LEYENDA DEL TESORO DEL LUGAR FLORIDO De “Leyendas de Guatemala”
¡El
Volcán despejado era la guerra!
Se iba apagando el
día entre las piedras húmedas de la ciudad, a sorbos, como se consume el fuego
en la ceniza. Cielo de cáscara de naranja, la sangre de las pitahayas goteaba
entre las nubes, a veces coloreadas de rojo y a veces rubias como el pelo del
maíz o el cuero de los pumas.
En lo alto del
templo, un vigilante vio pasar una nube a ras del lago, casi besando el agua, y
posarse a los pies del volcán. La nube se detuvo, y tan pronto como el
sacerdote la vio cerrar los ojos, sin recogerse el manto, que arrastraba a lo
largo de las escaleras, bajó al templo gritando que la guerra había concluido.
Dejaba caer los brazos, como un pájaro las alas, al escapar el grito de sus
labios, alzándolos de nuevo a cada grito. En el atrio, hacia Poniente, el sol
puso en sus barbas, como en las piedras de la ciudad, un poco de algo que
moría...
A su turno
partieron pregoneros anunciando a los cuatro vientos que la guerra había
concluido en todos los dominios de los señores de Atitlán.
Y ya fue noche de
mercado. El lago se cubrió de luces. Iban y venían las barcas de los
comerciantes, alumbradas como estrellas. Barcas de vendedores de frutas. Barcas
de vendedores de vestidos y calzas. Barcas de vendedores de jadeítas,
esmeraldas, perlas, polvo de oro, cálamos de pluma llenos de aguas aromáticas,
brazaletes de caña blanca. Barcas de vendedores de miel, chile verde y en
polvo, sal y copales preciosos. Barcas de vendedores de tintes y plumajería.
Barcas de vendedores de trementina, hojas y raíces medicinales. Barcas de
vendedores de gallinas. Barcas de vendedores de cuerdas de maguey, zibaque para
esteras, pita para hondas, ocote rajado, vajilla de barro pequeña y grande,
cueros curtidos y sin curtir, jícaras y máscaras de morro. Barcas de vendedores
de guacamayos, loros, cocos, resina fresca y ayotes de muy gentiles pepitas...
Las hijas de los
señores paseaban al cuidado de los sacerdotes, en piraguas alumbradas como
mazorcas de maíz blanco, y las familias de calidad, llevando comparsa de
músicos y cantores, alternaban con las voces de los negociantes, diestros y
avisados en el regatear.
El bullicio,
empero, no turbaba la noche. Era un mercado flotante de gente dormida, que
parecía comprar y vender soñando. El cacao, moneda vegetal, pa-saba de mano a
mano sin ruido, entre nudos de barcas y de hombres.
Con las barcas de
volatería llegaban el cantar de los cenzontles, el aspaviento de las chorchas,
el parloteo de los pericos... Los pájaros costaban el precio que les daba el
comprador, nunca menos de veinte granos, porque se mercaban para regalos de
amor.
En las orillas del
lago se perdían, temblando entre la arboleda, la habladera y las luces de los
enamorados y los vendedores de pájaros.
Los sacerdotes
amanecieron vigilando el Volcán desde los grandes pinos. Oráculo de la paz y de
la guerra, cubierto de nubes era anuncio de paz, de seguridad en el Lugar
Florido, y despejado, anuncio de guerra, de invasión enemiga. De ayer a hoy se
había cubierto de vellones por entero, sin que lo supieran los girasoles ni los
colibríes.
Era la paz. Se
darían fiestas. Los sacrificadores iban en el templo de un lado a otro,
reparando trajes, aras y cuchillos de obsidiana. Ya sonaban los tambores, las
flautas, los caracoles, los atabales, los tunes. Ya estaban adornados los
sitiales con respaldo. Había flores, frutos, pájaros, colmenas, plumas, oro y
piedras caras para recibir a los guerreros. De las orillas del lago se
disparaban barcas que llevaban y traían gente de vestidos multicolores, gente
con no sé qué de vegetal. Y las pausas espesaban la voz de los sacerdotes,
cubiertos de mitras amarillas y alineados de lado a lado de las escaleras, como
trenzas de oro, en el templo de Atit.
—¡Nuestros
corazones reposaron a la sombra de nuestras lanzas!—clamaban los sacerdotes...
