Miguel Cervantes LA TÍA FINGIDA
(cuya verdaderahistoria sucedió en Salamanca el año de 1575)
(Ms. Porras)
Pasando por cierta calle
de Salamanca
dos estudiantes
mancebos y manchegos, más amigos del
baldeo y rodancho que Bártulo y Baldo, vieron en una ventana de una casa y tienda
de came
una celosía,
y pareciéndoles novedad, porque
la gente
de la
tal casa,
si no
se descubila y apregonaba, no se vendía, y queriéndose informar del caso, deparóles su
diligencia un oficial
vecino, pared en medio, el cual les dijo:
-Señores, habrá ocho días, que vive en esta casa una señora forastera,
medio beata y
de mucha autoridad.
Tiene consigo una doncella de
estremado parecer y brío, que dicen
ser su sobrina. Sale con
un escudero
y dos dueñas, y según he juzgado
es gente
honrada y de gran recogimiento: hasta ahora no he
visto entrar persona alguna de
esta ciudad, ni de otra a visitallas, ni sabré decir de cuál vinieron a Salamanca.
Mas lo que sé es que la moza es hermosa y honesta, y que el fausto y autoridad de la tía no es de gente pobre.
La relación que dio el vecino
oficial a los estudiantes, le puso codicia de dar cima a
aquella aventura; porque siendo pláticos en la ciudad,
y deshollinadores de cuantas
ventanas tenían albahacas con tocas, en toda ella
no sabían
que tal tía y sobrina hubiesen
cursantes en su
Universidad, principalmente que viniesen a vivir a semejante casa, en
la cual,
por ser de buen peaje,
siempre se había vendido tinta,
aunque no de la fina:
que hay casas, así en Salamanca
como en otras ciudades, que llevan de suelo vivir siempre en ellas mugeres cortesanas, y por otro nombre trabajadoras o enamoradas.
Eran ya cuasi las
doce del día, y la dicha
casa estaba cerrada por fuera,
de lo
cual coligieron, o que no
comían en ella
sus moradoras, o que vendrían
con brevedad; y no les salió
yana su presunción, porque a poco rato vieron venir una reverenda
matrona, con unas tocas
blancas como la nieve, más
largas que una sobrepelliz de un canónigo portu- gués, plegadas sobre la frente, con su ventosa y con
un gran
rosario al cuello de cuentas
sonadoras, tan gordas como
las de Santenuflo, que a la
cintura la llegaba: manto de
seda y lana, guantes blancos y nuevos sin vuelta, y un báculo o junco de
las Indias con su remate
de plata en la mano derecha,
y de la izquierda
la traía un escudero de los del tiemPo
del Conde
Fernán González, con su sayo
de velludo,
ya sin
vello, su martingala de escarlata,
sus borceguíes bejaranos,
capa de fajas, gorra de
Milán, con su bonete de
ahuja, porque era enfermo
de vaguidos,
y sus guantes
peludos, con su tahalí y espada navarrisca. Delante venía su
sobrina, moza, al parecer, de
diez y ocho años, de rostro
mesurado y grave, más aguileño que
redondo: los ojos negros rasgados,
y al descuido adormecidos,
cejas tiradas y bien
compuestas, pestañas negras, y encamada la
color del rostro: los cabellos plateados y crespos por artificio, según se descubrían
por las sienes: saya de buriel fino,
ropa justa de contray o frisado, los chapines de
terciopelo negro con sus claveles y rapacejos
de plata bruñida, guantes olorosos, y no de polvillo
sino de ámbar. El
ademán era grave, el mirar honesto,
el paso ayroso y de garza. Mirada en partes parecía
mui bien, y en
el todo
mucho mejor; y aunque la condición
e inclinación de los dos manchegos era la misma, que es la de los cuerbos nuevos, que a cualquier
carne se abaten, vista
la de
la nueva
garza, se abatieron a ella con
todos sus cinco sentidos, quedando suspensos y enamorados de tal donaire y belleza:
que esta
prerrogativa tiene la hermosura,
aunque sea cubierta de sayal. Venían detrás dos dueñas de honor, vestidas a la traza del
escudero.
Con todo este estruendo
llegó esta buena señora a su
casa, y abriendo el buen escudero la puerta, se entraron en ella; bien es verdad que al entrar,
los dos
estudiantes derribaron sus bonetes con
un extraordinario modo de crianza y respeto,
mezclado con afición, plegando sus rodillas e inclinando sus ojos, como si fueran los más benditos y corteses hombres del mundo. Atrancáronse las señoras, quedáronse los señores en la calle,
pensatibos y medio
enamorados, dando y tomando
brevemente en qué hacer debían, creyendo
sin duda,
que pues
aquella gente era forastera, no habrían venido a Salamanca a aprender
leyes, sino para quebrantarlas.
Acordaron, pues, de darle una música la
noche siguiente; que este es
el primer
servicio que a sus damas hacen
los estudiantes pobres.
Fuéronse luego a dar fin
y quito a su pobreza, que era
una tenue
porción, y comidos que fueron y no de penos convocaron a sus amigos,
juntaron guitarras e instrumentos, previnieron músicos,
y fuéronse a un poeta de los
que sobran en aquella ciudad,
al cual
rogaron que sobre el
nombre de Esperanza -que así se llamaba la de sus vidas, pues ya por tal la tenían- fuese servido
de componerles alguna letra para cantar aquella noche; mas que en todo caso incluyese
la composición el nombre de Esperanza. Encargóse de este cuidado
el poeta,
y en poco rato, mordiéndose los labios y las uñas,
y rascándose las sienes y frente, forjó un soneto,
como lo pudiera hacer un cardador o peraile.
