas unos meses después de
comenzada la rebelión, la cual estalló porque Fernando VII había sido depuesto
del trono por Napoleón Bonaparte. Inclusive, Miguel Hidalgo, a diferencia de
José María Morelos y Pavón, en los primeros momentos de la lucha no demandaba
el rompimiento con la España monárquica: él se levantó en armas proclamando:
“Viva la Religión. Viva nuestra Madre Santísima de Guadalupe. Viva Fernando VII.
Viva América y muera el mal gobierno”. En realidad fue Agustín de Iturbide
quien consumó la independencia de México gracias al patrocinio político,
económico y militar de Monteagudo y por ende, de la iglesia católica—, un hecho que ocurrió
cuando hidalgo ya tenía diez años de muerto. Matías Monteagudo es el padre de
la patria... Él y un grupo de sacerdotes pertenecientes al altísimo clero
fueron los que finalmente rompieron con España y lograron la independencia, y
para ello contaron con el apoyo de latifundistas, magnates del comercio,
militares de alto rango, distinguidos integrantes de la magistratura, criollos
destacados, funcionarios y burócratas sobresalientes, todos ellos deseosos de
conservar su patrimonio y sus privilegios políticos. Al pueblo se le concedería
el crédito de haber promovido y logrado la independencia... aunque la verdad es
que ésta se pactó en el interior de las sacristías, en particular en el templo
de La Profesa, en una serie de reuniones celebradas en 1820...En aquellas
juntas, presididas por el doctor y canónigo Matías Monteagudo —conocido por su
lealtad a la corona y por sus deslumbrantes títulos de rector de la Real
Universidad Pontificia, director de la Casa de Ejercicios de La Profesa y
consultor de la Inquisición cuando se sentenció a muerte a Morelos en 1815, se
reunían el regente de la Real Audiencia Miguel Bataller, el ex inquisidor José
Tirado y otras personalidades, quienes contaban con el apoyo velado del virrey
Juan Ruiz de Apodaca. El objetivo de las juntas era preciso: crear una
confabulación armada en contra de la España liberal, que sería llevada a cabo
por el grupo más reaccionario de la sociedad, un conjunto de personajes
fanáticamente adictos a la monarquía absoluta y a la iglesia católica.
Para
Monteagudo —al igual que para la alta jerarquía eclesiástica de la Nueva España
las disposiciones liberales de la Constitución de Cádiz eran inadmisibles, y
por eso habían escandalizado tanto a la iglesia católica de la península como a
la de sus colonias. Para ellos era inaceptable que desapareciera, la
Inquisición, que se aboliera el fuero eclesiástico, que se redujera el valor de
los diezmos, que se subastaran los bienes del clero y que se permitiera la
libertad de imprenta j de prensa mucho menos la libertad de conciencia. La
iglesia católica nunca aceptaría una disminución de sus ingresos y tampoco se
resignaría a la pérdida de su influencia y del poder político y militar que
había disfrutado durante los trescientos años de dominación española. Sin
embargo, la preocupación de Monteagudo por conservar los bienes y el poder de
la iglesia no era infundada: el 7 de marzo de 1820 Fernando VII había sido
obligado a jurar la Constitución de Cádiz y el liberalismo amenazaba con
convertirse en una realidad. En la Nueva España se consideraba que la
Constitución de Cádiz, en la parte relativa a la iglesia católica, había sido
redactada por Satanás, encarnado en diputado constituyente, y por lo tanto,
ante la insistencia de la metrópoli de imponer en sus colonias semejantes
leyes, tenía que organizarse la oposición echando mano de la violencia, o
incluso promoviendo la independencia, para que ningún mandamiento de la
península afectara la paz y la concordia reinantes... Si tuviera que estallar
un movimiento de rebeldía, éste habría de surgir como una respuesta del clero
ante la posibilidad de perder sus privilegios y su sagrado patrimonio.
Monteagudo, como puede suponerse, se oponía a cualquier germen de democracia, a
la representación popular, porque —según él— el poder dimanaba de dios y recaía
en un soberano, al que la iglesia coronaba para someterlo a sus designios. Por
ello, antes de las reuniones celebradas a puerta cerrada, Monteagudo le propuso
al virrey la anulación de la Constitución de Cádiz, pero Apodaca ya había
decidido publicarla y ponerla en vigor. La situación poli tica del virrey no
podía estar más comprometida: si juraba la Constitución de Cádiz, como ya lo
había hecho Fernando VII, se echaría encima a la iglesia católica y al
ejército, y si no lo hacía, sucumbiría ante la presión de los sectores liberales,
como los masones y los comerciantes, entre otros grupos influyentes. Matías
Monteagudo optó por ignorar a la máxima autoridad virreinal y recurrir a su
iglesia en busca de protección. No sería la primera ocasión en que el alto
clero católico se impusiera a los virreyes reacios a aceptar su divina
potestad. Así, el canónigo afirmó que la única manera de salvar a Nueva España
de la contaminación liberal de la metrópoli consistía en cortar todo nexo con
ella, es decir, había que proclamar la independencia. Monteagudo no era ajeno a
las lides políticas: ya había derrocado al virrey Iturriaga y lo había
encarcelado en 1808, cuando éste exigió la independencia al producirse la
invasión francesa a España, y años después había ordenado fusilar a Morelos...
