El diablo desinteresado Amado Nervo
El diablo desinteresado
Amado Nervo
- I -
Cipriano de Urquijo, muchacho hispanoamericano, llegó a París hace pocos años, con el propósito de ser el
pintor 10.801° de los que albergaba la
Ciudad-Luz, donde, según las estadísticas, había la sazón diez mil ochocientos (número
cerrado).
Buscó en el barrio de
Montparnasse uno de esos modestos
«estudios», a los que da acceso un patinillo
con toldo rústico de trepadoras.
El estudio estaba
dividido en dos compartimientos por una cortina de cretona. Detrás de la cortina, sobre una especie de andamio,
al que se subía por una escalerilla de madera,
se hallaba el dormitorio,
compuesto de un catre-jaula,
un lavabo comprado por cinco francos
en el bazar de la Gaîté, y una mesa de noche, de pino, sin pintar; sobre
la cual se posaba majestuosamente
la lámpara.
En la parte anterior de
la habitación estaba
el estudio propiamente
dicho,
¿Describirlo?
¡Para qué!, o a quoi bon!, si le place
más al lector, quien, sin duda,
habrá conocido diez mil
ochocientos estudios de este género, o si la cifra
le parece exagerada, cinco mil cuatrocientos, dos
mil setecientos, mil trescientos cincuenta...
Baste decir que había un biombo, fabricado y pintado por Cipriano;
algunos lienzos del joven artista; estampas
viejas, persas, japonesas; tres
o cuatro chucherías sobre mesitas
y repisas; un viejo
diván con su corte de sillas, adquiridas en diversas subastas,
con lo cual dicho está que cada una acusaba una «fisonomía propia», etc., etc., etc.
Por lo demás,
yo no sé con qué objeto estoy
describiendo el estudio de
Cipriano de Urquijo, puesto
que en el instante en el lector
va
a trabar conocimiento
con el artista, éste ha salido...
Sí, ha salido; por lo que no le haremos una visita en la rue Campagne-Prémiére,
donde vive, sino que le encontraremos
en el Bulevar Malesherbes,
tan Es una tarde otoñal y nubilosa;
una de esas tardes envueltas
en cendales tenues, que tanto
enmisterian (perdón por el verbo) y envaguecen las
deliciosas perspectivas de París.
Cipriano de Urquijo pasea por el ancho bulevar silencioso.
Vamos
a decirlo de una vez: Cipriano de Urquijo está enamorado, está bestialmente
enamorado (lo de bestial es sólo ponderar).
El pintor hispanoamericano
ha visto a una muchacha
alta («ocho cabezas», por
lo menos), rubia, de una distinción
estupenda, que iba con su mamá por la Avenida de
la Ópera; ha sufrido el coup de foudre, el flechazo... La ha seguido, naturalmente,
y ha llegado tras ella al ya dicho Bulevar Malesherbes, en uno de los cuyos portales se han metido las dos.
Cipriano de Urquijo, con una audacia poco
vulgar (no quiero decir poco común,
por el coco), se ha aventurado a
preguntar a la portera, poniendo
previamente en su diestra
(creo que fue en su diestra) un
franco:
-¿Quién es esa señorita que acaba de subir con su mamá?
La portera,
después de ver con rápida
mirada el franco, le ha
respondido:
-Es la señorita
Laura (¡Laura, como la del Petrarca!), hija
del señor Constantin, monsieur Víctor Anatole Constantin, economista y miembro del
Instituto.
¡Demonio!
¡Economista y miembro del Instituto!
Lo de economista querrá
decir que el señor Constantin
es un hombre práctico.
Cipriano de Urquijo ha sentido siempre un respeto mezclado de aversión por los economistas, sobre todo desde
que una vez en su ciudad natal (ciudad provinciana)
un señor gordo, de lentes, personaje principalísimo,
director de la sucursal de un gran Banco metropolitano, le dijo en una fiesta, mirándole de arriba
abajo con el mayor desdén:
-Jovencito,
usted no es más que un soñador. Hay que ser hombre práctico. Hay que pisar bien la tierra (y «piafaba» al decir esto, con sus grandes pies calzados de botas americanas de triple suela).
¡Déjese de pintar monos
y lea a Leroy-Beaulieu!
