100 MITOS DE LA HISTORIA DE MÉXICO 1 Francisco Martín Moreno parte6
VASCONCELOS, EL
DEMÓCRATA
DESDE
MEDIADOS DE LOS AÑOS VEINTE del siglo pasado, José Vasconcelos es visto como
uno de los principales caudillos culturales de la revolución mexicana: su
participación en el Ateneo de la Juventud al lado de los “siete sabios
mexicanos”, su labor como rector de la universidad, su ambiciosísimo programa
editorial que puso al alcance de los mexicanos los clásicos de la literatura y,
sobre todo, su gestión como primer secretario de Educación Pública del régimen
revolucionario, son buenas razones para otorgarle ese mérito. Fue, además, uno
de los escritores más destacados del siglo XX mexicano. Daniel Cosío Villegas,
en su ensayo La crisis de México, se refirió a él en los siguientes términos: José
Vasconcelos personificaba en 1921 las aspiraciones educativas de la Revolución
[...] En primer término, Vasconcelos era lo que se llama un intelectual, es
decir, hombre de libros y de preocupaciones inteligentes; en segundo, había
alcanzado la madurez necesaria para advertir las fallas del porfirismo [...] En
tercero, Vasconcelos fue el único intelectual de primera fila en quien confió
el régimen revolucionario, tanto que a él solamente se le dieron autoridad y
medios para trabajar. Esa conjunción de tan insólitas circunstancias produjo
también resultados inesperados: apareció ante el México de entonces una
deslumbrante aurora que anunciaba el nuevo día. La educación no se entendió ya
como una educación para la clase media urbana, sino en la única forma en que en
México puede entenderse: corno una misión religiosa, apostólica. Quizá
por entenderse así la educación pública ha fracasado rotundamente en México,
pero Cosío Villegas da en el clavo al calificar la mística educativa de
Vasconcelos como “una misión religiosa, apostólica”, pues más allá de aquellos
méritos el caudillo cultural siguió hasta las últimas consecuencias la última
voluntad de su madre, la mujer que, según se lee en el Ulises criollo,
pronunció el apotegma definitivo: “Díganle a Pepe que no se olvide de nuestra
fe”. Por esta razón, es necesario que nos adentremos en el otro Vasconcelos, en
el hombre que se unió a las fuerzas de la reacción, a la iglesia católica, al
militarismo que tanto fustigó y, finalmente, al nazismo, con lo que México
regresaría a los tiempos del hispanismo intolerante y del poder absoluto de la
jerarquía eclesiástica, con todas sus históricas consecuencias.
VASCONCELOS, EL OTRO
Desde
1910 Vasconcelos fue un activo revolucionario: militó abiertamente en las filas
del maderismo, sufrió la persecución de la dictadura porfirista, fundó la
Universidad Popular y, luego de que Venustiano Carranza le encomendara la
dirección de la Escuela Nacional Preparatoria, renunció al cargo y se incorporó
al gobierno de la Convención de Aguascalientes. Tras el asesinato de Carranza,
Adolfo de la Huerta lo nombró rector de la Universidad y Álvaro Obregón lo
designó para ocupar la Secretaría de Educación Pública. Sin embargo, el 30 de
junio de 1924, Vasconcelos, quien no pudo tolerar asesinatos como el del
senador Francisco Field Jurado ni compartir las decisiones contenidas en los
tratados de Bucareli, que traicionaban lo dispuesto en la Constitución de 1917
en lo relativo .el patrimonio nacional, renunció a su cargo y se lanzó como
candidato para la gubernatura de Oaxaca, su estado natal, con resultados
verdaderamente desastrosos: muy a pesar de las promesas hechas por Obregón,
éste impuso al general Onofre Jiménez en ese puesto. Según señala Pilar Torres
en su biografía de nuestro personaje: “haber perdido las elecciones estatales
[... | significó para Vasconcelos la separación definitiva del sistema, en la
que abandona el poder para nunca más recuperarlo”, a pesar añadimos nosotros—
de sus infructuosos y desquiciados intentos por hacerse otra vez de Tras la
derrota electoral en su estado natal, Vasconcelos quedó convencido de que la
revolución no había servido para nada y se asumió como una suerte de mesías
cuyo fin era rescatar a la patria de los excesos de los al AI dos. Luego del
asesinato de Obregón y del anuncio de Calles en el sentido de que nuestro país
abandonarla el tiempo de los caudillos para dar paso a la época de las
instituciones, Vasconcelos, quien vivía autoexiliado en los Estados Unidos, se
convirtió en candidato a la presidencia de la República e inició su campaña en
contra de Pascual Ortiz Rubio, candidato del PNR, y de Pedro Rodríguez Triana,
del Partido Comunista. En esta ocasión Vasconcelos sí consiguió el apoyo
popular: las clases medias de las grandes ciudades se sumaron a sus fuerzas y
según narra el propio Vasconcelos en El proconsulado— a su proyecto también se
adhirió un poderoso grupo de cris teros, con el que claramente se comprometió
en Guadalajara, al hacerles saber: Díganle a su general que quiero que me mande
decir cuánto tiempo puede sostenerse en pie de guerra, pues no quiero hacer lo
que Gómez y Serrano, levantarme en armas antes de las elecciones; quiero que
cuando ande en el campo sea un presidente electo y no un candidato quien
encabece el movimiento Díganle al general que después de las elecciones, escapo
rumbo a su campamento.21 Vasconcelos fue derrotado en la
contienda presidencial a través de otro fraude escandaloso: el día de las
elecciones el PNR distribuyó armas, barras de hierro y pulque a sus
funcionarios de casilla, y acarreó a miles de personas en camiones y trenes
para que votaran a favor de Ortiz Rubio. La estafa electoral fue evidente.