Sólo que esta vez el ilustre canónigo había cambiado de bando. Precisamente
Monteagudo, quien había ordenado perseguir, mutilar y matar (exigiendo que
fueran tratados como herejes) a aquellos que insistieran en impulsar el
movimiento de independencia, ahora promovía el rompimiento definitivo con
España, pero no por las razones republicanas y políticas de los heroicos
insurgentes, sino para proteger a los de su clase y a la institución religiosa
que él y sus interlocutores representaban por ministerio de dios. No debe
perderse de vista que los ingresos de la iglesia católica eran iguales o
superiores a los del Estado español. Por ello Monteagudo subrayaba algunos
aspectos inadmisibles de las nuevas leyes emitidas en la España liberal, corno
la expropiación de los bienes del Señor, la reducción de un convento de cada
orden por cada población, la abolición de la Inquisición, la secularización de
las instituciones de beneficencia y la desaparición de los fueros eclesiástico
y militar. Así, Monteagudo propuso que la iglesia y los hombres más
retardatarios de la colonia se unieran al ejército para evitar la imposición de
la Constitución de Cádiz. Incluso, el jerarca eclesiástico planteó que se
excomulgara a quienes se atrevieran a jurar la Carta Magna de 1812. La postura
del verdadero padre de nuestra patria puede resumirse en una sola frase de
Iturbide: “La independencia de la Nueva España se justifica sólo para proteger
a la religión católica”. Para Monteagudo, la independencia auspiciada por la
jerarquía eclesiástica era más que posible: la iglesia católica tenía una mejor
estructura que el gobierno: diez diócesis, una más poderosa que la otra, mil
parroquias y casi trescientos conventos y monasterios. Asimismo, la iglesia de
Cristo, además de contar con policía secreta y con sótanos de tortura,
controlaba los hospitales, las escuelas, los orfanatos y hasta las prisiones.
También disponía de un ejército burocrático que administraba el Imperio de las
Limosnas y un presupuesto varias veces mayor que el de la propia Nueva España.
De este modo, Monteagudo, quien en ningún momento se apeó de su papel de líder
del distinguido grupo de eclesiásticos, condujo la reunión con tal maestría que
llevó a los asistentes al objetivo que él anhelaba: la independencia, que
garantizaría la continuidad de la posesión de la riqueza, del poder y de las
prebendas de la iglesia católica. Sin embargo, y a pesar de este primer
acuerdo, aún quedaba un problema por resolver: ¿quién ejecutaría militarmente
la independencia? Se barajaron varios nombres y diversas posibilidades, hasta
que Monteagudo se sacó una carta de la manga y puso sobre la mesa el nombre del
candidato para ser ungido como jefe de la independencia: [Agustín de Iturbide!
A muchos de los asistentes no les convenció esta propuesta: Iturbide había sido
acusado de cometer fraudes en contra del ejército, y según algunos de los
presentes era un hombre corrupto y sanguinario; resultaba imposible depositar
en él su confianza. Incluso, el militar había sido acusado de ordenar
fusilamientos innecesarios y saqueos salvajes en las poblaciones por donde
había pasado en persecución de los insurgentes. Para colmo de males, Iturbide
tenía como amante a la famosa “Güera” Rodríguez, lo cual sería sólo un pecado
venial si no fuera porque, además, estaba casado con doña Ana María de Duarte,
con quien había procreado varios hijos. No obstante, Monteagudo volvió a la
carga para mostrar los méritos de su candidato: Iturbide había derrotado a
Morelos en el sitio de Valladolid; además —quizá se preguntó en voz alta:
¿quién puede guardar las formas en una guerra y evitar los fusilamientos y el
salvajismo? Luego señaló que el propio virrey—quien había destituido a Iturbide
por supuestos actos de corrupción no sólo lo repuso en su cargo, sino que le
concedió uno de mayor jerarquía. Una vez acordado el papel de Agustín de
Iturbide, la decisión histórica fue tomada finalmente: ¡México rompería con
España! La independencia era un hecho, y se consumaría con sólo un par de
tiros. La participación de Vicente Guerrero, según Monteagudo, se justificaba
para cubrir las apariencias y presentar algunas batallas con el fin de lograr
públicamente la conquista de la libertad. El virrey Apodaca, en el fondo,
apoyaba el movimiento, y no se lanzaría en contra de Iturbide para atraparlo,
encarcelarlo, juzgarlo, fusilarlo y decapitarlo, como había ocurrido con los
primeros insurrectos, amantes de la libertad. Se haría de la vista gorda, muy
gorda... pondría a Iturbide fuera de la ley sólo para cubrir las apariencias.
Para todo efecto, la única realidad era que finalmente nos emanciparíamos de
España y que la iglesia conservaría su patrimonio y sus privilegios. Así,
después de varios encuentros armados sin mayor trascendencia militar entre
Iturbide y las tropas insurgentes encabezadas por Guerrero como los de Tlataya
y Espinazo del Diablo, el futuro emperador de México, brazo armado del clero,
decidió cambiar la estrategia militar por la diplomática. Iturbide se acercó a
Guerrero, a Bravo y a Guadalupe Victoria a través de sus cabilderos. Ya no
recurriría a las armas para imponerse, sino a los verbos y los adjetivos. En un
principio, Guerrero se negó a sostener conversaciones con un capitán realista.