Diósele a los
amantes, contentóles, y acordaron
que el
mismo autor se lo fuese
diciendo a los músicos, porque no había lugar de tomallo de memoria.
Llegóse en esto la noche, y en la hora acomodada para la solemne fiesta, juntáronse
nueve matantes de la Mancha,
que sacaron cualquiera de una
taza malagan por sorda que
fuese, y cuatro músicos
de voz
y guitarra, un salterio, una arpa,
una bandurria,
dos cencerros, y una gaita zamorana,
treinta broqueles y otras tantas cotas, todo repartido entre una grande tropa
de paniaguados,
o por mejor decir, pan y vinagres.
Con toda esta procesión y estruendo
llegaron a la calle y casa de la señora, y en entrando
por ella sonaron los crueles cencerros
con tal ruido, que puesto que la noche había
ya pasado
el filo,
y aun el corte de la
quietud, y todos sus vecinos y moradores de ella estaban
de dos
dormidas, como gusanos de
seda, no fue posible dormir
más sueño, ni quedó persona
en toda la vecindad, que no dispertase y a las ventanas se pusiese. Sonó luego la gaita las gambetas,
y acabó con el esturdión,
ya debajo de la ventana de la dama. Luego al son de la harpa, dictándolo el
poeta su artífice, cantó el
soneto un músico de los
que no
se hacen
de rogar, en voz
acordada y suave,
el cual decía de esta manera:
Esperanza de vida y de tesoro,
pues no
la tiene
aquel que no la alcanza.
Si yo la alcanzo,
tal será mii andanza,
que no emthidie
al francés, al indio, al moro;
por tanto, tu fabor gallardo
imploro, Cupido, Dios
de toda
dulce holganza.
Que aunque es esta Esperanza
tan pequeña, que apenas tiene
años diez y nueve,
será quien la alcanzare
un gran
gigante.
Crezca el incendio,
añádase la leña,
¡o Esperanza gentil! ¿y quién se
atreve a no ser en serviros
vigilante?
Apenas se había acabado
de cantar
este descomulgado soneto, cuando un vellacón
de los circunstantes, graduado in
utroque jure, dijo a otro que
al lado
tenía, con voz lebantada
y sonora:
-¡Voto a tal, que no he oído mejor estrambote, en todos los días de mi vida! ¿Ha visto Vmd. aquel concordar de versos, y aquella invocación de Cupido, y aquel jugar del vocablo con
el nombre
de la
dama, y aquel imploro tan bien
encajado, y los años de la
niña tan engeridos, con aquella comparación, tan bien contrapuesta y traída,
de pequeña a gigante? Pues
ya, la maldición o imprecación me digan, con aquel
admirable y sonoro vocablo de incendio.., juro a tal, que si conociera
al poeta que tal soneto compuso, que le había de
inviar mañana media docena de
chorizos que me trajo esta
semana el recuero de mi tierra.
Por sola la palabra
chorizos, se persuadieron los oyentes
ser el
que las
alabanzas decía estremeño sin
duda, y no se engañaron, porque se supo después
que era
de un
lugar de Estremadura, que está
junto a Xaraicejo; y de allí adelante
quedó en opinión de
todos por hombre docto y versado
en la
arte poética, sólo por haberle
oído desmenuzar tan en particular el cantado y
encantado soneto.
A todo lo
cual se estaban las ventanas
de la
casa cerradas, como su madre
las parió, de lo que no poco se deseperaban
los dos desesperados, y esperantes manchegos; pero, con todo eso, al son de las guitarras segundaron
a tres voces con el siguiente
romanze, así mismo hecho a posta y por la posta para el propósito:
Salid Esperanza mía, A faborecer
el alma,
que sin vos agonizando, casi el cuerpo desampara.
Las nubes del temor frío
no cubran vuestra
luz clara;
que es mengua de
vuestros soles
no rendir quien los contrasta.
En el mar de mis enojos
tened tranquilas las aguas,
si no quereis
que el deseo
dé al través
con la Esperanza.
Por vos espero la vida,
quando la muerte me mata, y la gloria en el infierno,
y en el desamor la gracia.
A este
punto llegaban los músicos con el romance, cuando sintieron abrir
la ventana, y ponerse
a ella una de las dueñas, que aquel día habían visto, la cual les dijo, con una voz afilada y pulida:
-Señores, mi Señora Doña Claudia de Astudillo y Quiñones,
suplica a vuesas
mercedes la reciba su merced tan señalada, que se vayan a otra parte a dar esa música,
por escusar
el escándalo
y mal ejemplo que se da
a la vecindad, respecto de tener
en su
casa una sobrina doncella,
que es mi Señora Doña
Esperanza de Torralba, Meneses y Pa- checo, y no le está bien a su profesión
y estado que semejantes cosas se hagan a su
puerta; que de
otra suerte, y por otro estilo,
y con menos escándalo, la podrá
recibir de vuesas mercedes.-
A lo cual respondió
uno de
los pretendientes:
-Hacedme regalo y merced, señora dueña, de decir a mi Señora Doña Esperanza de
Torralba, Meneses y Pacheco,
que se ponga a esa ventana, que la quiero decir solas dos palabras, que son de su manifiesta utilidad y servicio.