Nunca se sabrá quién fue el verdadero triunfador. Es cierto: Vasconcelos fue el
candidato de los cristeros y de la jerarquía eclesiástica que, gracias a la
sangre de sus fieles, negociaba la reinstauración de sus privilegios.
Derrotado, el 1 de diciembre de 1929 publicó el Plan de Guaymas para llamar a
la insurrección popular: sólo unos cuantos hombres tomaron las armas y pronto
fueron derrotados y fusilados por el ejército federal, mientras que Vasconcelos
abandonó cobardemente el país, aunque volvería, según él, a hacerse cargo
directo del mando tan pronto como hubiera “un grupo de hombres libres armados
que estén en condiciones de hacerlo respetar”. No fue así: volvería en la
década siguiente para convertirse en un promotor del nazismo.
Desde
el exilio, Vasconcelos siguió conspirando, y el 1 de noviembre de 1933
recomendaba desde San Antonio, Texas: “En caso de un golpe de Estado o muerte
súbita del Presidente Cárdenas, el gobierno podría salvarse si un grupo de
políticos y militares influyentes declara desaparecidos los poderes,
reconociendo, en consecuencia, el Plan de Guaymas, que da el poder a quien de
hecho obtuvo la mayoría de los votos en 1929”.Pero el desprestigio máximo
[según Alfonso Taracena] en que los torpes amigos suyos lo exhibieron, fue
cuando trataron de acercarlo con el general Calles, desterrado en California
desde 1936 [...] “General”, le dijo. “Licenciado”, contestó Calles. Querían
hacer una revolución para derribar al general Cárdenas. “Usted será la
popularidad y yo la fuerza”, sentenció don Plutarco, quien al oír a Vasconcelos
decir que se necesitaba dinero, replicó que él no lo tenía [...] pero que el
general Abelardo Rodríguez, sí. No obstante, le dio un cheque por
aproximadamente cuatro mil quinientos dólares. “Para infamarlo para toda la
vida”, comentó el ingeniero Federico Méndez Rivas.
LA ETAPA NAZI
Desde
la segunda mitad de los años treinta, el ministerio de propaganda de la
Alemania nazi comenzó a realizar trabajos de difusión en el extranjero. En
México, Arthur Dietrich apostó sus recursos a favor de las dos revistas más
importantes de aquella época: Hoy y Timón. Alberto Cedillo, en su
interesante libro Los nazis en México, afirma que: “Sin lugar a dudas, José
Vasconcelos fue el intelectual mexicano más importante que colaborara con el
Tercer Reich [...] En Timón destacó siempre las fotografías de guerra tomadas
por el ejército alemán y sus editoriales eran verdaderas apologías en favor de
los nazis”.