Guadalupe Victoria tampoco había sido derrotado en el campo de batalla, nunca
se había rendido; y lo mismo ocurría con Nicolás Bravo. Sin embargo, luego de
muchos esfuerzos, las conversaciones se llevaron a cabo y en ellas Iturbide se
abstuvo de mencionar las condiciones impuestas en forma encubierta por el alto
clero. Guerrero aceptó sus planes: se creó un ejército conjunto, se propuso la
formación de un Congreso, se acordó el mantenimiento de los vínculos con España
y se pactó la subsistencia de los privilegios eclesiásticos. Por supuesto,
también se mantendría d fuero del clero y de los militares. Iturbide no se
detuvo en sus promesas: juró la absoluta independencia de España por razones
que jamás le confesó a Guerrero y propuso la adopción de una monarquía moderada
de acuerdo con una Constitución Imperial Mexicana, la cual se promulgaría en el
futuro, e invitaría a Fernando VII o alguien de su dinastía para gobernar el
nuevo país. Las instrucciones de Monteagudo se ejecutaron a la perfección. De
esta manera, ambos líderes sellaron el histórico pacto con el Abrazo de
Acatempan, mientras las tropas insurgentes y realistas arrojaban al piso los
mosquetes y las espadas. México, finalmente, sería libre. Las élites del nuevo
país celebraron la independencia con bombo y platillo: el ejército, los
comerciantes, el clero y la nobleza criolla y peninsular festejaron
escandalosamente la firma del Plan de Iguala, pues en él se hacía constar la
independencia y se establecía la exclusividad de la religión católica, ‘sin
tolerancia de otra alguna”. ¿El clero? Satisfecho, satisfechísimo. Ya sólo
faltaba suscribir los Tratados de Córdoba el 24 de septiembre de 1821 y
presenciar el desfile del Ejército Trigarante por las calles de la ciudad de
México el día 27 de ese mismo mes, un ejército integrado principalmente por
soldados realistas. ¿Y los rebeldes, los insurgentes? Claro que asistieron al
desfile, pero obviamente su número era insignificante. Desfilaron y gritaron
vivas por la libertad los mismos que estaban obligados a impedir con las armas
el éxito de los rebeldes. Cualquiera hubiera entendido una marcha de
insurgentes, ¿no?... pero ¿cómo aceptar un desfile encabezado por aquellos que
habían fusilado a Hidalgo, a Allende y a Morelos? El ejército realista, enemigo
de las causas republicanas y liberales, defensor a ultranza de la colonia y de
la dependencia de España, ¿festejaba el final del virreinato y celebraba
jubiloso el nacimiento del México nuevo? ¿Qué estaba detrás de este enorme
teatro?, pues un gran egoísmo para defender los privilegios y las riquezas de
la iglesia católica. Nuestra independencia política era lo de menos...
LOS SACERDOTES
DEFENDIERON A LOS INDÍGENAS
La
jerarquía católica siempre ha insistido en reescribir nuestra historia para así
ocultar sus crímenes, sabotajes y atentados en contra de la República y de la
sociedad: las acciones del Santo Oficio, la Alianza con los ejércitos
invasores, el financiamiento de tropas en contra de nuestra patria, la
imposición o el derrocamiento de gobernantes, lo mismo que su inigualable
avaricia y su siniestra participación política, son páginas que aún están por
escribirse y precisamente uno de los mitos más interesantes que ha creado dicha
institución es el papel de salvadores que los sacerdotes jugaron durante los
trescientos años de vida colonial. En los libros de texto, supuestamente
laicos, se afirma que todos los siervos de dios hicieron hasta lo imposible por
salvar a los indígenas de la crueldad de conquistadores y encomenderos, o que
dedicaron sus esfuerzos a la educación y al auxilio de los necesitados. Esta
generalización debe objetarse: no todos los sacerdotes católicos fueron
gentiles protectores de los indígenas: si bien es cierto que algunos clérigos
protegieron a los naturales del Muevo Mundo (como De las Casas o Vasco de
Quiroga), la mayoría contribuyó a su embrutecimiento, a su explotación y a
infundirles terror a través de cualquier medio posible, con el único fin de
engordar los bolsillos de la jerarquía, un hecho que los historiadores
mercenarios trataron de ocultar creando diversos mitos.
UN ROSARIO DE HORRORES
Fray
Juan de Zumárraga, el primer obispo de la Nueva España, escribía a Carlos V
asegurando, a propósito de los primeros evangelizadores, que “se ha seguido muy
poco provecho en lo espiritual; porque se ve a las claras, que todos pretenden
henchir las bolsas y volverse a Castilla”. No olvidemos que el propio Zumárraga
ejerció el cargo de inquisidor apostólico de 1536 a 1548, año en que murió, y
que “estaba convencido según señala Richard Greenleaf en La Inquisición en
Nueva España en el siglo XVI de que su Santo Oficio necesitaba castigar a los
indígenas idólatras y a los brujos, y procedió a procesar a unos 19 indios
herejes durante su ministerio”. El caso más escandaloso, por el cual incluso se
ganó la censura de la corte española, fue el de Carlos Chichimecatecuhtli,
cacique de Texcoco, a quien se acusaba de realizar sacrificios humanos, aunque
en realidad lo que hacía era fomentar un levantamiento en contra del gobierno
virreinal. Por su parte, el sucesor de Zumárraga, Alonso de Montúfar, en sus
cartas a Felipe II no ocultó sus sentimientos ante las actividades de los
franciscanos y de otros que castigaban a los indígenas por idolatría, brujería
y otras prácticas prohibidas (afirmando) que los religiosos ejercían poderes
espirituales y temporales y gobernaban a los nativos como si fueran sus
vasallos construían “edificios regios” para el uso de unos cuantos frailes y
que en los establecimientos tenían muchos servidores indígenas [...) Habían
creado todo un aparato judicial para castigar a los indios [...] Hacían sus
propios autos de fe y aplicaban severos castigos a los indígenas, en especial a
los jefes indios prominentes [...] Montúfar escribió que hacía unos tres meses
un fraile había montado un aparato inquisitorial con la esperanza de atemorizar
a unos indios herejes. Ató a cuatro indígenas a unos postes situados en la
plaza y colocó una gran cantidad de leña alrededor de ellos. Se encendió una
hoguera y el viento sopló sin control, muriendo quemados dos de los indígenas ¿Dónde
quedaba el horror español por los sacrificios humanos? ¿Qué cosa era esto que
los nativos veían ocurrir en su propia tierra? ¿La civilización acaso? Francisco
Toral, primer obispo de Yucatán, se dirigió igualmente al rey, asegurándole
que, más que ser instruidos en la fe, los indios tenían buenas razones “para
renegar de nuestra fe, viendo las grandes molestias y vejaciones que por parte
de los ministros de la iglesia se les han hecho”, añadiendo que, al enterarse
“de que alguno de ellos volvía a sus ritos antiguos e idolatrías, sin más
averiguaciones ni probanzas, comienzan a atormentar a los indios, colgándolos
en sogas, altos del suelo y poniéndoles a algunos grandes piedras a los pies y
a otros echándoles cera ardiendo en las barrigas y azotándolos bravamente”. En
tono muy diferente, es decir, ya no quejándose, sino proponiendo directamente
al rey “que se declaren esclavos a los indios insurrectos y los demás se
repartan entre los encomenderos a perpetuidad”, otro obispo, el de Oaxaca,
aseguró al rey en 1545: “tenemos per experiencia que nunca el siervo hace buen
jornal, ni labor, si no le fuere puesto el pie sobre el pescuezo”. Con razón
fray Juan Ramírez escribió, hacia 1595, que “el nombre de cristiano entre los
indios no es nombre de religión, sino aborrecible”. Ignaz Pfefferkorn jesuita
alemán expulsado de Nueva España por órdenes de Carlos III decía que los
indígenas “muestran una rudeza y descortesía que va muy de acuerdo con su
propia estupidez”, y que su “forma de vida difiere muy poco de la de un animal irracional”.