-Huy, huy-, dijo la dueña, -en eso por cierto está mi Señora Doña Esperanza de Torralba,
Meneses y Pacheco.
Sepa, Señor mío, que no es de las que piensa, porque es mi Señora mui
principal, mui honesta, mui recogida,
mui discreta, mui graciosa, mui música, y mui leída y escribida, y no hará lo que Vmd. le suplica,
aunque la cubriesen de perlas.-
Estando en este deporte y conversación con la repulgada
dueña del huy y las perlas,
venía por la
calle gran tropel de gente,
y creyendo los músicos y acompañados que era la Justicia
de la
ciudad, se hicieron todos una
rueda, y recogieron en medio del
escuadrón el bagage de los músicos; y como llegase la Justicia,
comenzaron a repicar
los broque les y crugir
las mallas, a cuyo son no
quiso la Justicia danzar la
danza de espadas de los
hortelanos de la
fiesta del Corpus de Sevilla,
sino pasó adelante, por no
parecer a sus ministros, corchetes y porquerones aquella
feria de
ganancia. Quedaron
ufanos los
brabos, y quisieron proseguir su comenzada música; mas uno de los dos dueños de la má- quina, no quiso se prosiguiera si la Señora Doña Esperanza no se aso mara a la ventana,
a la cual ni aun la dueña se asomó, por
más que
volvieron a llamar; de lo cual
enfadados y corridos todos, quisieron apedrealle la casa, y quebralle
la celosía,
y darle una matraca o cantaleta: condición
propia de mozos en casos
semejantes. Mas aunque enojados, volvieron a hacer la refacción
y deshecha de la música, con
algunos villancicos. Volvió a
sonar la gaita, y el enfadoso
y brutal son de los cencerros,
con el
cual mido acabaron su música.
Cuasi al alba sería,
cuando el escuadrón se deshizo;
mas no se deshizo el
enojo que los manchego s tenían viendo lo poco que había aprovechado su música, con el cual se
fueron a casa de cierto caballero amigo suyo, de los que llaman generosos en Salamanca
y se asientan
en cabeza de banco: el cual era mozo, rico, gastador, músico, enamorado, y sobre
todo amigo de valientes; al cual le contaron mui por estenso su suceso sobre la belleza, donaire,
brío, gracia de la doncella:
atendió el cual a la belleza
y hermosura, al donaire, brío y gracia con que se la describieron, juntamente con la gravedad y fausto de la
tía, y el poco o ningún remedio
ni esperanza
que tenían
de gozar
la doncella,
pues el de la música,
que era el primero y postrero servicio que ellos
podían hacerla, no les había
aprovechado ni servido de más de indignarla con el disfame de su vecindad. El caballero,
pues, que era de los del campo través, no tardó mucho en ofrecerles que él la conquistaría
para ellos, costase lo que
costase; y luego aquel mismo día
embió un recaudo, tan largo
como comedido, a la Señora Doña
Claudia, ofreciendo a su servicio
la persona, la vida, la hacienda
y su fabor. Informóse del page la astuta Claudia de la calidad y condiciones de su
Señor, de su
renta, de su
inclinación, y de sus entretenimientos y egercicios, como si le hubiera de tomar por verdadero
yerno; y el page diciéndole verdad le retrató de suerte,
que ella quedó medianamente
satisfecha, y embió con
él la
dueña del huy u del hondo
valle, que dice el libro
de caballerías,
con la
respuesta no menos larga y comedida
que había sido la embajada. Entró la dueña, recibióla el caballero cortésmente; sentóla junto de sí
en una
silla, y quitóle el manto de
la cabeza,
y diole un lenzuelo de encajes
con que
se quitase el sudor, que
venía algo fatigadilla del camino:
y antes que le digese palabra
del recaudo que traía, hizo que le sacasen una caja de mermelada, y él por su mano le cortó
dos bueñas postas de ella,
haciéndole enjugar los dientes con
dos docenas de tragos de vino del Santo, con
lo cual
quedó hecha una amapola, y más contenta que si
la hubieran dado una Canongía.
Propuso luego
su embajada,
con sus
torcidos, acostumbrados
y
repulgados vocablos, y concluyó con
una mui
formada mentira, cual fue, que
su Señora
Doña Esperanza de Torralba, Meneses y Pacheco estaba tan pulcela como su madre la parió -
que
si dijera como la madre que la parió no fuera tan grande- mas que con todo eso, para su
merced, que no habría puerta de su Señora cerrada.