¡Miembro del Instituto!... ¡Jesús! ¡Esto era más imponente
aún que lo de economista!
El señor Constantin,
sabio oficial, debía desdeñar inmensamente a los pintores de la rue Campagne
Première.
Cipriano pensaba estas cosas ya en el bulevar, después de haber oído los informes (de a franco)
que le había dado la portera.
Acariciábase
con movimiento nervioso la barba, una
barbiché, a la francesa, terminada
en punta, de color de caoba.
¡Laura! Laura
Constantin, mademoiselle Laura
Constantin, una monada, una
rubia épatante, con dos ojos que parecían dos luminosas
violetas dobles... ¡Una muchacha
a la que él iba a amar, a adorar, a idolatrar toda su vida, su «pintoresca» vida, por larga que
fuese!
Cinco días seguidos, con lluvia, con niebla, y alguna vez (porque de todo hay en París) con un poquito de azul desvaído que sentaba maravillosamente
a la ciudad única, Cipriano había ido a rondar, a la
manera
española, el portal de la casa
de mademoiselle Laura..., ¡y no sabía aún en qué
piso vivía ésta!
El muy imbécil olvidó preguntarlo a la portera...
¡Ahora, para saberlo, tendría que ponerla otro franco
en la mano!
¡Cosa más fácil!, diréis.
Claro, muy fácil para vosotros,
que tendréis siempre un
franco de más en vuestro bolsillo; pero no para Cipriano, que por lo general «lo tenía de menos».
En esos cinco días, ni una sola vez; ni en
los cachos de tarde
apacible, había asomado la cara detrás de las vidrieras de ningún
piso la señorita Laura.
El espectáculo
de la calle debía sería
indiferente en absoluto.
A medida
que anochecía iban encendiéndose los
cristales las diversas habitaciones del
«inmueble».
¡Oh, enigma! ¿Cuál
de aquellas luces más o menos
vivas añadía su oro al rubio
pálido de los cabellos
de la señorita Laura?
Cipriano se ponía nervioso y tiraba con
desesperación de la punta
de su barba de caoba.
¡Irritante
no saber!
A veces, una sombra pasaba
detrás de los visillos.
Cipriano, con toda la energía de su voluntad,
ordenábala: «¡Asómate!».
Parecíale
imposible que tal orden vehementísima
no llegase hasta la sombra aquella y la empujase
o atrajese a la vidriera.
¡Pero vaya usted a saber si el cristal es un aislador de la voluntad!
(A veces, se le ocurre al autor
de estas cuartillas
que sí debe serlo, y que por eso los borrachos no
pueden curarse de su maldito vicio. Entre la botella
y su voluntad de no beber hay una pared de vidrio,
y la voluntad se anula, quedando sólo «la sed, que
nunca se sacia». Si los cacharros
que contienen el wiskey o el
cognac fuesen de barro, como los que contienen la ginebra...
Ya ven ustedes que, en suma,
la ginebra se bebe poco cuando está así envasada...)
- II -
Cinco días, pues, transcurrieron como digo, y el Azar, la Casualidad, el Destino no
habían hecho coincidir siquiera un instante aquellas
dos vidas...
Seguramente,
la señorita Laura salía a alguna
parte; iba a las Galerías
Lafayette,
al Printemps, al Louvre, como
todo el mundo; asistía de vez en cuando a una sección
de cine; hacía tal o cual
visita... ¡Cómo, pues, en cinco días no se habían encontrado!
¿Estaría enferma
la señorita Laura?
¡Oh! Con qué suavidad su cabecita delicada debía
reposar sobre el almohadón. Con qué voz musical, con qué melodiosa
quejumbre, la dulce doliente debía
exclamar, dirigiéndose a madame Constantin:
-¡Que je souffre,
petite mère!
Y Cipriano, exaltado
con esta imaginación, desesperábase,
lamentando
que los inventos modernos, que habían domeñado y avasallado tantas fuerzas
invisibles, no pudiesen suministrarle
aún ninguna para que el beso de un pintor se posase desde lejos en la frente pálida de
una muchacha enferma y su
voz se hiciese oír como con telefonía inalámbrica, en el pétalo translúcido
de una orejita, entre
el ensortijamiento de las hebras de oro, para decirla: -¡Je vous aime et je ne veux pas que vous soyez malade, mademoiselle Laura!