Juan Nentuig, en El rudo ensayo, también comparó a los naturales con bestias
que no agradecían la nueva fe, pues se sublevaban contra los sacerdotes...
¡Cómo no iban a hacerlo, si los curas, los encomenderos y sus caciques sólo
querían explotarlos, con la promesa de que dios los recompensaría en la otra
vida! Estamos ante un hecho que fue claramente descrito por C.H. Harding en su
libro El imperio español en América, en el que afirma que “los clérigos [y] los
soldados se oponían a la liberación de los nativos”, pues, “aunque las leyes
prohibían el servicio personal, [...] los indios [...] eran objeto de todo tipo
de exacciones. El magistrado español, el cura parroquial, el cacique nativo,
cada uno quería su parte, y frecuentemente trabajaban coludidos”.
Uno
de los más célebres desmentidos de este mito —ya en el siglo XIX— lo debemos a
Manuel Abad y Queipo, quien escribió en su pastoral del 26 de septiembre de
1812: “los españoles tienen título de dominio y soberanía sobre los indios
mexicanos, y sobre toda la Nueva España, pues poseen el título de conquista,
unido al del sometimiento de todos los habitantes del reino. Dios eligió a los
españoles para civilizar a tantos pueblos idólatras y bárbaros”.4
El
mito comenzó a ceder conforme avanzaba el siglo XIX. Un diputado liberal
(Castillo Velas) dijo el 8 de julio de 1856, mientras se discutía la
Constitución:
Los indios regarán la tierra con el sudor de su rostro,
trabajarán sin descanso hasta hacerla fecunda, le llegarán a arrancar preciosos
frutos* y todo ¿para qué? Para que el clero llegue como ave de rapiña y les
arrebate todo, cobrándoles por el bautismo de sus hijos, por celebrar su
matrimonio, por dar sepultura a sus deudos. Dad tierra a los indios y dejad
subsistentes las obvenciones parroquiales, y no haréis más que aumentar el número
de esclavos que acrecienten las riquezas del clero.
Que
quede claro: aunque es cierto que algunos sacerdotes defendieron a los
indígenas, la mayoría de ellos colaboraron con los conquistadores y se
convirtieron en los explotadores de sus fieles.
LAS FUNESTAS
CONSECUENCIAS
Una
prueba del modo en que estos hombres han utilizado su ascendencia sobre el
indio se encuentra en las palabras del obispo de Querétaro en vísperas de la
aplicación de la Constitución de 1917: Aparte de la gente que ha visto usted aquí
en la ciudad dijo el obispo, hay mucha en las sierras, indios muy adictos a su
religión, que morirían contentos por ella. Con sólo que levantara yo el dedo,
podría hacer que veinticinco mil ele ellos arrasaran la ciudad y, aun sin más
armas que sus propias manos, mataría a todos los persecutores que hay en ella.
Y yo no soy el único obispo que podría hacer eso y que sabe que podría.
Nuestros enemigos viven por la inagotable tolerancia de Cristo. Ellos saben,
tan bien como nosotros, que no se levantará el dedo, no importa cuánto nos
hagan sufrir.5
El
problema es que sí se ha levantado el dedo, y una muestra de ello nos la brinda
el arzobispo Francisco Orozco y Jiménez, quien oculto en los Altos de Jalisco
acaudilló y financió la llamada guerra cristera entre 1926 y 1929.
