Poemas en prosa Oscar Wilde
(Nota del traductor)
Los seis poemas en prosa que hoy aparecen por primera vez en
castellano, reunidos en un volumen, fueron publicados en la Fortnightly
Review, siendo posteriormente reimpresos varias veces en América y en
París. La Casa del Juicio y El Discípulo aparecieron antes y separadamente
en The Spirit Lamp, de Oxford. Pensé traducir las versiones del Discípulo,
del Maestro, del Hacedor del bien, del Artista y de La Casa del Juicio, de
las que da André Gide en su In Memoriam, en atención a que fueron
escuchadas por éste en el curso de algunas de sus conversaciones con
Wilde; pensé traducirlas porque conservan todo el calor vital de una
conversación y no son las obras ya en exposición, retocadas y algo frías,
fuera del horno de fundición; Wilde tomó como motivo para contárselas la
observación de que Gide escuchaba con los ojos, observación que acababa de
hacer durante la comida en que se conocieron. No lo he hecho porque las
que Wilde dio a la publicación resultan algo ampliadas, y así el lector
podrá observar más aún el estilo del escritor refinadísimo. Estos seis
poemas en prosa, según aquellos que los escucharon de sus propios labios,
eran aún más brillantes oyendo a Wilde encajar como causeur maravilloso en
el cuadro de la conversación los mosaicos de las frases escogidas y de las
pausas sabias, con su voz, con aquella su voz "lánguida y musical", como
él se complace en decir de lord Henry Woton; aquella su voz que hoy
resultaría débil y vacilante, opaca y tristona. Viejo inimaginable para
los que tenemos inconmovible en nuestra imaginación la figura de Wilde,
Rey de la Vida, aquel Rey de la Vida de trágico reinado que creó y vivió
estas seis parábolas admirables, compareciendo por último en La Casa del
Juicio, y contestando seguramente a Dios, como su personaje: "No puedes
enviarme al infierno porque siempre he vivido en él, ni puedes enviarme al
cielo porque jamás, ni en parte alguna, he podido imaginarme un cielo."
El artista
Un día nació en su alma el deseo de modelar la estatua del «Placer
que dura un instante». Y marchó por el mundo para buscar el bronce, pues
sólo podía ver sus obras en bronce.
Pero el bronce del mundo entero había desaparecido y en ninguna parte
de la tierra podía encontrarse, como no fuese el bronce de la estatua del
«Dolor que se sufre toda la vida».
Y era él mismo con sus propias manos quien había modelado esa
estatua, colocándola sobre la tumba del único ser que amó en su vida.
Sobre la tumba del ser amado colocó aquella estatua que era su creación,
para que fuese muestra del amor del hombre que no muere nunca y como
símbolo del dolor del hombre, que se sufre toda la vida.
Y en el mundo entero no había más bronce que el de aquella estatua.
Entonces cogió la estatua que había creado, la colocó en un gran
horno y la entregó al fuego.
Y con el bronce de la estatua del «Dolor que se sufre toda la vida»
modeló la estatua del «Placer que dura un instante».
El hacedor del bien
Era de noche y estuvo Él solo. Y vio desde lejos las murallas de una
vasta ciudad y se acercó a ella.
Y cuando estuvo muy cerca oyó el jadeo del placer, la risa de la
alegría y el sonido penetrante de numerosos laúdes. Y llamó, y uno de los
guardianes de las puertas le abrió.
Y contempló una casa construida con mármol y que tenía unas bellas
columnatas de igual materia en su fachada, y sus columnatas estaban
cubiertas de guirnaldas y dentro y fuera habla antorchas de cedro.
Y Él penetró en la casa.
Y cuando hubo atravesado el vestíbulo de calcedonia y el de jaspe y
llegó a la gran sala del festín, vio acostado sobre un lecho de púrpura a
un joven con los cabellos coronados de rosas rojas y con los labios rojos
de vino.
Y se acercó a él, le tocó en el hombro, y le dijo:
-¿Por qué haces esta vida?
Y el joven se volvió y reconociéndole contestó:
-Era yo leproso y tú me curaste. ¿Cómo iba yo a hacer otra vida?
Y algo más lejos vio una mujer con la cara pintada, y el traje de
colores llamativos, y cuyos pies estaban calzados de perlas. Y detrás de
ella caminaba un hombre, con el paso lento de un cazador y llevando un
manto de dos colores. Y la faz de la mujer era bella como la de un ídolo y
los ojos del joven centelleaban cargados de deseo.