* * *
Cipriano, que era un chico bueno, ingenuo hasta la pared
de enfrente, piadoso a ratos
(sobre todo cuando se acordaba
de la madre, lejana, que le
hacía rezar el rosario),
empezó a sentir cierta
vaga rebelión contra la divina
Providencia (ya veremos qué injustamente):
¿Por qué, si
es cierto que interviene
hasta en el movimiento de la hoja del árbol, no movía
aquellos visillos, haciendo aparecer detrás la
cabeza soñada?
¿Un visillo es, por ventura, para la divina
Providencia más difícil de mover que la
hoja de un árbol?
¡El diablo acaso
hubiese sido más amable! ¡Lástima que no se preocupase ya de los enamorados, como sucedía antaño!
A Cipriano le había
referido no sé quién la historia da un apasionado muchacho que fue una
noche de tormenta (según se lo prescribió cierta
bruja)
a buscar al diablo a una lejana
cueva desde cuyo interior solía dejarse
oír su voz... cavernosa (este adjetivo viene
ahora muy a pelo), como la del
antiguo oráculo.
El diablo, después de oír, «al parecer, con atención», la súplica del
mancebo,
que se refería a una morena
admirable,
reacia al cariño como
pocas, contestó con sorna:
-¡Ya la quisiera para
mí!
No había, pues, que contar con Satanás, que, por otras parte,
en seguida pedía el alma...
-¡Y qué más hubiera
importado ofrecérsela -seguía
diciendo Cipriano-, si de hecho me la ha robado ya
esta chiquilla!
* * *
... El bulevar estaba
solitario. Cipriano debió hablar en voz alta.
Alguien, en la sombra,
escuchó todo el monólogo.
Un señor perfectamente
forrado en un gabán de pieles (hacía
mucho frío), con la cabeza metida
dentro de un sombrero de copa, se acercó
a Cipriano, y en el más
corriente español de la call'Alcalá,
le dijo:
-Caballero, me
parece que acaba usted de invocar al diablo y que ha incurrido usted en la secular vulgaridad de
hacer esta invocación
para que Satanás le conceda
a una
mujer...
A Cipriano, aquella
burla gratuita, arbitraria,
le incomodó, y estuvo a punto de responder una
grosería.
Pero el señor del gabán de pieles le miraba
con un interés simpático
(la escena pasaba al pie de un
farol de gas), con sonrisa llena
de expresión. Tenía unos
ojos grises, curiosos y tiernos
al propio tiempo; un
rostro enérgico, muy pálido,
aguileño, perfectamente afeitado (Mefistófeles, por lo visto, renunciaba al
bigote retorcido y a la barba
puntiaguda).
Emanaba
de aquel rostro no sé qué expresión
de
astucia amable, no sé qué poderoso atractivo,
que dominó instantáneamente el
enojo del pintor.
-Caballero -dijo éste-, aun cuando sin ningún derecho tercia
usted en el «diálogo» íntimo de
un desconocido, haciendo caso omiso
de esta impertinencia,
le diré que me pilla
-después de horas de plantón en esta calle- en
un momento
propicio a las confidencias, muy naturales,
por lo demás, en un enamorado...
Y debido a esto, en vez de oír de mis labios una frase dura y desdeñosa, va usted a escuchar una confesión:
Hace cinco días, entró
en la Avenida de la Ópera a la señorita Laura Constantin, hija del señor Víctor Anatolio Constantin,
economista, miembro
Instituto, y estoy perdidamente enamorado
de esa señorita, a quien, a
pesar de todos mis esfuerzos,
no he vuelto a ver, no obstante que nos hallamos frente a su casa -añadió señalando,
el edificio que conocemos.
El enigmático personaje escuchaba sonriendo,
con su sonrisa e irónica, deferente
y amable.
-La señorita
Laura Constantin -repitió-, hija
del
señor Víctor Anatolio Constantin, economista y miembro
del Instituto..., vive allí
enfrente, según dice usted... ¡Muy bien!
¿Quiere usted darme
la dirección de su taller?
-¿Cómo sabe
usted que soy pintor?...