—¡Y se blanquearon
las cavidades de los árboles, nuestras casas, con detritus de animales, águila
y jaguar! . . .
—¡Aquí va el
cacique! ¡Es éste! ¡Este que va aquí! —parecían decir los eminentes, barbados
como dioses viejos, e imitarles las tribus olorosas a lago y a telar—. ¡Aquí va
el cacique! ¡Es éste! ¡Este que va aquí!...
—¡Allí veo a mi
hijo, allí, allí, en esa fila!—gritaban las madres, con los ojos, de tanto
llorar, suaves como el agua.
—Aquél
—interrumpían las doncellas— es el dueño de nuestro olor! ¡Su máscara de puma y
las plumas rojas de su corazón!
Y otro grupo, al
paso:
—¡Aquél es el
dueño de nuestros días! ¡Su máscara de oro y sus plumas de sol!
Las madres
encontraban a sus hijos entre los guerreros, porque conocían sus máscaras, y
las doncellas, porque sus guardadores les anunciaban sus vestidos.
Y señalando al
cacique:
—¡Es él! ¿No veis
su pecho rojo como la sangre y sus brazos verdes como la sangre vegetal? !Es
sangre de árbol y sangre de animal! ¡Es ave y árbol! ¿No veis la luz en todos
sus matices sobre su cuerpo de paloma? ¿No veis sus largas plumas en la cola?
¡Ave de sangre verde! ¡Árbol de sangre roja! ¡Kukul! ¡Es él! ¡Es él!
Los guerreros
desfilaban, según el color de sus plumas, en escuadrones de veinte, de
cincuenta y de cien. A un escuadrón de veinte guerreros de vestidos y penachos
rojos, seguían escuadrones de cuarenta de penachos y vestidos verdes y de cien
guerreros de plumas amarillas. Luego los de las plumas de varios matices,
recordando el guacamayo, que es el engañador. Un arco iris en cien pies. . .
—¡Cuatro mujeres
se aderezaron con casacas de algodón y flechas! ¡Ellas combatieron parecidas en
todo a cuatro adolescentes! —se oía la voz de los sacerdotes a pesar de la
muchedumbre, que, sin estar loca, como loca gritaba frente al templo de Atit,
henchido de flores, racimos de frutas y mujeres que daban a sus senos color y
punta de lanzas.
El cacique recibió
en el vaso pintado de los baños a los mensajeros de los hombres de Castilán,
que enviaba el Pedro de Alvarado, con muy buenas palabras, y los hizo ejecutar
en el acto. Después vestido de plumas rojas el pecho y verdes los brazos,
llevando manto de finísimos bordados de pelo de ala tornasol, con la cabeza
descubierta y los pies desnudos en sandalias de oro, salió a la fiesta entre
los Eminentes, los Consejeros y los Sacerdotes: Veíase en su hombro una herida
simulada con tierra roja y lucía tantas sortijas en los dedos que cada una de
sus manos remedaba un girasol.
Los guerreros
bailaban en la plaza asaeteando a los prisioneros de guerra, adornados y atados
a la faz de los árboles.
Al paso del
cacique, un sacrificador, vestido de negro, puso en sus manos una flecha azul.
El sol asaeteaba a
la ciudad, disparando sus flechas desde el arco del lago...
Los pájaros
asaeteaban el lago, disparando sus flechas desde el arco del bosque...
Los guerreros
asaeteaban a las víctimas, cuidando de no herirlas de muerte para prolongar la
fiesta y su agonía.
El cacique tendió
el arco y la flecha azul contra el más joven de los prisioneros, para burlarlo,
para adorarlo. Los guerreros en seguida lo atravesaron con sus flechas, desde
lejos, desde cerca, bailando al compás de los atabales.
De improviso, un
vigilante interrumpió la fiesta. ¡Cundió la alarma! El ímpetu y la fuerza con
que el Volcán rasgaba las nubes anunciaban un poderoso ejército en marcha sobre
la ciudad. El cráter aparecía más y más limpio. El crepúsculo dejaba en las
peñas de la costa lejana un poco de algo que moría sin estruendo, como las
masas blancas, hace un instante inmóviles y ahora presas de agitación en el
derrumbamiento. Lumbreras apagadas en las calles... Gemidos de palomas bajo los
grandes pinos... ¡El Volcán despejado era la guerra ! . . .