Y Él le siguió rápidamente. Y tocándole en una mano, le dijo:
-¿Por qué sigues a esa mujer y la miras de esa manera?
Y el joven se volvió, y, reconociéndole, respondió:
-Era yo ciego y me devolviste la vista. ¿Cómo iba yo a mirarla de
otra manera?
Y Él corrió hacia adelante, y tocando el vestido de colores chillones
de la mujer, dijo:
-Ese camino que sigues es el del pecado, ¿por qué lo sigues?
Y la mujer se volvió y le reconoció. Y le dijo riendo:
-Me perdonaste todos mis pecados y este camino que sigo es agradable.
Entonces Él sintió su corazón lleno de tristeza y abandonó la ciudad.
Y cuando salía de ella, vio por fin, sentado al borde de los fosos de
la ciudad, a un joven que lloraba.
Y se acercó a él, y tocándole los rizos de sus cabellos, le dijo:
-¿Por qué lloras?
Y el joven alzó los ojos para mirarle, y reconociéndole, respondió:
-Estaba yo muerto y me resucitaste. ¿Qué iba yo a hacer más que
llorar?
El discípulo
Cuando Narciso murió, el río de sus delicias se transformó de una
copa de agua dulce en una copa de lágrimas saladas, y las Oréades vinieron
llorando por los bosques a cantar junto al río y a consolarle.
Y cuando vieron que el río habíase convertido de copa de agua dulce
en copa de lágrimas saladas deshicieron los bucles verdes en sus
cabelleras. Y gritaban al río y le decían:
-No nos extraña que le llores así. ¿Cómo no ibas a amar a Narciso con
lo bello que era?
-¿Pero Narciso era bello?
-¿Quién mejor que tú puede saberlo? -respondieron las Oréades- Nos
despreciaba a nosotras, pero te cortejaba a ti, e inclinado sobre tus
orillas, dejaba reposar sus ojos sobre ti, y contemplaba su belleza en el
espejo de tus aguas.
Y el río contestó:
-Si amaba yo a Narciso, era porque, cuando inclinado en mis orillas,
dejaba reposar sus ojos sobre mí, y en el espejo de sus ojos veía
reflejada yo mi propia belleza.
El maestro
Y cuando las tinieblas cayeron sobre la tierra, José de Arimatea,
después de haber encendido una antorcha de madera resinosa, descendió
desde la colina al valle, porque tenía que hacer en su casa.
Y arrodillándose sobre los pedernales del Valle de la Desolación, vio
a un joven desnudo, que lloraba.
Sus cabellos eran de color de miel y su cuerpo como una flor blanca;
pero las espinas habían desgarrado su cuerpo, y a guisa de corona, llevaba
ceniza sobre sus cabellos.
Y José, que tenía grandes riquezas, dijo al joven desnudo y que
lloraba:
-Comprendo que sea grande tu dolor porque verdaderamente Él era un
justo.
Mas el joven le respondió:
-No lloro por Él, sino por mí mismo. Yo también he convertido el agua
en vino y he curado al leproso y he devuelto la vista al ciego. Me he
paseado sobre la superficie de las aguas y he arrojado a los demonios que
habitan en los sepulcros. He dado de comer a los hambrientos en el
desierto, allí donde no había ningún alimento, y he hecho levantarse a los
muertos de sus lechos angostos, y por mandato mío y delante de una gran
multitud, una higuera seca ha florecido de nuevo. Todo cuanto Él hizo, lo
he hecho yo. Y sin embargo, no me han crucificado.
La casa del juicio
Y el silencio reinaba en la Casa del Juicio, y el hombre compareció
desnudo ante Dios.
Y Dios abrió el libro de la vida del hombre.
Y Dios dijo al hombre:
-Tu vida ha sido mala y te has mostrado siempre cruel con los que
necesitaban socorro y con los que carecían de apoyo. Has sido hosco y duro
de corazón. Te llamó el pobre y tú no le oíste, y cerraste tus oídos al
grito del hombre afligido. Te apoderaste para tu uso particular de la
herencia del huérfano y lanzaste las zorras a la viña de tu vecino.
Cogiste el pan de los niños y lo diste de comer a los perros, y a mis
leprosos, que vivían en los pantanos y que me loaban, los perseguiste con
saña por los caminos, por esa tierra mía, con la cual te formé. Y vertiste
sangre inocente.