-Hombre,
si supone usted siquiera por un momento que soy el diablo, el diablo a quien usted deseaba invocar,
comprenderá que puedo adivinarlo. Cipriano quedose mirándole con una ingenuidad
absolutamente provinciana, y metiendo mano
en su bolsillo de pecho sacó su cartera y de ella una
tarjeta
con sus señas.
El desconocido las
leyó con atención.
-¡Perfectamente!
-exclamó-. Pues, señor de Urquijo (tiene usted
nombre de banquero más
que de artista), señor de Urquijo, el pacto está hecho: usted se casará dentro de un año con la señorita
Laura, y será además un gran pintor... Buenas
noches. Le aconsejo que se meta en el metro y se vaya a su
taller. Hace mucho frío...
¡Au revoir!
Y sin dar tiempo
a Cipriano de que preguntase nada,
haciéndole un signo amistoso con la diestra, se alejó rápidamente, perdiéndose entre la niebla, cada vea más espesa.
- III -
Ya en su estudio, arrellanado en el diván, en aquel
diván que se ha descrito,
Cipriano púsose a considerar
la escena «misteriosa» a que acababa de asistir y en
la que tan importante papel
le había correspondido.
Se necesitaba un candor más que columbino (¡de dónde habrán sacado que las palomas son candorosas!)
para imaginar a un espíritu,
blanco o negro, ayudando a
un hombre del siglo XX a
obtener el amor de una muchacha...
Y, sin embargo,
en el supuesto de que
hubiese espíritus, es decir, inteligencias invisibles superiores
a la nuestra (ya que, bien mirado, en el universo
todo es espiritual),
¿por qué no
habrían atender a nuestra súplica?
No escuchamos, por ventura,
nosotros los ruegos de los humildes,
de los pequeños?
¿No hacemos por ellos
cosas que ellos no pueden hacer? Cuando un niño querido nos pide
un juguete que él no puede
adquirir por sus propios medios, ¿no se lo damos? Cuando un amigo menos experto que nosotros nos ruega que le resolvamos un problema qua le tortura, ¿no
le resolveremos? Pues si nosotros,
que somos malos, egoístas y, lo
que es peor, seres desvalidos, hacemos estas cosas
por nuestros hermanos
más desvalidos aún, ¿por
qué una inteligencia superior no había de ayudarnos?
Una inteligencia superior debe forzosamente estar unida a bondad superior -seguía
pensando Cipriano-. Se concibe apenas, y cuán dolorosamente, un hombre de gran ingenio, malévolo. Esta malevolencia implica
una contradicción. Porque, en suma, la maldad
no es algo positivo; es, simplemente, algo defectivo, si
puede uno expresarse así. Se es malo con relación a un ideal de perfección
no alcanzado aún.
Lo que en un salvaje puede
ya considerarse como una virtud, en un hombre
culto puede ser un defecto. No hay maldad absoluta en el universo; no hay siquiera maldad; hay sólo
«grados de bondad», y un grado de bondad
puede ser maldad con relación a otro grado de bondad muy superior. Un
hombre
muy bueno resultaría
opaco, imperfecto ante la bondad
maravillosa de San Francisco de Asís...
¡Como la nieve de las calles
resultaría opaca y obscura ante
la nieve de la montaña!
Tenemos, pues,
que convenir -concluía Cipriano-
en que si hay inteligencias
superiores a las nuestras, deben ser más buenas que nosotros,
y si son más buenas, cuando las invoquemos con
insistencia, con fervor, nos ayudarán seguramente.
-¿Pero hay seres invisibles superiores
a nosotros? -se preguntó el pintor, a tiempo
que encendía un pitillo.
Y al ver cómo el humo
azulino, algo evidentemente real, resultado de la combustión
lenta del tabaco, se iba sutilizando, sutilizando, hasta
«desaparecer»en el ambiente de la habitación, no obstante que «de seguro», con toda evidencia, seguía subsistiendo, estaba allí,
Cipriano respondió afirmativamente a su propia pregunta:
-¡De fijo que hay seres invisibles!
Y recordó aquel lance acaecido
a Víctor Hugo, quien en la playa, en Guernesey, la isla de su destierro, metió la
mano en un barreño donde había clarísima
agua de mar, y sintió que le hacían mal
en la diestra: una anémona
cristalina «invisible» se
había ensañado en su epidermis.
El poeta tomó
pie de allí para elocuentes y profundas consideraciones.