Itzhak
Bar-Lewaw, biógrafo de Vasconcelos, con quien éste se había entrevistado en
repetidas ocasiones, ocultándole hipócritamente su pasado nazi, aseguró —una
vez que descubrió el engaño e investigó detalladamente la etapa
nacionalsocialista del llamado Maestro de la Juventud— que: La
Embajada de Alemania en la Ciudad de México buscaba febrilmente a un individuo
o a un grupo de personas auténticamente mexicanos que gozaran de cierta fama y
prestigio nacional, o si fuera posible continental, para explicar su punto de
vista en esta parte del mundo. Lo encontró en la persona de José Vasconcelos [y
concluye:] Timón era el órgano de Goebbels destinado a ayudar con la palabra
escrita a la máquina militar nazi de aquella época.22 Basta
con releer la presentación del número 7 de dicha revista, en la que Vasconcelos
aparece como su director general, para comprobar la línea editorial de la
publicación fascista: “Todos los pueblos del mundo tendrán que agradecer a
Mussolini y a Hitler haber cambiado la faz de la historia. El habernos librado
de toda esa conspiración tenebrosa que, a partir de la Revolución Francesa, fue
otorgando el dominio del mundo a los imperios que adoptaron la reforma en la
religión y la engañifa del liberalismo en la política
En
el editorial del número 8, bajo el título de “Hay que hacer limpieza”, ya se
abogaba por la expulsión de los judíos de la República Mexicana. “México [decía
el editorial] no puede transformarse en la cloaca máxima de todos los detritus
que arrojan los pueblos civilizados”.
En
marzo de 1941 Lázaro Cárdenas ordenó la clausura de Timón, por lo que
Vasconcelos quedó totalmente relegado del ámbito político. Pero no claudicó en
su fascismo, e incluso visitó España a invitación del gobierno de Francisco
Franco: “Toda la prensa de Madrid habló de su arribo [...] dándole sin vacilar
el mariscalato entre los pensadores del continente hispanoamericano”, y
pronosticando “que un día estarán vigentes en México un sistema mental y un
sistema moral de política que gracias a él han sido planeados”. No se referían,
seguramente, a la campaña educativa de 1920-1924, sino a otros sistemas
mentales y morales, a los que Vasconcelos aludió en 1955 al proclamar el
socialismo cristiano en México: “el destino de nuestra nación [dijo entonces],
se acoge a vuestras almas. Forjadlo según el albedrío [...] Recordando en cada caso,
que sólo es fecundo el albedrío cuando se pone de acuerdo con Dios”, y
prescribiendo que: “debe enseñarse a los niños el temor a Dios y a guardar sus
Mandamientos, y esto puede enseñarse, aun sin sectarismo, en las escuelas públicas”.
Por eso no sorprende que sobre el lema que acuñara para la Universidad, “Por mi
raza hablará el espíritu”, dijera ya en la decadencia: “lo que en realidad
quise decir fue que Por mi raza hablará el Espíritu... Santo”. Por algo sus
restos descansan, nada más y nada menos, que en la Catedral de México...Tales
eran las palabras del Maestro de la Juventud en el ocaso de su vida, cuando con
máximo descaro, “a la que más culpaba del envilecimiento de México era a la
juventud”,23 olvidando, o más bien ocultando, que él se había transformado
lentamente en un fanático religioso que soñaba con ser el Francisco Franco
mexicano, y perpetuarse en el poder como dictador clerical de México si Hitler
ganaba la guerra. Por eso, por su Alianza con los cris teros armados, por su
cobarde Plan de Guaymas, por sus reiterados ataques a las instituciones
republicanas y por sus innumerables conspiraciones para asaltar el poder, es un
mito que Vasconcelos haya sido un demócrata. Concluyamos con estas palabras
pronunciadas por José Vasconcelos en 1929, al abandonar el país: “Este pueblo
mexicano no merece que yo sacrifique una sola hora de mi sueño. ¡Es un pueblo
de traidores y de cobardes que no me merece! Demasiado he hecho por redimirlo.
No volveré a ocuparme de él”.24
LOS GRINGOS TIENEN LA
CULPA
Por
COMODIDAD O POR OLVIDO, pero sobre todo como parte de una tranquilizadora
indolencia, muchos mexicanos han aceptado el concepto relativo a que “los
gringos tiene la culpa de todos nuestros males”. Semejante aseveración se ha
convertido en una muletilla tras la cual pretende aducirse una gratificante
verdad, pero, como veremos a continuación, en realidad no pasa de ser un mito
más que nos impide ver objetivamente nuestros problemas y evaluar con justicia
nuestras propias responsabilidades. En otro capítulo me ocuparé con mayor
detalle de esta traumática relación entre dos vecinos totalmente diferentes.
TAN LEJOS DE DIOS...