Imposible
no incluir el siguiente párrafo, que refleja otro tipo de manipulación
clerical, de corte moderno, sobre los pueblos indígenas:
Cuando la prensa norteamericana adicta a los petroleros
habla del tan debatido artículo 27, jamás ha hecho alusión únicamente a los
incisos que a ellos tocan. De otro modo: nunca han excluido los incisos II y
III que exclusivamente hablan de las asociaciones religiosas denominadas
iglesias, cualquiera que sea su credo, porque saben bien que el Clero tiene grandes
inversiones en la industria petrolera desde la organización de las compañías
que explotan los yacimientos que poseen en arrendamiento (no todas en
propiedad) y cuyos terrenos pertenecen, algunos, a indígenas huastecos
patrocinados por jerarcas mexicanos, que están o han estado en inteligencia con
los abogados de esas compañías. ¿Se explica de algún modo la muy rara
coincidencia de que en 1922 activara sus trabajos la famosa Asociación
Protectora de los derechos petroleros norteamericanos en México, haciendo sus
más grandes operaciones, y en el mismo año de 1922, fueran creados dos
Obispados más, el de Huejutla y el de Papantla, los dos muy inmediatos, ambos
precisamente dentro de la zona petrolera y ambos con pocas iglesias, con
escasos sacerdotes y con mínima jurisdicción, cuando existían las diócesis de
Tampico, Veracruz, Tulancingo y San Luis? [...] Obsérvese que el inciso II del
artículo 27, que en general discuten los magnates petroleros, previene que “las
asociaciones religiosas denominadas iglesias, cualquiera que sea su credo, no
podrán en ningún caso tener capacidad para adquirir, poseer o administrar
bienes raíces...”. Y los sacerdotes de la región petrolera tienen adquiridas
acciones petroleras, poseen por interpósita persona terrenos petroleros, y
administran espiritualmente a los indígenas dueños de campos en plena actividad
industrial petrolera [...] Por esto, por la defensa de los valores materiales,
el Clero ha estado y está interesado en la defensa de los intereses
norteamericanos colocados en la industria petrolera; porque en esas compañías
tiene acciones y las acciones son intereses materiales.6
LOS ANTIGUOS MEXICANOS
NO ERAN ANTROPÓFAGOS
En
1944, el entonces secretario de Educación Pública, Jaime Torres Bodet, inició
una de las campañas de alfabetización más importantes de nuestra historia, y en
esa ocasión, quizá por vez primera, se vio la posibilidad de que cada niño
contara con al menos un libro de texto. Sin embargo, los planes del poeta
quedaron sólo: en un cúmulo de documentos plenos de buenas intenciones. Quince
años más tarde Adolfo López Mateos volvió a encomendar la SEP a Torres Bodet y
se creó entonces la Comisión Nacional de los Libros de Texto Gratuitos; así,
las ideas del autor de El corazón delirante se hicieron realidad y los
escolares recibieron unos libros en cuya portada se veía la imagen de la Patria
creada por Jorge González Camarena: una mujer morena y recia que sostenía a la
bandera. Nadie podría oponerse a que los niños sobre todo tos más necesitados
recibieran los libros de texto de manera gratuita: en este sentido, los méritos
de Torres Bodet y López Mateos son innegables; no obstante, estos libros por lo
menos los de historia fueron pervirtiéndose, hasta llegar a ser un medio para divulgar las
verdades a medias y las mentiras completas que favorecen sólo al gobierno en
turno. Esto es lo que ha sucedido, por ejemplo, con la interpretación del
México prehispánico: los indígenas muertos se convirtieron en un modelo a
seguir, ya que entre otras virtudes— eran valientes, vivían en sobriedad,
practicaban la monogamia y, sobre todo, comían sanamente. En ninguna de las
páginas de los libros de texto gratuitos desde su primera edición hasta
nuestros días— se habla de la antropofagia: oficialmente, el canibalismo nunca
se practicó en el mundo prehispánico, aunque los hechos demuestren lo
contrario.
HISTORIAS DE CANÍBALES
Hasta
donde tengo noticia, todas las culturas prehispánicas mesoamericanas o no
practicaron el canibalismo, ya fuera por motivos religiosos, en caso de hambrunas
o en rituales de distinta índole. No hay duda: los antiguos mexicanos se
comieron entre ellos y también se almorzaron a sus vecinos y a sus enemigos. Es
posible, querido lector, que dudes de mis palabras, pues los libros de texto te
enseñaron otra cosa, pero los hechos me dan la razón: en 2007, el director del
laboratorio de antropología física de la Universidad de Granada, Miguel
Botella, presentó los resultados de una investigación que realizó junto con
científicos de la UNAM y del INAH (la presencia de estas instituciones es
importante, pues evita que Botella pueda ser acusado de insultarnos o de
desprestigiarnos debido a su hispanismo). Luego de estudiar más de 20000 restos
óseos, Botella llegó a la con alusión de
que el canibalismo era sistemático en nuestro país. Sus trabajos también
comprobaron que después de los sacrificios en los que se ofrecía el corazón de
la víctima a las deidades, el resto del cuerpo se cocía con maíz y se repartía
entre todos los asistentes al ritual, no sólo entre los sacerdotes. Asimismo,
en esa investigación se rescataron algunas recetas para cocinar carne humana
gracias a dichas recetas, recogidas por los frailes españoles, nos enteramos de
que los humanos nunca se asaban, que lo habitual en añadirlos ni más ni menos que
al pozole. Por otra parte, también se han encontrado más de 2 000 herramientas
fabricadas con huesos humanos —desde punzones y arpones hasta instrumentos
musicales, lo cual revela que en la época prehispánica hubo una industria
artesanal que se abastecía de las carnicerías. Al igual que con el ganado que
hoy aprovechamos para alimentarnos, ninguna parte de las personas sacrificadas
se desperdiciaba: la carne se guisaba, los huesos se convertían en herramientas
y la piel se entregaba a los sacerdotes para que se cubrieran con ella y
danzaran en honor de sus dioses.