-Pues qué -continuaba Cipriano, siguiendo su divagación-,
¿no está hecha, en suma, la
materia de cosas invisibles? La resistencia que opone a nuestro tacto,
¿no proviene únicamente acaso la velocidad de sus moléculas?
Después de leer a los físicos
modernos,
de recapacitar en sus teorías sobre
el éter; ¿no se cae, por ventura, en la
cuenta de que lo que llamamos materia es
justamente lo más inmaterial del
mundo? ¿No se llega acaso a
la conclusión de que
los cuerpos sólidos son en realidad verdaderos huecos
en esa substancia imponderable, cuya rigidez ha de ser por fuerza
superior a todo lo que conocemos,
que, sin embargo, no opone resistencia apreciable a la
dilatación de los leves gases
que forman las colas de los cometas,
ni estorba para nada el majestuoso
girar de los orbes?
-¡Todo es invisible! -afirmó Cipriano- El agregado de innúmeras
cosas invisibles, de vidas sin límite, forma
lo visible, o mejor dicho,
la visibilidad no es más
que la reacción de sentidos ante una forma determinada de la energía.
No, no hay materia; no
hay más que vidas. Al conjunto
de estas vidas que el más potente microscopio no alcanza
a aislar y diferenciar, le llamamos materia. No nos movemos, no
como bebemos sin que se transformen millares de estas vidas. Nuestro yo va a través
de ellas como una flecha
a través de un enjambre de abejas...
¿Quién puede sorprenderse de
estas dos palabras: «inteligencias invisibles», si
cae ingenuamente en la cuenta
de que no existen inteligencias
visibles, de que las nuestras
son tan invisibles como los
espíritus, más invisibles aún, porque éstos están desnudos, y nosotros vestidos
de la ilusión de la carne?
* * *
-Ahora bien -prosiguió Cipriano- si una
«mónada», una inteligencia
invisible, invocada por nosotros,
quiere ayudarnos, claro que no va para ello a trastornar
el orden de la naturaleza. Esto sería estúpido.
Bástala con
aprovechar hábilmente
los elementos y fenómenos usuales.
Imaginemos que un ángel quiere socorrerme en momentos
para mí difíciles. ¿Irá a fabricar
unas monedas de oro, merced a maravillosa alquimia, cuando le es tan fácil mover
a piedad el corazón de un amigo, provocar la simpatía de un rico en mi favor?
Hace dos horas yo, en un momento de anhelo vivísimo, pensé en implorar la
ayuda de un ser superior.
Ese ser superior me escuchó -imaginémoslo así- y quiso dispensarme
esta ayuda solicitada. ¿Cómo? Pues, sencillamente, haciendo que me escuchara un hombre
que pasaba por la calle y que
está acaso en condiciones de valerme... o bien sugiriendo a mi imaginación la escena puramente interior, de
ese hombre misterioso.
Pero...
Y aquí empezó a embrollarse la
cabeza de Cipriano: ¿fue real o imaginario entonces
aquel diálogo?
Si fue real, ¿cómo pudo
la inteligencia invisible
suscitar tan pronto la presencia del
protector? Si fue
imaginario, ¿cómo iba
a producirse la ayuda?
Se trataba simplemente de un desocupado que había querido burlarse
de Cipriano?
Éste, ante tal idea, comenzó a indignarse y enseñó sus puños a sombra
(¿son, por ventura, más motivados
otros accesos de ira que nos alteran
la digestión y a veces nos enferman gravemente? ¿No
es, por desgracia, exacto, que vivimos en un perpetuo duelo con enjambres de fantasmas?).
-¡Pues de mí
no se ha de burlar impunemente!
-vociferó.
En aquel instante
llamaron
a su estudio. El corazón de Cipriano se encogió de pánico...
Pero una voz juvenil
se alzó del otro lado de la puerta.
-¿Estás solo?
(¡qué solo iba a estar el
infeliz: estaba rodeado fantasmas!) Son ya las ocho. ¿Vienes
a comer?
Era uno de sus amigos
y compañeros: Valentín.
-¿Con quién hablabas ahora mismo? -le preguntó mirando
extrañeza el estudio vacío-
¿A quién amenazabas?
-A un espíritu o
a un hombre -respondió Cipriano-, no lo sé a
punto fijo.