Respondióla el caballero que
todo cuanto le había dicho
del merecimiento,
valor y hermosura, honestidad, recogimiento y principalidad -por hablar a su modo- de su
ama lo
creía; pero aquello del pulcelazgo
se le
hacía algo durillo; por lo cual le rogaba, que en este punto le declarase la verdad de lo que sabía,
y que le juraba a fe de
caballero, si lo desengañaba, darle un manto de seda de los de cinco en púa. No fué menester conesta promesa dar otra vuelta al cordel del mego, ni atezarlelos garrotes para que la melindro sa dueña confesase la verdad, la cual era, por el paso en que estaba y por el de la horade su postrimería, que su Señora Doña Esperanza de Torralba,
Meneses y Pacheco estaba de tres mercados,
o por mejor decir de tres ventas;
añadiendo el cuánto, el con
quién ya dónde, con otras
mil circunstancias
con que
quedó don Félix que así se llamaba el caballero satisfecho
de todo
cuanto saber quería, y acabó con
ella, que aquella misma noche
lo encerrase
en casa,
donde y cuando quería ha -
blar a solas con la Esperanza sin que lo supiese la tía. Despidióla con buenas palabras y ofrecimientos, que llevase a sus amas, y dióle
en dinero
cuanto pudiese costar el negro
manto. Tomóla orden que tendría para entrar aquella noche en casa, con lo cual la dueña se fue,
loca de contento, y él quedó
pensando en su ida y aguardando
la noche,
que le parecía se
tardaba mil años,
según deseaba verse con
aquellas compuestas fantasmas.
Llegó el plazo, que
ninguno hay que no llegue,
y hecho un San Jorge, sin
amigo ni criado, se fue
Don Félix, donde halló que
la dueña
lo esperaba,
y abriéndole la puerta lo entró
en casa con mucho tino y silencio y puso en el aposento de su Señora Esperanza
tras las cortinas de su
cama, encargándole no hiciese algún
mido, porque ya la Señora
Doña Esperanza sabía que
estaba allí, y quei sin que
su tía
lo supiese,
a persuasión suya quería darle todo
contento; y apretándole la mano en señal de palabra que así lo haría, se salió la dueña, y D. Félix se quedó tras la cama de su Esperanza, esperando en qué había de parar aquel embuste
o enredo.
Serían las nueve de la noche, cuando entró a esconderse D. Félix, y, en una sala
conjunta a este aposento,
estaba la tía sentada en una silla baja de espaldas, y la sobrina en
un estrado
frontero, y en medio un gran
brasero de lumbre: la casa
puesta ya en silencio,
el escudero acostado, la otra dueña retirada y adormida;
sola la sabedora del nego cio estaba en pie y solicitando que su Señora la vieja se acostase, afirmando que las nueve que
el relox
había dado eran las diez,
mui deseosa que sus conciertos
viniesen a efecto, según su Señora
la moza y ella lo tenían
ordenado, cuales eran que, sin que la Claudia lo supiese, todo
aquello cuanto con que Don
Félix cayese y pechase fuese para
ellas solas, sin que
la vieja
tubiese que ver ni haber
de ello;
la cual
era tan mezquina y avara, y tan
señora de lo que la
sobrina ganaba y adquiría,
que jamás le daba un
solo real para comprar lo que extraordinariamente
hubiese menester, pensando si salle
este contribuyente de los muchos
que esperaba
tener, andando los días. Pero
aunque sabía la dicha Esperanza que Don Félix estaba en casa, no
sabía la
parte secreta donde estaba escondido. Convidada, pues, del mucho silencio de la noche y de la comodidad
del tiempo, dióle gana de
hablar a Doña Claudia, y así en
medio tono comenzó a decir a la
sobrina en esta
guisa:
Consejo de Estado y Hacienda
-Muchas veces te
he dicho,
Esperanza mía, que no se
te pasen
de la
memoria los consejos, los documentos y advertencias que te he dado siempre: los cuales, si los
guardas como debes y me has prometido, te servirán de tanta utilidad y provecho,
cuanto la mesma esperiencia y tiempo, que es maestro de todas las cosas, y aun descubridor, te
lo darán a entender.
No pienses
que estamos
aquí en Plasencia, de donde
eres natural, ni en Zamora, donde
comenzaste a saber qué cosa es
mundo y carne ni menos estamos
en Toro,
donde diste el tercer esquilmo de tu fertilidad, las cuales tierras son habitadas de gente buena y llana, sin malicia ni recelo, y no tan intrincada
ni versada en bellaquerías y diabluras como en la que hoy estamos. Advierte, hija mía, que estás en Salamanca, que es llamada en todo el mundo madre de las ciencias,
archivo de las habilidades, tesorera de los
bueno s ingenios, y que de ordinario
cursan en ella y habitan diez
o doce mil estudiantes, gente
moza, antojadiza,
arrojada, libre,
liberal, aficionada,
gastadora, discreta, diabólica y de humor. Esto es en lo general, pero en lo particular,
como todos. por la mayor parte, son forasteros y de diferentes
partes y provincias, no todos tienen unas mesmas condiciones; porque los vizcaínos, aunque son pocos
como las golondrinas cuando vienen,
es gente
corta de razones, pero si
se pican
de una
muger son largos de bolsa,
y como no conocen los metales,
así gastan en su servicio y sus tento la plata, como si fuese hierro de lo mucho que su tierra produce.