En
el norte de nuestro país, debido a la extrema escasez de alimentos, los grupos
prehispánicos también practicaron el canibalismo. Elsa Malvido, historiadora
del INAH, descubrió que los naturales “desenterraban los restos humanos para
molerlos e integrarlos al mezquitamal, el cual se hacía con la harina de los
frutos del mezquite mezclada con los huesos y con maíz. Pero las
manifestaciones de la antropofagia no se limitaban a la preparación del mezquitamal:
los apaches y los comanches celebraban dos tipos de festividades caníbales: una
relacionada con la captura de enemigos durante periodos de guerra que se
iniciaban al término de la cosecha, que se llamaba mitote, y otro relativo al
consumo de cabezas humanas. En el caso del mitote, tras atrapar [a] los
enemigos, los individuos que aún quedaban vivos eran desangrados y, después, un
grupo de danzantes les iba mordiendo el cuerpo, en una festividad donde también
se consumía peyote, el cual era considerado como una planta sagrada. El
consumo de cabezas tenía su ritual: la “danza de la cabeza”, que era practicada
además de los apaches y los comanches por los grupos guarijíos, tarahumaras,
tobosos y xiximes. La danza era espeluznante: durante la guerra mantenían
enclaustrada a una mujer virgen, a quien, luego de regresar victoriosos, los
guerreros le entregaban la cabeza de un enemigo a manera de trofeo. La mujer
tomaba la cabeza y le hablaba con una ambigüedad de amor y odio, común a todos
los sacrificios. El ritual culminaba con el cocimiento de los otros cautivos
junto con frijoles y maíz, a manera de pozole.
EL CAMINO DE LA VERDAD
Reconocer
el canibalismo entre los antiguos mexicanos no puede verse como algo morboso,
en realidad es un acto que pretende mostrar la verdad que ocultan los libros de
texto, y en la medida en que seamos capaces de admitir que en las raíces de
nuestra cultura está presente la violencia, tendremos la posibilidad de
superarla y de avanzar por otros caminos. Reconocer el pasado y pensar en un
futuro mejor es algo que sin duda debemos hacer los mexicanos.
TORAL: EL ASESINO
SOLITARIO DE ALVARO OBREGÓN
EL
1 de julio de 1928 Álvaro Obregón fue reelecto presidente de la República
violando el principal postulado de la revolución mexicana— tras haber padecido
la gestión de su amigo Plutarco Elías Calles, a quien había impuesto en la
presidencia y del que esperaba obtener la misma reciprocidad. Dos semanas más
tarde, Obregón viajó a la capital para entrevistarse con Calles: sospechaba que
éste se negaría a entregarle el poder, dada la rispidez de su trato en los
últimos meses. A esas alturas resultaba candoroso desconocer las ambiciones
políticas de Calles. Según el mito: el 17 de julio, mientras Obregón celebraba
su triunfo en el restaurante La Bombilla, fue asesinado por el dibujante José
de León Toral, un fanático religioso que había sido convencido por la abadesa
Concepción Acevedo de la Llata, mejor conocida como la madre Conchita, para
llevar a cabo el crimen. Ambos fueron procesados y condenados, Toral, autor
material, a la pena capital, y la madre Conchita, autora intelectual, a 20 años
de cárcel.7 Con este mito crecieron varias
generaciones de mexicanos y muchos no se enteraron de la existencia de la madre
Conchita, creyendo que Toral había actuado solo. No obstante, De León Toral no
fue un asesino solitario, pero como esta verdad hubiera significado la
desgracia de elevados miembros de la jerarquía eclesiástica y de connotados
políticos, y el desenmascaramiento del origen criminal y traidor del régimen
priista, fue mejor ocultarla, y así se mantuvo durante los últimos ochenta
años, hasta la aparición de México acribillado, una obra de mi autoría.
LOS HERMANOS CRISTEROS
De
León Toral, uno de los asesinos materiales del general Obregón, fue preparado
espiritualmente por la madre Conchita para llevar a cabo el magnicidio, Detrás,
o arriba de ella, se encontraban prominentes eclesiásticos: Francisco Orozco y
Jiménez, arzobispo de Guadalajara; Leopoldo Ruiz y Flores, arzobispo de Morelia,
y Miguel María de la Mora, obispo de San Luis Potosí, los tres vinculados, de
modo diferente y por distintas razones, con el magnicidio: Orozco y Jiménez
—quien no tuvo empacho en dirigir las operaciones de la guerra cristera en la
región centro occidental del país era amigo de tres tíos y un primo hermano de
De León Toral. Fue Salvador Toral Moreno quien el 9 de febrero de 1929, tras la
ejecución del magnicida en Lecumberri, ¡le sustrajo el corazón al cadáver de su
sobrino para retratarlo y obsequiar al arzobispo un bello recuerdo de los
hechos criminales! Pero no fue este el único homenaje dedicado al “asesino
solitario”: sus compañeros de fanatismo “lo exaltaron al pedestal del martirio,
utilizando el lienzo) empapado en su sangre para bordar la bandera del
movimiento cristero”.8
El
arzobispo Ruiz y Flores financió la huida de Manuel Trejo Morales, buscado por
la policía por facilitar la pistola homicida a De León Toral. Ruiz y Flores fue
llamado a declarar en 1932 por el procurador Emilio Portes Gil, y días más
tarde, expulsado del país: De conformidad con el artículo 33 de la
Constitución General, el C. Presidente Substituto Constitucional de la
República acordó la expulsión del señor Ruiz y Flores, que se hace llamar
Delegado del Estado del Vaticano, fundándose en que dicho señor, como agente de
un gobierno extranjero, venía desde hace algún tiempo provocando serias
dificultades en el país. Tales actividades quedaron plenamente comprobadas por
las autoridades judiciales que instituyen el proceso en contra de los autores y
cómplices del asesinato perpetrado en la persona del señor General Álvaro
Obregón.9 Y finalmente, leamos un párrafo sobre el obispo
Miguel María de la Mora: Ud. estorba para la reconstrucción nacional
por las ideas que tiene y que siembra le dijo el gobernador de Zacatecas
durante la Revolución, y si no, dígame: ¿qué juzga usted del divorcio? “Que
mina la base de la familia...”. Y de la escuela laica, ¿qué piensa? “Que es un
semillero de criminales y de impíos”. ¿Ya ve usted cómo con esas ideas es un
obstáculo para la reconstrucción nacional? En efecto, fue un obstáculo,
pero no sólo por sus ideas, pues entre 1926 y 1929, oculto en la ciudad de
México, De la Mora fue “Director de la Revolución Católica de Occidente”. Según