Y cogiendo del brazo a
su amigo, fuese con él al restaurante, narrándole por el
camino la pequeña historia.
- IV -
Durante tres días nada nuevo sobrevino.
Urquijo paseó, vanamente por el Bulevar Malesherbes.
El diablo no apareció. En el piso de Laura (que era el
segundo izquierda, conforme lo reveló, al fin, la portera, merced
a un franco más), no se advirtió otra cosa que las alternativas de sombra
en las piezas que daban a la calle, y alguna
apariencia de una silueta.
Cierto recato
inexplicable impidió a Cipriano pedir en la portería
datos más amplios que calmasen
su ansiedad.
Un sentimiento confuso le aconsejaba
esperar, no obstante la congoja y el desabrimiento de su espíritu.
Entretanto,
su vida se transformaba:
el antiguo pausado ritmo era
hoy un perenne temblor, una ansiedad nerviosa, que redoblaba los latidos
de la entraña.
Cipriano recordaba la frase de Alighieri,
leída recientemente en la
Vita Nuova: «He aquí que viene un Dios más fuerte que
yo, el cual me dominará...».
La primera aparición
suprema de la existencia, el
amor (la segunda es la muerte), llegaba, imprevista
como el Señor del Evangelio, la hora de cuya venida ignoramos:
«Vigilate, quia
nescitis qua hora Dominus venturus sit».
Cipriano comprobaba y confirmaba la tremenda significación, el esencial sentido que
encierra la más vulgar de las frases: «está
enamorado», la cual tiene
para cada alma una formidable
elocuencia nueva.
Cipriano amaba...
En su corazón desde aquel instante se asentaba
el rey de los reyes del mundo. Que
su amor fuese feliz o
desgraciado, riente o trágico, turbulento o manso, él sabía por intuición poderosa
que aquel monarca nuevo ya no
dejaría de reinar en su vida; porque,
como dice el malogrado poeta inglés
Dowson, «vencido, frustrado y solitario,
no comprendido, sin corona,
es eso el amor menos rey? Is Love less king?».
Amaba,
y no era amado; pero, en suma,
amar,
¿no es, por ventura, una gran
alegría, una «dolorosa»
alegría? Jucundissimum est
in rebus humanis amari, sed non minus amare, como dice Plinio en su panegírico del emperador Trajano.
«Amar
-afirma Víctor Hugo- es tener en la
mano mi
hilo para todos los dédalos...».
Por lo pronto, Cipriano estaba metido en el dédalo; ¡pero el hilo no le tenía! El hilo
de oro quizá le tendría
ella, ¡Laura!
* * *
¡Estaba enamorado! Es decir, había ya en el mundo un ser que adquiría definitivamente
sobre él el derecho de vida o muerte.
Sólo aquellos a quienes amamos
tienen el poder de atormentarnos, y hemos de seguirles amando aunque nos atormenten, sin preguntar
ya si son malos o buenos...:
I ash not, I care
notif guilt's in thy heart;I know that I
love theewhatever thou
art!
(Shakespeare, Cymb, III, 5.)
(Y perdónale, lector, a Cipriano
esta
erudicioncilla amorosa...)
Un alma serena
puede pasar por la vida insensible a los
fantasmas de la Selva obscura.
Abroquelada de fe,
con la espada flamígera de su voluntad, se abrirá un camino entre los mil espectros del miedo,
de la imaginación... Ninguno tendrá el
poder de conturbarla.
Pero que ame
a una criatura, y Dios (¿tal vez celoso
de que aquella alma ya no sea toda
suya?) conferirá a la
criatura amada un poder
formidable:
el poder de hacer sufrir.
Aquella criatura,
podrá, en lo sucesivo, llevar
al
alma esclava adonde quisiere, «con sólo un
cabello de su cabeza»...
¡He aquí que viene un Dios más fuerte que
yo, el cual me dominará!
* * *
Al cuarto día de la
nerviosa espera, Cipriano de Urquijo se encontró en la portería de
su casa un gran sobre, escrito con esa letra larga, summum del esnobismo, que tanto se usó
antes de la guerra (entiendo
que cuando vuelvan de las trincheras definitivamente
los peludos, hoy rasurados, y el gran conflicto actual con su formidable ímpetu
de modificación haya transformado
todas las cosas, ni siquiera ese esnobismo quedará; hasta la caligrafía
será sincera...).