“Pobre
México, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos”: he aquí una de
las más populares maneras de expresar este auténtico prejuicio. No es la única,
desde luego: el propio Benito Juárez dijo: “Entre México y Estados Unidos, el
desierto”, lo que prueba que tampoco se trata de una cuestión ideológica o de
posturas políticas: existe y ha existido desde hace muchos años un claro
prejuicio en nuestro trato con los norteamericanos, resabio de nuestra
xenofobia virreinal, por un lado, y por el otro, producto de los más agrios
capítulos de nuestra historia independiente, tales como la pérdida de Texas y
su posterior anexión a los Estados Unidos, o como la guerra contra esta nación
de 1846 a 1848, en la que fuimos despojados alevosamente de más de la mitad de
nuestro territorio... Pero cabe preguntarse: ¿fueron estos y otros hechos
funestos de nuestro pasado, culpa absoluta de los norteamericanos? Hagamos memoria.
Recordemos que Texas proclama su independencia en 1835 y la consolida en 1836
como consecuencia de la involución política a la que nos arrastró un funesto
golpe de Estado cuyo objetivo consistía en imponer una república centralista en
lugar de la federal, vigente desde 1824, fecha de la promulgación de la
Constitución. Recordemos también que fue Santa Anna quien, por salvar la vida y
por temor a que lo lincharan los texanos, firmó los tratados de Velasco, en los
que se reconocía la independencia de Texas, la cual fue ratificada en
Washington después de una agria entrevista con el presidente Jackson. En 1835
Santa Anna regresaría por mar a Veracruz, escoltado nada menos que por un
comando militar norteamericano hasta la puerta de su hacienda. La traición
estaba consumada. Una década después, con ocasión de la guerra contra los
Estados Unidos, es nuevamente Santa Anna quien negocia en secreto, desde Cuba,
donde se hallaba exiliado, con James Polk, el presidente norteamericano, para acordar
la derrota de las tropas mexicanas que otra vez se disponía a acaudillar. Por
ello el cerco naval norteamericano que asfixiaba a Veracruz se abrió
mágicamente para permitir el '‘inexplicable” paso del tirano vende patrias, de
modo que pudiera cumplir con sus inconfesables acuerdos. Pero no lo hizo solo:
la alta jerarquía católica, la eterna enemiga de México, también contribuyó a
la victoria de los invasores. Así, con la guerra en puerta, el clero apoyó el
infame golpe de Estado de Mariano Paredes y Arrillaga, mediante el cual trató,
en el momento más inoportuno, de transformar a la República en una monarquía,
en cuyo trono habría de sentarse, de nueva cuenta, nada menos que un príncipe
español. ¡A buena hora! Así, con el territorio invadido por la frontera norte y
por el Golfo de México, el arzobispo Irisarri financió el alevoso motín de los
polkos, que impidió hacer llegar el apoyo necesario para la defensa del puerto
de Veracruz —que terminó incendiado por completo y desquició la defensa del
norte del país. Finalmente, Vázquez Vizcaíno, obispo de Puebla, negoció con las
tropas norteamericanas la rendición de Puebla, sin disparar un solo tiro, a
cambio de que se respetara “la propiedad y la persona de los eclesiásticos”.
Por supuesto que esto le franqueó la entrada a la ciudad de México al ejército
norteamericano, después de haber sido ovacionado en Puebla.