afirmó el abogado de la madre Conchita: días antes de que se llevara a efecto el jurado
[... ] estuvieron a verlo en su despacho unas personas [...] enviadas del
arzobispo de San Luis Potosí, Dr. Miguel María de la Mora [...] para sugerirle
que sus esfuerzos como defensor de la abadesa, debían de tender, antes que
todo, a salvar a la Iglesia y para el efecto, buscar la manera de inutilizar a
la Madre Concha a efecto de interrumpir en esta forma la averiguación y que no
se siguieran conociendo más detalles. Ellos no fueron los únicos
sacerdotes que participaron en el crimen: se ha ocultado la intervención del
padre José Aurelio Jiménez Palacios, el encargado de bendecir la pistola que
usó José de León Toral, y de afianzar en éste, en su calidad de confesor, la
obsesión de acabar con la vida de Obregón. Según escribió la madre Conchita,
“hubo quien se asombrara de la energía puesta por el padre Jiménez en la
bendición de la pistola, aunque después dirá que acaso la bendijo”. Detenido en
1932, procesado y sentenciado (tardíamente) como autor intelectual del crimen,
dicho sacerdote, quien lleva el mismo apellido del arzobispo de Guadalajara,
dijo en su defensa: Por la imagen sagrada de Cristo mi Rey, cuya imagen no está
en este salón, pero que traigo aquí en mi bolsa (sacando un crucifijo), a los
doce minutos para las dos de la tarde de este día cuatro de diciembre de 1935
juro por Dios y por su madre santísima la Virgen de Guadalupe, Patrona de
México, juro solemnemente que no tuve ni la más insignificante participación,
ni directa ni indirectamente, en el asesinato del general Álvaro Obregón.10
Sin
embargo, bendijo la pistola, sacó a Toral de su casa días antes del crimen, le
dio alojamiento para impedir que se arrepintiera y lo acompañó en su cacería
del caudillo para evitar cualquier titubeo “espiritual”. Como señaló el
ministro Ángeles, quien votó en contra del amparo que se concedió a este
criminal: “aisladamente significan poco estos indicios, pero reunidos,
concatenados y analizados constituyen en mi conciencia la convicción de la
responsabilidad del padre Jiménez”. Jiménez abandonó la prisión en 1940 y
siguió combatiendo al régimen ateo de la revolución. Su religión había sido
vengada y atrás quedaban las humillaciones, los ataques y las vejaciones del
general Obregón: El que excomulgó a Hidalgo y a Morelos [habría dicho el caudillo en
1915] y aplaudió sus asesinatos; el que maldice la memoria de Juárez; el que se
ligó a Porfirio Díaz para burlar las Leyes de Reforma; [...] el que tuvo
cuarenta millones de pesos para el execrable asesino Victoriano Huerta, es el
que hoy no tiene medio millón para mitigar en parte el hambre que azota
despiadadamente a nuestras clases menesterosas [...] Esta es hora de impartir
limosna, no de implorarla [...] La División que con orgullo comando, ha cruzado
la República del uno al otro extremo entre las maldiciones de los frailes y los
anatemas de los burgueses. ¡Qué mayor gloria para mí! ¡La maldición de los
frailes entraña una glorificación!11 Según algunas voces:
“la prolongación de su gobierno habría sido tal vez el hundimiento del
catolicismo en una cloaca de indigna conformidad”.12 Regresemos al
17 de julio. El cadáver de Obregón fue conducido a su casa, ubicada en la
avenida Jalisco hoy Álvaro Obregón—, donde poco después se presentó Calles,
“quien acercando su rostro a treinta centímetros del de Obregón, dibuja una
tétrica sonrisa” y se dirige a la Inspección general de Policía, donde ya se encuentra el
magnicida [...] Cuando Calles preguntó a Toral quién le mandó matar al general
Obregón, el asesino guardó un absoluto mutismo, no obstante lo cual el
presidente se dirigió a la puerta y, apenas traspasándola, “declaró a la prensa
que el asesino había aceptado ya haber obrado por instrucciones del clero”. “Es
usted quien lo afirma”, dijo entonces Topete. O reí, quien era el otro
obregonista allí presente, coincidió en afirmar que fue el general Calles quien
desvió sobre el clero la atención de la opinión pública, “que sospechaba de
otros grupos”.13 Los obregonistas gritaban que el asesino no
era un fanático católico, sino un miembro del partido laborista enviado por el
peor enemigo de Obregón, Luis Napoleón Morones, quien había sentenciado:
“Obregón saldrá electo, pero me corto el pescuezo si toma posesión de su
puesto”; al llegar esto a oídos del Manco, éste replicó: “Muy bien, le
cortaremos el pescuezo”.14 Antonio Ríos Zertuche, obregonista
designado por Calles para seguir las averiguaciones, ordena la detención de
Morones, pero cuando Calles se entera manda llamar al Inspector de Policía quien,
en su presencia, sostiene que “según la opinión de jurisconsultos obregonistas
y no obregonistas”, está comprobada la responsabilidad de Morones. Calles
replica que está convencido de que el crimen es de origen religioso [...] y
advierte que la aprehensión de un miembro de su gabinete hará recaer
responsabilidades sobre su gobierno y
sobre él mismo [...] Más tarde se presentan de la Presidencia con unas
declaraciones que Ríos Zertuche debe firmar y dar a la prensa y en las que se
arroja toda la responsabilidad de la muerte del general Obregón al clero y los
católicos, sin mencionar para nada a Morones y a la CROM. Al día
siguiente, “el general Antonio Ríos Zertuche, al llegar por la noche al Hotel
Regis, halla rotas las chapas de su petaca. Busca los papeles que se refieren a
la responsabilidad de Morones en el asesinato de Obregón, y ve que han
desaparecido”.15 Entretanto, en la inspección declaran varios
miembros de la célula guerrillera de la madre Conchita, quienes reconocen, a
través de retratos, a Samuel O. Yúdico, un fiel servidor de Morones, como la
persona que asesoraba detrás de una puerta a la monja asesina en el momento de
las resoluciones. Fueron a dar cuenta de todo esto al general Ríos Zertuche, quien
paseándose nerviosamente por su oficina se detuvo de pronto frente a ellos y
exclamó: Señores: lamento sinceramente no poder hacer nada con estos informes,
pues tengo órdenes superiores que no puedo hacer del conocimiento de ustedes y
que me impiden obrar como yo quisiera. La conspiración diseñada para
poner fin a la vida de Obregón había triunfado. El 15 de agosto se da a conocer
el certificado de la autopsia, pero “se sospecha que el tal certificado [...]