La penetración del lector habrá adivinado
que Cipriano -conforme a la frase
hecha de rigor- «abrió el pliego
con
mano temblorosa».
Dentro del sobre había dos tarjetones,
uno mayor que el otro; los dos muy elegantes.
El mayor estaba impreso,
salvo el nombre del
agraciado al calce, y decía (en francés):
«La señora Dupont se quedará en casa
la tarde del miércoles tantos de
tantos, de cinco a ocho».
Y abajo, la dirección
y el nombre del invitado: «Señor
don Cipriano de Urquijo, etc.,
etc.».
El tarjetón menor
decía: «El Diablo tiene
el gusto de enviar a
su protegido, el señor don Cipriano de Urquijo, la adjunta invitación,
encareciéndole que al llegar
a casa de madame Dupont (quien ya está prevenida) se
presente a esta señora, diciéndola
su nombre. Lo demás corre de
cuenta de ella».
* * *
No analicemos las emociones de Cipriano. Nosotros, lector, no
somos psicólogos, como M. Paul Bourget, por ejemplo (autor de tanta
anatomía espiritual y moral,
desde sus primeros ensayos hasta su novísimo Sens de la Mort).
Por no ser psicólogos, resultamos
de una ingenuidad de agua de montaña,
que es el agua más ingenua de todas, porque está hecha de nieve pura, caída directamente
del cielo, y aún no se ha enfangado en los declives y torrenteras
de la serranía...
La ciencia del
alma la adivinamos, la presentimos, como
Fernández y González presentía la historia...
Sólo sí diremos,
conforme
a otra sobada frase hecha,
que «las más encontradas emociones»
luchaban en el corazón de
Cipriano, y añadiremos que las
interrogaciones más
contradictorias abrían
y cerraban sus encorvados
signos de todos colores en su cerebro.
¿Quién era,
pues, aquel hombre que hacía de diablo?
¿Por qué le
protegía?
¿Qué iba a
pasar en casa de la señora Dupont?
¿Qué era «lo
demás que corría de cuenta» de esta señora?
Y sobre todas estas
interrogaciones se erguían como
dos columnas de Hércules (la segunda invertida) dos signos de admiración: ¡!
¡Iba a ver a
Laura, sin duda!
¡Estrecharía
la mano de Laura!
¡Oiría la voz
de Laura!
¡Se posarían en sus ojos los divinos ojos de Laura, aquéllas dos luminosas
y pensativas violetas dobles!
¡Oh, Petrarca, sólo tú (pues que amaste a
la primera encarnación de Mlle. Laura Constantin) puedes poner un comentario,
a estas exclamaciones!
¡Pónselo, Petrarca!
Era 'l giorno
che al sol si scoloraroPer la pietà
del
suo Fattore i rai,Quand'
i' fui preso, e non me
ne guardai,Che i be' vostri
occhi, Donna, mi legaro.
- V -
Cipriano, vestido
con la pulcritud y
ortodoxia propias de un hombre que va a ver a Laura (¡¡¡a
ver a Laura!!!) y que, a pesar de su modestia, tiene los
trajes necesarios, presentose a las cinco en
punto de la tarde «chez Madame Dupont».
La dueña de la casa,
apetitosa jamona de un agradable moreno
mate y de profundos ojos obscuros,
item más con un suave bozo
en el labio (lector, a Cipriano de Urquijo no le gustan las mujeres
con bozo. ¿Y a ti?), la dueña
de la casa, digo, en cuanto se presentó a ella el
joven pintor, acogiole
como llovido del cielo,
con la más hospitalaria
de sus sonrisas:
-¡Ah! C'est vous, M. de Urquijo (madame Dupont pronunció la jota de Urquijo -esa nuestra áspera letra
felina- con peculiar acento y dándole el
sonido francés, naturalmente);
¡soyez le bienvenu, M. de Urquijo!
Y en tono confidencial (el autor
seguirá traduciendo casi siempre
al español los diálogos, para comodidad
del lector... y de los linotipistas), añadió:
-Me ha sido
usted calurosamente recomendado por
un amigo a quien deseo muchísimo complacer...
-¿Por el diablo? -se atrevió
a insinuar Cipriano (y con supino candor dejó advertir
una gran emoción en la voz...