Los manchegos es
gente avalentonada, de los de
Cristo me lleve, y llevan ellos
el amor
a mogicones. Hay también aquí una masa de aragoneses,
valencianos y catalanes; tenlos por gente pulida, olorosa, bien criada y mejor aderezada, mas no los pidas más, y si más quieres
saber, sábete, hija,
que no saben de burlas,
porque son, cuando se enojan con una muger, algo crueles y no de mui buenos hígados.-
Los castellanos nuevos,
tenlos por nobles de pensamientos y que si tienen dan, y
por
lo menos si no dan no piden. Los estremeños,
tienen de todo como boticarios, y son como
la alquimia,
que si
llega a plata, lo es y si
al cobre,
cobre se queda. Para los
andaluces, hija, hay
necesidad de tener quince sentidos,
no cinco,
porque son agudos y perspicaces de ingenio, astut os, sagaces, y no nada miserables; esto y más tienen si son cordobeses. Los gallegos no se colocan en predicamento, porque
no son
alguien. Los asturianos son buenos para el sába do, porque siempre traen a casa grosura y mugre. Pues ya los
portugueses, es cosa larga de describirte y pintarte sus condiciones y propiedades, porque, como son gente
enjuta de celebro, cada loco
con su tema; mas la
de todos
por la mayor parte, es
que puedes
hacer cuenta que el mismo
amor vive en ellos envuelto
en laceria.
Mira, pues, Esperanza, con qué variedad de gentes has de tratar, si será necesario,
habiéndote de engolfar
en un
mar de
tantos bajíos e inconvenientes,
te señale
yo y enseñe un norte y estrella por
donde te guíes y rijas, porque
no dé
al trabés
el navío
de nuestra intención
y
pretensa que
es pelallos
y
disfrutallos a todos; y echemos
al agua
la
mercadería 84 Miguel
de Cervantesde mi nave, que es tu gentil y ga llardo cuerpo, tan dotado de gracia, donaire y garabato
para cuantos de él toma codicia.
Advierte, niña, que no hay maestro en toda esta Universidad, por famoso que sea, que sepa tan bien leer en su facultad, como yo sé y puedo enseñarte
en esta arte mundanal
que profesamos; pues así por los muchos años que he vivido en ella y por ella, y por las
muchas esper
iencias que he hecho, puedo ser jubilada en ella: y aunque lo que agora te quiero decir, es parte del
todo que otras muchas veces
te he
dicho, con todo eso quiero
que me estés atenta y me
des grato oído, porque no
todas veces lleva el marinero
tendidas las velas de su navío, ni todas las lleva cogidas, porque según es el viento tal el tiento.
Estaba a todo lo
dicho, la dicha niña Esperanza,
bajos los ojos, y escarbando el brasero con un cuchillo, inclinada la cabeza sin hablar palabra, y al parecer mui contenta y
obediente a cuanto la tía. le iba diciendo;
pero no contenta
Claudia con esto,
le dijo:
-Alza, niña, la cabeza, y deja de escarbar el fuego: daba y fija en mí los ojos, no te duermas,
que, para lo que te quiero decir, otros cinco
sentidos
más de los que tienes
debieras tener, para aprenderlo y percibirlo.-
A lo cual replicó Esperanza:
-Señora tía, no se canse ni me canse en alargar y proseguir
su arenga, que ya me tiene quebrada
la cabeza
con las
muchas veces que me ha
predicado y advertido de lo que me conviene y tengo que hacer: no quiera ahora de nuevo volvérmela
a quebrar. Mire ahora, ¿qué
más tienen los hombres de
Salamanca que los de otras
tierras? ¿Todos no son de carne
y hueso? ¿Todos no tienen alma,
con tres potencias y cinco sentidos?
¿Qué importa que tengan algunos más letras y estudios
que los otros hombres? Antes imagino
yo que los tales se
ciegan y caen más presto que
los otros,
y no se engañan, porque tienen
entendimiento para conocer y estimar cuánto vale la hermosura. ¿Hay más que hacer,
que incitar al tibio, probocar al casto, negarse al carnal, animar al cobarde,
alentar al corto, refrenar al
presumido, despertar al dormido, convidar
al descuidado,
acordar al olvidado, requerir
al... escribir al ausente, alabar al necio, celebrar al discreto, acariciar al rico, y desengañar al
pobre? ¿Ser ángel en la
calle, santa en la iglesia,
hermosa en la ventana, honesta en la casa, y demonio
en la cama?
-Señora tía, ya
todo esto me lo sé
de coro:
tráigame otras cosas nuevas de
que avisarme y ad vertirme, y déjelas para otra coyuntura,
porque le hago saber, que toda me duermo, y no estoy para poderla escuchar. Mas una sola cosa le quiero decir, y le asejuro, para que de ello esté mui cierta y enterada,
y es que no me dejaré más martirizar
de su mano, por
toda la ganancia que se
me pueda
ofrecer y seguir. Tres flores he
dado y tantas a Vmd. vendido,
y tres veces he pasado insufrible martirio.
¿Soy yo por ventura de
bronce? ¿no
tienen sensibilidad mis
carnes? ¿no hay
más sino dar
puntadas en ellas
como en ropa des-co sida o desgarrada? Por el siglo de la madre que no conocí, que no lo tengo
más de consentir. Deje, Señora tía, ya de rebuscar
mi viña, que a veces es más sabroso
el rebusco que el
esquilmo principal; y si todavía está
determinada que mi jardín se venda cuarta vez
por entero, intacto y jamás tocado,
busque otro modo más suave
de cerradura
para su postigo, porque
la del
sirgo y ahuja, no hay pensar
que más llegue a mis carnes.