—¡Te alimenté
pobremente de mi casa y mi recolección de miel; yo habría querido conquistar la
ciudad, que nos hubiera hecho ricos!—clamaban los sacerdotes vigilantes desde
la fortaleza, con las manos ilustradas extendidas hacia el Volcán, exento en la
tiniebla mágica del lago, en tanto los guerreros se ataviaban y decían:
—¡ Que los hombres
blancos se confundan viendo nuestras armas! ¡Que no falte en nuestras manos la
pluma tornasol, que es flecha, flor y tormenta primaveral! ¡Que nuestras lanzas
hieran sin herir!
Los hombres
blancos avanzaban; pero apenas se veían en la neblina. ¿Eran fantasmas o seres
vivos? No se oían sus tambores, no sus clarines, no sus pasos, que arrebataba
el silencio de la tierra. Avanzaban sin clarines, sin pasos, sin tambores.
En los maizales se
entabló la lucha. Los del Lugar Florido pelearon buen rato, y derrotados,
replegáronse a la ciudad, defendida por una muralla de nubes que giraba como
los anillos de Saturno.
Los hombres
blancos avanzaban sin clarines, sin pasos, sin tambores. Apenas se veían en la
neblina sus espadas, sus corazas, sus lanzas, sus caballos. Avanzaban sobre la
ciudad como la tormenta, barajando nubarrones, sin indagar peligros, avasalladores,
férreos, inatacables, entre centellas que encendían en sus manos fuegos
efímeros de efímeras luciérnagas; mientras, parte de las tribus se aprestaba a
la defensa y parte huía por el lago con el tesoro del Lugar Florido a la falda
del Volcán, despejado en la remota orilla, trasladándolo en barcas que los
invasores, perdidos en diamantino mar de nubes, columbraban a lo lejos como
explosiones de piedras preciosas.
No hubo tiempo de
quemar los caminos. ¡Sonaban los clarines! ¡Sonaban los tambores! Como anillo
de nebulosas se fragmentó la muralla de la ciudad en las lanzas de los hombres
blancos, que, improvisando embarcaciones con troncos de árboles, precipitáronse
de la población abandonada a donde las tribus enterraban el tesoro. ¡Sonaban
los clarines! ¡Sonaban los tambores! Ardía el sol en los cacaguatales. Las
islas temblaban en las aguas conmovidas, como manos de brujos extendidas hacia
el Volcán.
¡Sonaban los
clarines! ¡Sonaban los tambores!
A los primeros
disparos de los arcabuces, hechos desde las barcas, las tribus se desbandaron
por las arroyadas, abandonando perlas, diamantes, esmeraldas, ópalos, rubíes,
amargajitas, oro en tejuelos, oro en polvo, oro trabajado, ídolos, joyas,
chalchihuitls, andas y doseles de plata, copas y vajillas de oro, cerbatanas
recubiertas de una brisa de aljófar y pedrería cara, aguamaniles de cristal de
roca, trajes, instrumentos y tercios cien y tercios mil de telas bordadas con
rica labor de pluma; montaña de tesoros que los invasores contemplaban desde
sus barcas deslumbrados, disputando entre ellos la mejor parte del botín. Y ya
para saltar a tierra —¡sonaban los clarines!, ¡sonaban los tambores!—
percibieron, de pronto, el resuello del Volcán. Aquel respirar lento del Abuelo
del Agua les detuvo; pero, resueltos a todo, por segunda vez intentaron
desembarcar a merced de un viento favorable y apoderarse del tesoro. Un chorro
de fuego les barrió el camino. Escupida de sapo gigantesco. ¡Callaron los
clarines! ¡Callaron los tambores! Sobre las aguas flotaban los tizones como
rubíes y los rayos de sol como diamantes, y, chasmucados dentro de sus corazas,
sin gobierno sus naves, flotaban a la deriva los de Pedro de Alvarado, viendo
caer, petrificados de espanto, lívidos ante el insulto de los elementos,
montañas sobre montañas, selvas sobre selvas, ríos y ríos en cascadas, rocas a
puñados, llamas, cenizas, lava, arena, torrentes, todo lo que arrojaba el
Volcán para formar otro volcán sobre el tesoro del Lugar Florido, abandonado
por las tribus a sus pies, como un crepúsculo.
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