Recuérdese
asimismo que, además de estos invaluables aliados en la guerra contra México,
los norteamericanos se sirvieron de una gran cantidad de espías mexicanos
agrupados en la famosa Mexican Spy Company, una de las mayores exhibiciones de
falta de patriotismo de los mexicanos. Desde luego, este no fue el único
momento traumático de nuestra histórica relación. Hacia 1913 vemos al siniestro
embajador Henry Lane Wilson conspirando para asesinar a Francisco I. Madero, en
una de las más vergonzosas y no menos arteras maniobras diplomáticas que los
Estados Unidos perpetraran en contra de México, con tal de defender sus
intereses petroleros, entre otros más. Pero, ¿no acaso contaron los
norteamericanos, en este caso, con nuestra más abyecta solidaridad? ¿No tiene
relevancia la participación en estos hechos siniestros de un Victoriano Huerta,
de un Félix Díaz y de un Mondragón? ¿No necesitaron dichos criminales de un
Francisco Cárdenas, el infeliz sicario que se atrevió a consumar esta
desgracia? Constatemos lo que él mismo dijo: El Vicepresidente (Pino Suárez)
fue el primero que murió, pues al ver que se le iba a disparar comenzó a
correr, di la orden de fuego y los proyectiles lo clarearon hasta dejarlo sin
vida, cayendo sobre un montón de paja. El Sr. Madero vio todo aquello y cuando
le dije que a él le tocaba, se fue sobre mí, diciéndome que no fuéramos
asesinos, que se mataba con él a la República. Yo me eché a reír y cogiéndolo
por el cuello, lo llevé contra la pared, saqué mi revolver y le disparé un tiro
en la cara, cayendo en seguida pesadamente al suelo. La sangre me saltó sobre
el uniforme. “¡Bendito sea Dios!”, alcanzó a decir uno de los más notables
escritores mexicanos de la época, Federico Gamboa, al enterarse del asesinato
de uno de nuestro mejores hombres, perpetrado por uno de los peores. ¿Pero los
gringos tienen absolutamente la culpa de todo? No está de más preguntarnos si
los gringos tienen también la culpa de la explosión demográfica: en 1950 éramos
20 millones de mexicanos y en cincuenta años
quintuplicamos la población. Preguntémonos también si son culpables de
que tengamos una iglesia retardataria, voraz, anacrónica y salvaje; del analfabetismo
y del fracaso educativo; de que hayamos aguantado setenta años de un régimen
priista antidemocrático y venal, o de la mediocridad, de la resignación, de la
irresponsabilidad, de la delincuencia y de la existencia de empresarios
incapaces de crear los puestos de trabajo necesarios, o finalmente, de la
horrorosa corrupción que padecemos, de la defraudación fiscal, del peculado, de
la economía informal... ¿Son los gringos culpables del hecho de que en México
sólo el 2% de los delitos se aclaren y de que el sistema de impartición de
justicia sea una de las causas más aberrantes del atraso mexicano?¿Los gringos
tienen la culpa de todo?
EL CLERO NUNCA COMBATIÓ
CON LAS ARMAS EN LA MANO25
Uno
DE LOS MITOS DE LA GUERRA CRISTERA (1926-1929) que la jerarquía católica
mexicana ha difundido en las últimas décadas, a tono con el proceso de
reescribir su propia historia, es el relativo a la “neutralidad” y al
“heroísmo” del clero católico durante esta asonada. Se ha afirmado, incluso,
que dicho levantamiento no fue provocado por la iglesia, sino que brotó
“espontáneamente” en el ánimo de los fieles, quienes se rebelaron en contra del
gobierno y empuñaron las armas en defensa de la “libertad religiosa”.26 Ante
tales presunciones, es necesario recordar que la jerarquía eclesiástica de la
época —apoyada en las encíclicas del papa Pío XI y en la enseñanza moral de los
doctores de la iglesia institucional no sólo justificó teológicamente la lucha
armada, sino que la apoyó y la bendijo, sin medir las consecuencias sociales, políticas
y económicas que acompañaron a esta revuelta. La justificación teológica
esgrimida por el Comité Episcopal fue la figura de la “guerra justa”, en donde
ciertamente se mata: “Es lícita la resistencia contra un poder tiránico e
injusto y, en determinadas circunstancias, puede ser lícita y hasta obligatoria
la rebelión armada para desposeerle del mando”.27En este tenor, el
Comité Episcopal publicó la tercera “Carta Pastoral Colectiva’, fechada el 12
de septiembre de 1926, en la que conminaba abiertamente a los fieles católicos
a “dar su sangre y, por ningún motivo, abandonar el combate”:Su
Santidad y el Episcopado, y con ellos el mundo entero, admiran vuestro
heroísmo, entereza y decisión por defender a todo trance la santa causa de Dios
[..,] Esta actitud de la Nación ha sido para vuestro clero y vuestros pastores,
motivo de grande consuelo y esperanza: ha merecido la aprobación y el aplauso
del Romano Pontífice y, atraerá, no lo dudéis, sobre la Patria las bendiciones
de Dios. El Papa, empero, el Episcopado y el mundo, esperan de vosotros que no
desfallezcáis Mas, si por vergonzosa cobardía desertáis de las filas, o cesáis