Y el hombre respondió y dijo:
-Hice eso, efectivamente.
Y Dios abrió por segunda vez el libro de la vida del hombre.
Y Dios dijo al hombre:
-Tu vida ha sido mala y has escondido la belleza que yo he mostrado,
y el bien que yo he escondido, le has olvidado. Los muros de tu estancia
estaban pintados con imágenes, y te levantabas de tu lecho de abominación
al son de flautas. Erigiste siete altares a los pecados que yo sufrí, y
comiste lo que no se debe comer; la púrpura de tus vestidos estaba bordada
con tres signos de afrenta. Tus ídolos no eran de oro ni de plata
perdurables, sino de carne perecedera. Bañabas su cabellera en perfumes y
colocabas granadas en sus manos. Ungías sus pies con azafrán y desplegabas
tapices ante ellos. Pintabas con antimonio sus párpados y untabas sus
cuerpos con mirra. Te prosternaste ante ellos y los tronos de tus ídolos
se elevaron hasta el sol. Mostraste al sol tu ignorancia y a la luna tu
demencia.
Y el hombre respondió y dijo:
-Hice eso, igualmente.
Y por tercera vez abrió Dios el libro de la vida del hombre.
Y Dios dijo al hombre:
-Tu vida ha sido mala y has pagado el bien con el mal y la bondad con
la impostura. Has herido las manos que te alimentaron y has despreciado
los senos que te dieron su leche. El que llegó hasta ti con agua, se
marchó sediento, y a los hombres fuera de la ley, que te escondían por la
noche en sus tiendas, les delatabas antes del alba. Tendiste un lazo a tu
enemigo que te había perdonado, y al amigo que iba contigo le vendiste por
dinero; y a los que te trajeron amor, les diste en pago lujuria.
Y el hombre respondió y dijo:
-Hice eso, igualmente.
Y Dios cerró el libro de la vida del hombre y dijo:
-Realmente, debía enviarte al Infierno. Sí, al Infierno es donde debo
enviarte.
Y el hombre exclamó:
-No puedes hacerlo.
Y Dios dijo al hombre:
-¿Por qué no puedo enviarte al Infierno?
-Porque he vivido siempre en el Infierno -respondió el hombre.
Y el silencio reinó en la Casa del Juicio.
Y al cabo de un momento, habló Dios y dijo al hombre:
-Ya que no puedo enviarte al Infierno, te enviaré al Cielo. Sí, al
Cielo es adonde te enviaré.
Y el hombre exclamó:
-No puedes hacerlo.
Y Dios dijo al hombre:
-¿Por qué razón no puedo enviarte al Cielo?
-Porque jamás ni en parte alguna he podido imaginarme el Cielo
-replicó el hombre.
Y el silencio reinó en la Casa del Juicio.
El maestro de la sabiduría
Desde su infancia le habían inculcado, como a cualquiera, el perfecto
conocimiento de Dios, y hasta cuando era niño, muchos santos así como
ciertas santas mujeres que vivían en la libre ciudad, donde él nació,
habíanse quedado atónitos ante sus respuestas graves y sabias.
Y cuando sus padres le entregaron el traje y el anillo de la edad
viril, les abrazó, abandonándoles para ir a correr mundo, porque quería
hablar de Dios al universo.
Pues había por aquel tiempo en el mundo muchas personas que no
conocían a Dios en absoluto, que sólo tenían de él un conocimiento
incompleto, o que adoraban los falsos dioses que habitan en los bosques
sagrados sin preocuparse de sus adoradores.
Y poniéndose de frente al sol se puso en marcha, caminando sin
sandalias como había visto andar a los santos y llevando en su cintura un
zurrón de cuero y un pequeño cántaro de barro cocido.
Y como caminaba a lo largo del ancho camino sentíase lleno de ese
gozo que nace del conocimiento perfecto de Dios, y le cantaba alabanzas
sin cesar en sus cantos. Y al cabo de algún tiempo, entró en un país
desconocido en el que se alzaban muchas ciudades.
Y atravesó once ciudades.
Y algunas de éstas se hallaban en los valles, otras en las riberas de
grandes ríos y otras asentadas sobre colinas.
Y en cada ciudad encontró un discípulo que le amó y le siguió, y una
gran multitud en cada ciudad le siguió asimismo, y el conocimiento de Dios
se esparció sobre toda la tierra y muchos jefes de Estado se convirtieron.