sea falso de toda falsedad”.
Así,
mientras los diarios anuncian que “Un Gran Partido se fundará en el país”,
Calles, decidido a terminar su obra de simulación e hipocresía, da garantías
para el desarrollo del famoso juicio de Toral y de la madre Conchita, en el que
se desahogan numerosos testimonios públicamente, pero con el detalle de que el
órgano colegiado que dicta la sentencia está compuesto en su gran mayoría por
miembros del parado laborista... [Subordinados de Morones! Nunca se inició un
juicio federal por la naturaleza del delito, sino uno civil, que Calles pudiera
controlar, de ahí que los encargados de condenar a muerte a Toral fueran unos
humildes empleados del sur de la ciudad...Durante el juicio, el abogado de Toral,
Demetrio Sodi, formula a su defendido una última pregunta. Usted declaró ayer
que el primer disparo al señor Obregón lo había hecho de esta forma [...] Dijo
usted ayer que violentamente se pasó el dibujo de la mano derecha a la
izquierda [...] mete usted la mano a la pistola, dispara usted al señor Obregón
a la cara [...] ¿Cómo es entonces [...] que el proyectil entró del lado
contrario y salió por aquí? Porque usted, si disparó en esta forma, debió
haberlo herido en la mejilla derecha, ¿no es así? O en el cuello o en la parte
derecha; y aparece herido por este lado y el proyectil por aquí. ¿Está usted
seguro de que usted disparó en esa forma?17 En ese momento,
ante la amenaza de un tumulto entre los asistentes, el juez suspende la
audiencia. ¿Y cómo no, si el cadáver del general Obregón estaba literalmente
cocido a tiros? Pero esto no se supo sino muchos años después, cuando un
documento revelador hizo fugaz acto de presencia en el periódico Excélsior. El
documento es copia fiel del original; es auténtico, verdadero, y está firmado
por un funcionario militar de aquella época
(...) Documento que, junto con el de la necropsia [...] no se dieron a
conocer públicamente y permanecieron en misterioso anonimato oficial [...] El
documento [...] está fechado en la ciudad de México el día 17 de julio de 1928,
y firma el mayor médico cirujano adscrito al Anfiteatro del Hospital Militar de
Instrucción, Juan G. Saldaña. Es nada menos que el “Acta de reconocimiento de
heridas y embalsamamiento del general Álvaro Obregón” [...] que certifica que
el cadáver del divisionario presentaba diecinueve heridas, siete con orificio
de entrada, de 6 milímetros; una de ellas con orificio de salida y el mismo
proyectil que la causó volvió a penetrar y dejó un segundo orificio de salida;
otra herida con orificio de entrada de 7 milímetros, una más de ocho
milímetros; otra de 11 milímetros, con orificio de salida, y seis “con orificio
de entrada de proyectiles” que [...] fueron causadas por proyectiles calibre 45
[...] Lo anterior, en buena lógica, quiere decir que hubo seis o más tiradores,
incluyendo a León Toral; pero descartado este último por ser el único conocido
y por haber pagado con su vida el crimen, ¿quiénes fueron los otros...?18
Nada más falso que Toral haya sido el único que disparó sobre Obregón.
Hubo al menos seis tiradores más. Y en cuanto a la autoría intelectual, ya
hemos visto la lista de patriotas que, a pesar de estar claramente implicados
en el asesinato, quedaron, como suele ocurrir en México, en la más cínica
impunidad.
LAS CONSECUENCIAS
Los
llamados “Arreglos de la cuestión religiosa”, con los que se dio fin a la
guerra cristera, cristalizaron en una fórmula siniestra de desobediencia e
incumplimiento de la ley, a la que cínicamente se llamó modus vivendi acomodo
indignante que ayuda a explicar la permanencia del PRI en el poder durante
siete décadas y el enriquecimiento de la iglesia en ese mismo periodo. Con
cuánta razón escribió el arzobispo Ruiz y Flores “que era muy común en México
el que las leyes quedaran escritas sin aplicarse, pues que a ciencia y
paciencia del Gobierno se desobedecían, como pasó con las mismas leyes de Reforma”.
La primera cláusula (implícita) de los arreglos, fue no hablar más del
asesinato...
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