-¡Ay, boba, boba-, -replicó
la vieja Claudia,- y que poco sabes de estos achaques! No
hay cosa que se le
iguale para este menester como
la de
la ahuja
y sírgo colorado, porque todo lo
demás es andar por las
ramas, no vale nada el
zuma que y vidrio molido; vale mucho menos la sanguijuela, ni la mirra no es de algún pro vecho, ni la cebolla
albarrana, ni elo de palomino, ni otros impertinentes menjurges que hay, que todo es aire s; porque no hay rústico
ya que, sí tantico quiera estar en lo que hace, no caiga en la cuenta de la moneda falsa. Vívame mi dedal y ahuja, y vívame juntamente tu paciencia y buen sufrimiento, y venga a
embestirte todo el género humano; que ellos quedarán
engañados, y tú con honra,
y yo con hacienda y más ganancia
que la
ordinaria. Yo confieso ser así, señora, lo que dices, replicó Esperanza; pero
con todo eso estoy resuelta
en mi determinación, aunque se menoscabe mi provecho; cuando y más que en la tardanza de la venta está el perder la ganancia que se puede adquirir abriendo tienda
desde luego, y más que no hemos de hacer aquí nuestro asiento y morada; que si, como dice, hemos
de ir
a Sevilla para la venida de
la flota,
no será
razón que se nos pase
el tiempo
en flores,
aguardando a vender la mía cuarta
vez, que ya está negra
de marchita.
Váyase a dormir,
señora, por su vida, y piense en esto, y mañana habrá de tomar la resolución
que mejor le pareciere; pues al cabo, al cabo, habré de seguir sus consejos,
pues la tengo por madre
y más que madre. Aquí llegaban
en su
plática la tía y sobrina, la
cual toda había
oído don
Félix, no
poco admirado
de seme jantes embustes
como encerraban en sí aquellas dos mugeres, al parecer
tan honestas y poco sospechosas de maldad, cuando, sin
ser poderoso
para escusarlo, comenzó a estornudar con tanta fuerza y mido, que se pudiera oír en la calle.
Al cual se lebantó doña Claudia,
toda alborotada y confusa,
y tomó la vela y entró
furiosa en el
aposento donde estaba
la cama de Es peranza; y si como se lo hubieran
dicho y ella lo supiera, se fué derecha a la dicha cama, y, alzando
las cortinas, halló al señor
caballero, empuñada su espada,
calado el sombrero, y mui aferruzado el semblante, y puesto a punto de
guerra.
Así como le vió la vieja, comenzó
a santiguarse, diciendo:
-¡Jesús, valme! ¿Qué gran desventura y desdicha
es ésta? ¿Hombres en mi casa, y
en tal lugar,
y a tales horas? Desdichada de mi!
¡Desventurada fui yo!
¿Y mi
honra y recogimiento? ¿Qué dirá quien lo supieren.
Sosiéguese Vmd., mi señora doña Claudia, - dijo don Félix,- que yo no he venido aquí por su deshonra y menoscabo, sino por su honor y prove cho. Soy caballero, y rico y callado, y sobre todo enamorado
de mi señora
doña Esperanza, y para alcanzar lo
que merecen
mis deseos
y afición, he procurado por cierta
negociación secreta, que Vmd. sabrá
algún día, de ponerme en
este lugar, no con otra intención
sino de ver y gozar desde
cerca de la que de
lejos me ha hecho quedar
sin mí; y si esta culpa merece alguna pena, en parte estoy y a tiempo somos, donde y cuando se me puede dar, pues,
me vendrá
de sus
manos que yo no estime
por mui crecida gloria, ni podrá ser más rigurosa
para mí que la que
padezco de mis deseos. ¡Ay
sin ventura,
- volvió a replicar
Claudia,- y
a cuantos peligros están puestas las
mugeres que viven sin maridos
y sin hombres que las defiendan
y amparen! ¡Agora si que té
echo menos, malogrado de ti, Juan de Braca monte no el arcediano de Xerez-,
mal desdichado
consorte mio, que si
tú fueras
vivo, ni yo me viera
en esta
ciudad, ni en la confusión
y afrenta en que me veo! Vmd., señor mío, sea servido luego al punto de volverse por
donde entró, y si algo quiere en esta su casa de mí o de mi sobrina,
desde afuera se podrá negociar
-no le despide ni desafucia-
con más espacio,
con más honra y con más provecho y gusto.
Para lo que yo quiero en la casa, señora mía, replicó don Félix, lo mejor que
ello tiene es estar dentro
de ella,
que la
honra por mi no se
perderá; la ganancia está en
la mano,
que es provecho, y el gusto
sé decir
que no puede faltar. Y para que no sea todo palabras, y que sean verdaderas estas mías, esta cadena de oro doy por fiador de ellas.
Y quitándose una buena cadena de
oro del
cuello, que pesaba cien ducados,
se la
ponía en el suyo.
A este punto, luego que vió tal oferta, y tan cumplida
parte de paga
la dueña
del concierto, antes que su ama respondiese ni la tomase, dijo:
-¿Hay príncipe en la tierra como éste, ni papa, ni emperador, ni Fúcar, ni
embajador, ni cajero de mercader,
ni perulero, ni aun canónigo
quod magis est, que haga
tal generosidad y largueza? Señora doña Claudia, por vida mía, que no se trate más de este negocio, sino que se le eche tierra, y haga luego todo cuanto este señor quisiere.