Y los sacerdotes de los templos en que había ídolos vieron que la
mitad de su ganancia se perdía y que cuando a mediodía golpeaban sus
tambores nadie, o muy poca gente, acudía con panes y ofrendas de carne,
como era costumbre en el país antes de llegar el peregrino.
Sin embargo, cuanto más aumentaba la multitud que le seguía, cuanto
mayor era el número de sus discípulos, más grande era su aflicción.
Y él no sabía por qué su aflicción era tan grande, pues hablaba
siempre de Dios y según la plenitud de conocimiento perfecto de Dios, que
Dios mismo le había dado.
Y una noche salió de la oncena ciudad, que era una ciudad de Armenia,
y sus discípulos y una gran multitud le siguieron, y subió a una montaña y
se sentó sobre una roca que había en ella.
Y sus discípulos se agruparon a su alrededor y la multitud se
arrodilló en el valle.
Y él hundió la cabeza en sus manos y lloró y dijo a su alma:
-¿Por qué estoy tan lleno de aflicción y de temor y por qué cada uno
de iris discípulos es como un enemigo que se adelanta a plena luz?
Y su alma le respondió y dijo:
-Dios te ha llenado del conocimiento perfecto de Él mismo y tú has
dado esa ciencia a los demás. Has dividido la perla de gran valor y has
repartido en trozos el vestido sin costura. El que difunde la sabiduría se
roba a sí mismo. Es lo mismo que quien da un tesoro a un ladrón ¿Acaso
Dios no es más sabio que tú? ¿Quién eres tú para revelar el secreto que
Dios te ha confiado? Yo era rica un día y tú me has empobrecido. Yo he
visto a Dios un día y ahora tú me lo has ocultado.
Y de nuevo lloró él porque sabía que su alma le decía la verdad y que
había dado a los demás el conocimiento perfecto de Dios, y que se
encontraba como un hombre que se ha colgado de los pliegues de la
vestidura de Dios, y que su fe disminuiría en relación al número de los
que veían en él.
Y se dijo a sí mismo:
-No volveré a hablar de Dios. El que infunde la sabiduría se roba a
si mismo.
Y algunas horas más tarde, sus discípulos fueron a su encuentro, e
inclinándose hasta el suelo, le dijeron:
-Maestro, háblanos de Dios, porque tienes el conocimiento perfecto de
Él y ningún hombre más que tú lo posee.
Y él contestó:
-Os hablaré de todas las demás cosas que hay en el cielo y en la
tierra, pero no os hablaré de Dios. Ni ahora ni nunca os volveré a hablar
de Dios.
Y ellos se irritaron y le dijeron:
-Nos has conducido al desierto para que pudiéramos escucharte.
¿Quieres despedirnos hambrientos a nosotros y a la gran multitud que has
invitado a seguirte?
Y él respondió:
-No os hablaré de Dios.
Y la multitud murmuró contra él y le dijo:
-Nos has conducido al desierto y no nos has dado alimento para comer.
Háblanos de Dios y eso nos bastará.
Pero él no contestó una palabra, porque sabía que si hablaba de Dios
les daría un tesoro.
Y los discípulos se marcharon tristemente y la multitud regresó a sus
casas. Y muchos fallecieron en el camino.
Y cuando estuvo solo se levantó y volviéndose hacia la luna, viajó
durante siete lunas sin hablar a ningún hombre y sin responder a ninguna
pregunta.
Y cuando la séptima luna iba a desaparecer, llegó al desierto del
gran Río.
Y encontrando vacía una caverna habitada en otro tiempo por un
centauro, la tomó por abrigo y tejió una esterilla de junco para acostarse
en ella y hacer vida de eremita.
Y a cada hora, el eremita alababa a Dios, que había permitido que
aprendiera a conocerle y a conocer su grandeza admirable.
Ahora bien; una noche, estando el eremita sentado ante la caverna en
un sitio de reposo que se había arreglado, vio a un joven de rostro
perverso y hermoso que pasaba sencillamente vestido y con las manos
vacías.
Todas las noches pasó de nuevo el joven con las manos vacías y todas
las mañanas volvió con las manos llenas de púrpura y de perlas, pues era
un ladrón y robaba a las caravanas de mercaderes.
Y el eremita le miró y tuvo piedad de él. Pero no le dijo una palabra
porque sabía que quien dice una palabra pierde su fe.