en el combate, humanamente hablando estamos perdidos, y México dejará de ser un
pueblo católico.28 Pío XI, en vísperas del alzamiento
cristero, se pronunció sin rodeos a favor de los sediciosos. El 18 de noviembre
de 1926 publicó la encíclica Iniquis Afflictisque, en la que
bendijo a los jerarcas católicos y al clero, “deseosos de sufrir duras pruebas
y contentos con ellas”.29 Estas belicosas declaraciones no dejaban
duda acerca de que el papa saludaba y aplaudía la lucha armada contra el
gobierno mexicano. José María González y Valencia, arzobispo de Durango y
presidente de la comisión de obispos mexicanos en Roma durante el conflicto
cristero, dio a conocer a sus fieles las palabras aprobatorias del papa Pío XI
respecto del levantamiento amado: Qué consuelo tan grande inundó nuestro
corazón de prelado, al oír con nuestros propios oídos las palabras del Jefe
Supremo de la Iglesia [...] Le hemos mirado conmoverse al oír la historia de
vuestra lucha [...] aprobar vuestros actos y admirar iodos vuestros heroísmos
[...] Él, pues, el Sumo Pontífice, os animéis a todos, sacerdotes y fieles, a
perseverar en vuestra actitud (irme y resuelta [en la lucha armada]. Os anima a
no temer a nada ni a nadie, y sí sólo temer el hacer traición a vuestra
conciencia30 .González y Valencia redactó una carta pastoral
de Roma —fechada el 11 de febrero de 1927 en la que de su bendición episcopal a los sublevados: Puesto
que en nuestra arquidiócesis son muchos los casos que han recurrido a las armas
y piden la opinión de su obispo, creemos que nuestro deber pastoral consiste en
afrontar esta cuestión: [...] Este movimiento [armado] existe y nosotros
debemos decir a nuestros hijos, a los católicos, que han tomado las armas [...] después de haber
reflexionado largamente ante Dios, después de haber consultado a los teólogos
más sabios de Roma, que vuestras conciencias estén en paz y recibid nuestra
bendición.31
LO MALO NO ESTÁ EN
MATAR...
A
partir de la publicación de las encíclicas pontificias de Pio XI y las cartas
pastorales del episcopado mexicano, muchos sacerdotes católicos incitaron a sus
feligreses a la rebeldía armada. Para ello se valieron del pulpito, de los
confesionarios y de la promesa de indulgencias a quienes se dieran de alta en
el “ejército liberador”. Se requerían muchos voluntarios, candidatos a “santos
mártires”, para esta empresa.
En
la labor proselitista que obispos y sacerdotes emprendieron para persuadir a
sus fieles de unirse a la milicia cristera se tomaron pasajes de la historia
eclesiástica y de la hagiografía del santoral católico. Luis Rivero del Val,
quien fue combatiente cristero, relata algunas de las justificaciones: La defensa
armada no sólo se considera lícita, sino encomiable y heroica: se recuerda el
ejemplo de santos que cuando fue necesario recurrieron [a] las armas. Está en
los altares San Bernardo, que reclutó soldados y los llevó a las cruzadas; San
Luis IX, rey de Francia, que él mismo se armó cruzado contra los detentadores
del Santo Sepulcro. El Papa León IX emprendió frecuentes expediciones militares
y fue canonizado. San Pío V que organizó la armada que hundió en Lepanto el
poder de la media luna y tantos otros, cuya virtud proclamó que ¿o malo no está
en matar, sino en hacerlo sin razón y sin derecho32. Roberto
Planchet, en su obra ¿Es lícita la defensa armada contra los tiranos?, retoma
algunos de los argumentos propalados por el clero de la época: No
han faltado en el transcurso de los siglos, Obispos y Romanos Pontífices que en
caso ofrecido han llevado al terreno de la práctica la doctrina que permite
combatir y derrocar a los gobiernos tiránicos [...] Lícito, pues, será empuñar
las armas en las contiendas de la Iglesia y el Estado.33
Los
preceptos bíblicos de “No matarás” y “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”
estuvieron ausentes en los discursos y sermones de los dignatarios religiosos
durante la rebelión cristera. En este sentido, es conveniente recordar que en
ninguna de las guerras religiosas encabezadas por la iglesia católica se han
ponderado dichas enseñanzas, En las Cruzadas, en la persecución de los
disidente* (judíos, protestantes, cátaros...), en la violencia de la santa inquisición,
en la hoguera para los herejes, etcétera, todos los combatientes que mataron y
murieron por defender los intereses eclesiásticos en aquellas empresas,
recibieron la bendición del obispo de Roma en turno, y no fueron excomulgados a
pesar de haber matado. La “defensa de la vida desde la concepción hasta la
muerte natural” es ley muerta para la jerarquía católica cuando se trata de
guardar sus terrenales intereses.
A
los asesinos que han participado y acaudillado las “guerras santas” se les ha
premiado con indulgencia*, y cientos de ellos han sido elevados a los altares
como beatos o santos, reconociéndolos como “héroes de la fe".
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