¿Estás en tu seso, Grij alba? -que así se llamaba la dueña-. ¿Estás en tu seso, loca
desatinada?, dijo doña Claudia. ¿Y la limpieza de Esperanza, su flor cándida, su puridad, su doncellez no tocada, su virginidad intacta? ¿Así se había de aventurar y vender,
sin más ni más, cebada de esa cadeni lla? ¿Estoy yo tan sin juicio que me tengo de encandilar de sus resplandores,
ni atar con sus eslabones, ni prender con sus ligamentos? ¡Por el siglo del que pudre, que tal no será! Vmd. se vuelva a poner su cadena,
señor caballero, y mírenos con mejores ojos, y entienda
que, aunque mugeres solas, somos principales, y que esta niña está como su madre la parió, sin que haya persona en
el mundo
que pueda
decir otra cosa, y si en
contra de esta verdad le
hubiesen dicho alguna mentira, todo
el mundo se engaña, y al tiempo
y a la esperiencia doy por testigos.
Calle, señora, -dijo a esta sazón la Grijalba, -que yo sé poco, o que me maten si este
señor no sabe toda la verdad del hecho de mi señora la moza.
-¿Qué ha de saber, desvergonzada, qué ha de saber?, -replicó
Claudia.
-¿No sabeis vos la limpieza
de mi sobrina?
-Por cierto, bien limpia soy-, dijo entonces Esperanza, que estaba en medio del
aposento como embobada y suspensa, viendo lo que
pasaba sobre su cuerpo, y tan
limpia, que no ha una hora que con todo este frío me vestí una camisa limpia.
-Esté Vmd. como
estubiere, -dijo don Félix,- que sólo por la muestra del paño que he visto, no saldré de la tienda sin comprar toda la pieza. Y porque no se me deje de vender por
melindre o ignorancia, sepa, señora Claudia,
que he oído toda la
plática o sermón que ha hecho esta noche a la niña, y que no se ha dado puntada
en la costura que no me haya llegado
al alma, porque quisiera yo ser el primero que
esquílmara este majuelo o vendimiara
esta viña, aunque se añadieran
a esta cadena unos grífios de
oro y unas esposas de diamantes.
Y pues estoy tan al cabo
de esta
verdad y le tengo tan buena
prenda, ya que
no
se estima la que doy ni las que tiene mi persona, úsese mejor término
conmigo, que será justo,
con protestación
y juramento, que por mi nadie
sabrá en el mundo el
rompimiento de esta muralla, sino
que yo
mismo seré el pregonero de
su entereza y bondad.
-¡Ea!, -dijo la Grijalba,-
buena pro le haga; suya es la joya, y a pesar de maliciosos
y de ruines para en uno
son; yo los junto y los
bendigo. -Y tomando de la mano a la niña, se la
acomodaba al don Félix; de
lo cual
se encolerizó
tanto la vieja, que, quitándose el un
chapín, comenzó
a dar a la Grij alba como en real de enemigo, la cual, viéndose
maltratar, echó mano
de las
tocas de Claudia y no le
dejó pedazo en la cabeza,
descubriendo la buena señora una calba más lucía que la de un fraíle, y un pedazo
de cabellera postiza que le
colgaba por un lado, con
que quedó
con la
más fea
y abominable catadura del mundo. Y viéndose
tratar así de su criada,
comenzó a dar grandes alaridos y voces, apellidando a la justicia;
y al primer grito, como si fue ra cosa de encantamento, entró por la sala el corregidor de la ciudad con más de veinte personas entre acompañados y corchetes, el cual, habiendo teni do soplo de las personas que en aquella
casa vivían, determinó visitallas aquella noche, y, habiendo llamado a la puerta, no le oyeron como estaban embebecidos en su plática, y los corchetes, con dos palancas, de que de noche andan cargados
para semejantes efectos, desquiciaron la puerta, y subieron al corredor tan queditos y quietos,
que no fueron sentidos, y desde el principio
de los documentos de la
tía, hasta la pendencia de
la Grij
alba, estubo oyendo el corregidor
sin perder un punto, y así, cuando entró, dijo:
-Descomedida andais, para ser ama, con vuestra señora, señora criada.
-¡Y cómo si anda descomedida esta
bellaca, señor corredor, -dijo Claudia,- pues se ha
atrevido a poner las manos do
jamás han llegado otras algunas
desde que Dios me arrojó
en este
mundo!
-Bien decís que os arrojó,
-dijo el corregidor, - porque vos no sois buena sino para arrojada. Cubríos
honrada, y cúbranse
todas, y vénganse a la
cárcel.
-¡A la cárcel,
señor! ¿Por qué?,- dijo Claudia.
-¿A las personas de mi cualidad y estofa se usa en esta tierra tra tarlas de esta
manera?
-No deis más voces, señora, que habéis de venir sin duda, y con vos esta señora,
colegial trilingüe
en el desfrute de su
heredad.
-Que me maten,- dijo la Gríjalba,- si el señor corregidor no lo ha oído todo, que aquello
de tres pringues por lo de Esperanza lo ha dicho.
Llegóse en esto don Félix y habló aparte al corregidor, suplicándole no las llevase,
que él las tomaba en fiado; pero no pudieron aprovechar con
él sus
ruegos ni menos sus promesas.