Y una mañana, cuando regresaba el joven con las manos llenas de
púrpura y de perlas, se detuvo, frunció las cejas, dio con el pie sobre la
mesa y dijo al eremita:
-¿Por qué me miras siempre de ese modo cuando paso? ¿Qué es lo que
veo en tus ojos? Porque ningún hombre me ha mirado antes de ese modo. Y es
para mí un aguijón y una tristeza.
Y el eremita le respondió:
-Lo que hay en mis ojos es piedad. Es la piedad la que te mira por
mis ojos.
Y el joven rió con risa despreciativa y gritó al eremita con tono
amargo:
-Tengo púrpura y perlas en mis manos y tú no tienes más que una
esterilla de junco para acostarte. ¿Qué piedad vas a tenerme? ¿Y por qué?
-Tengo piedad de ti -dijo el eremita-, porque no conoces a Dios.
-¿Es una cosa preciosa el conocimiento de Dios? -preguntó el joven.
Y se acercó a la entrada de la caverna.
-Es más preciosa que toda la púrpura y que todas las perlas del mundo
-respondió el eremita.
-¿Y tú la posees?
Y se acercó más.
-En otro tiempo -respondió el eremita- poseía yo realmente el
conocimiento perfecto de Dios, pero en mi locura lo he repartido y
dividido entre muchos otros hombres. Aun ahora, semejante recuerdo sigue
siendo para mí más precioso que la púrpura y que las perlas.
Y cuando el ladrón oyó esto, tiró la púrpura y las perlas que llevaba
en sus manos, y sacando una espada puntiaguda de recurvado acero, dijo al
eremita:
-Dame ahora mismo ese conocimiento de Dios que posees o te mato sin
vacilar. ¿Cómo no iba yo a matar a quien posee un tesoro mayor que el mío?
Y el eremita extendió sus brazos y dijo:
-¿No me valdría más ir a los parajes más alejados de la Casa de Dios
y loarle que vivir en el mundo y no conocerle? Mátame si ésa es tu
voluntad. Pero no entregaré mi conocimiento de Dios.
Entonces el ladrón cayó de rodillas y le suplicó; pero el eremita no
quiso ni hablarle de Dios ni darle su tesoro.
Y el ladrón se levantó y dijo al eremita:
-Sea como quieres. Por mi parte, voy a ir a la Ciudad de los Siete
Pecados, que está solamente a tres días de marcha de aquí, y por mi
púrpura me darán placer y por mis perlas me venderán alegría.
Y recogiendo la púrpura y las perlas se fue rápidamente.
Y el eremita le llamó a grandes gritos. Le siguió y le imploró.
Durante tres días siguió al ladrón por los caminos y le rogó que se
volviera y que no entrase en la Ciudad de los Siete Pecados.
Y a cada paso, el ladrón miraba al eremita, y llamándole, le decía:
-¿Quieres darme ese conocimiento de Dios que es más precioso que la
púrpura y las perlas? Si accedes a dármelo, no entraré en la ciudad.
Y el eremita le contestaba siempre:
-Te daré todo lo que tengo, a excepción de una sola cosa, porque ésa
no me está permitido dártela.
Y al caer la tarde del tercer día, se encontraron ambos ante las
grandes puertas escarlatas de la Ciudad de los Siete Pecados.
Y llegaron hasta ellos mil carcajadas que salían de la ciudad.
Y el ladrón respondió echándose a reír y llamó repetidamente a la
puerta.
Y cuando estaba llamando, el eremita llegó a él, y cogiéndole por los
pliegues de sus vestidos, le dijo:
-Abre tus manos y coloca tus brazos en torno de mi cuello; acerca tu
oído a mis labios y te daré el conocimiento de Dios que me queda.
Y el ladrón entonces se detuvo.
Y cuando el eremita le hubo entregado su conocimiento de Dios, se
desplomó sobre el suelo y lloró; y unas grandes tinieblas le ocultaron la
ciudad y el ladrón de tal modo que ya no les volvió a ver.
Y estando allí inclinado y deshecho en lágrimas, notó que alguien
estaba de pie a su lado; y Aquel que estaba de pie a su lado tenía pies de
bronce y cabellos como de lana fina.
Y levantó al eremita y le dijo:
-Hasta aquí has tenido el conocimiento perfecto de Dios; desde ahora
tendrás el perfecto amor de Dios. ¿Por qué lloras?
Y le besó.
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