Quiso la suerte que
entre la gente que acompañaba
al corregidor,
venían los dos estudiantes manchegos y se
hallasen presentes a toda esta historia;
y viendo lo que pasaba, y que en todas maneras habían de ir a la cárcel Esperanza y Claudia y la Grij alba, en un instante
se concertaron
entre sí en lo que
debían hacer, y sin ser sentidos
se salieron de la casa y se pusieron
en cierta
calle trascantón, por donde habían
de pasar
las presas, con seis amigos de su traza que luego les deparó su buena ventura, a quien
rogaron les ayudasen en un hecho de importancia
contra la justicia del lugar,
para cuyo efecto los hallaron más prontos y listos
que si
fuera para ir a algún solemne
banquete.
De allí a poco asomó la justicia con las prisioneras, y antes que llegasen
pusieron
mano los estudiantes con tan buen brío y denuedo,
que a poco rato no les esperó
porquerón en la
calle, puesto que no pudieron
librar más que a la Esperanza,
porque así como los corchetes vieron
trabada la pelaza, los que
llevaban a Claudia y a la Grij alba
se fueron con ellas por otra calle y las pusieron en la cárcel. El
corregidor, corrido y afrentado, se
fue a su casa; don Félix
a la suya, y los estudiantes a su posada; y queriendo el
que la hubo quitado a la justicia gozarla aquella
noche, el otro no lo
quiso consentir, antes le amenazó de muerte
si tal hiciese.
¡Oh sucesos estraños
del mundo! ¡Oh cosas que es necesario contarlas con recato
para ser creídas!
¡Oh milagros
del amor
nunca vistos! ¡Oh fuerzas poderosas
del deseo,
que a tan estraños
casos nos precipitan! Dícese esto, porque viendo el estudiante de la
presa que el otro,
su compañero, con
tanto ahínco y veras le prohibía el gozalla, sin hacer
otro discurso alguno, y sin
mirar cuán mal le estaba
lo que
quería hacer, dijo:
-Ahora, pues, ya que vos no consentís que goce lo que tanto me ha costado, y que no quereis que por amiga me entregue en ella, a lo menos no me podeis negar que, como a muger legítima, no me la ha beis, ni
podeis, ni debeis
quitar.
Y volviéndose a la moza, a quien de la mano no había dejado, le dijo:
-Esta mano que
hasta aquí os he dado,
señora de mi alma, como
defensor vuestro, ahora, si vos quereis,
os la doy como legítimo esposo y marido.
La Esperanza, que de más bajo
partido fuera contenta, al punto
que vio el que se
la ofrecía,
dijo que sí y que resí, no una, sino muchas veces, y abrazólo
como a señor y marido. El compañero, admi- rado
de ver
tan estraña resolución, sin decirles
nada, se les quitó de
delante y se fue a su aposento.
El desposado,
temeroso que sus amigos y conocidos
no le
estorbasen el fin de su deseo y le impidiesen el ca samiento, que aun no estaba hecho con
las debidas circunstancias
que la
Santa Madre Iglesia manda, aquella
misma noche se fue al
mesón donde posaba el arriero de su tierra, el cual quiso su buena suerte de la Esperanza que otro día por la mañana se partía, con el cual se fueron, y según se dijo, llegó
a casa de su padre, donde le
dió a entender que aquella señora
que allí
traía era hija de un
caballero principal, y que la
había sacado
de la casa de su padre, dándole palabra de casamiento.
Era el padre viejo y creía fácilmente cuanto le decía el hijo, y viendo la buena cara de la nuera,
se tubo por más que satisfecho, y alabó como mejor supo la buena determinación de su hijo.
No le sucedió así
a Claudia, porque se le averiguó
por su
misma confesión que la Esperanza
no era
su sobrina
ni parienta, sino una niña a quien había tomado de la puerta de
la iglesia,
y que a ella y otras tres que
en su
poder había tenido, las había
vendido por doncellas muchas veces a diferentes
personas, y que de esto se
mantenía y tenía por ofi-
cio
y egercicio, y que las otras dos mozas se la habían ido, enfadadas de su codicia y miseria. Averiguósele también tener sus puntas y collar
de hechizera, por cuyos delitos el corregidor
la sentenció a cuatrocientos azotes y a estar en una escalera
con una jaula y coroza en medio
de
la plaza, que thé un día el mejor que en todo aquel año tubieron los
muchachos de Salamanca.
Súpose luego el casamiento
del estudiante, y aunque algunos
es cribieron a su padre
la verdad del caso y la bajeza de la nuera, ella se había dado con su astuc ia y discreción
tan buena maña en
contentar y servir al viejo suegro,
que, aunque mayores males le
dijeran de ella,
no quisiera
haber dejado de alcanzalla por hija. Tal fuerza
tiene la discre- ción y hermosura, y tal fin y paradero tubo la señora doña Claud ia de Astudillo y Quiñones,
y tal le tienen y tendrán todas
cuantas su vivir y proceder tubieren;
y pocas Esperanzas habrá en la vida que, de tan mala como ella la vivía,
salgan al descanso y
buen paradero que
ella tubo, porque las más
de su
trato pueblan las camas de los hospitales,
y mueren en ellos miserables y desventuradas, permitiendo
Dios que las que, cuando mozas, se llebaban tras
de sí
los ojos
de todos,
no haya
alguno que ponga los ojos
en ellas, etc.
FIN
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