-¡Bueno! Por el diablo, si a usted le parece -contestó ella
con una sonora risa-. Y tengo
la delicada misión de presentarle a
la muchacha
más encantadora que hay en París.
-¡Está aquí ya...!
-y el «ya» se ahogó en la garganta
del pintor.
-Aquí está... Procure usted hacer acopio de valor (¡prenez votre courage a deux mains!), y vamos a saludarla.
Y sin darle tiempo
para más, la señora Dupont, tomándole
la mano, atravesó la sala en
que estaban, franqueó una puerta,
llegó a un salón donde había numerosos grupos de invitados,
algunos alrededor ya de las inevitables mesitas de «bridge», y se dirigió
a un rincón cerca de una ventana, donde conversaban, en un
diván, dos señoritas,
rubias las dos, bellas las
dos, elegantes las dos;
pero una de ellas más
rubia, más bella, más elegante.
¿No era
ésta, por ventura, la señorita
Laura?
Sí, por ventura, por indecible ventura,
la señorita Laura era...
Lector, aprovéchate
de la ocasión para contemplarla
a tu sabor y talante: mira ese campo de nieve de su frente, bajo el cual se abren las
dos misteriosas violetas
dobles de sus ojos. Admira, lector, con toda tu admiración, otra flor doble que parece
arrancada de una florida reja de Sevilla: el clavel
estupendo de su boca.
¿Ves, lector, ese cuello que parece robado
al propio cisne de Leda? ¿Ese
cuello, no de pluma, pero sí de
porcelana, y no de porcelana
dura y fría, sino tibia y blanda...
y olorosa?
No dejes, lector, pasar inadvertida, te lo
ruego, la corona de cabellos
de seda maravillosa, de oro
tenue y ensortijado, que parece una transfiguración
sobre la frente de la señorita
Laura.
Y por último, recuerda una de las estatuas
clásicas
que más te hayan embelesado,
con aquella vestidura
inmortal de graciosos pliegues eternos,
y dime si la señorita
Laura está, con su armonioso traje
blanco, menos bien vestida que
ella...
-Mi querida
amiga -dijo la señora Dupont-, tengo el gusto de presentarla
un joven pintor: Cipriano de Urquijo, una de las más
ciertas glorias futuras del arte. El señor Urquijo tiene
el porvenir en su bolsillo (il
a l'avenir dans sa poche)1...
¿Sabe
usted que desea? Pues desea
nada menos que hacer el retrato de usted, porque admira profundamente, desde hace tiempo (en discretísimo silencio, eso sí), su delicada
belleza...
El joven pintor, mientras duraba este pequeño discurso, poníase de todos colores...
¿Cómo
la luminosa cuanto sencilla
idea de pintar el retrato
de Laura no se le había
ocurrido? ¡Obtusa imaginación la suya!
En tanto, ella, Laura,
le miraba; le miraba abriendo inmensamente aquellas violetas dobles de sus ojos.
Le tendió la mano:
¡qué mano, lector; qué larga mano, modelada de un modo insuperable! ¡Qué
tibia y suave mano! Dicen que se necesitan «seis generaciones para hacer una mano de duquesa»... Para aquella mano se habían necesitado por lo menos
diez...
¡Por qué soltarla
ya nunca más! ¡Por qué no tenerla eternamente
en la diestra, estrechándola
con blandura deliciosa!
Y que pasase la sombra de este
universo y de todos los universos posibles; y que
los soles, ya marchitos
y apagados, cayesen lentamente
en el abismo del Todo, como lágrimas
negras del dolor vencido; y
que Cipriano fuese la conciencia única
del Cosmos; y que las tinieblas primordiales volviesen a invadir la creación...
Pero que aquella mano,
el lirio sagrado de aquella mano,
siguiese posándose en la diestra
de Urquijo, por los siglos de
los siglos, amén.
* * *
Fue preciso, sin embargo,
soltarla... Fue preciso, asimismo, decir algo,
un lugar común, una tontería...
¿Qué tontería dijo Cipriano?
¡Ah! Ya recuerdo: el
infeliz dijo: «A
los pies de usted, señorita».
Perdónalo, lector.
Tú no sabes lo que es estar
delante de Laura; a ti, pobrecillo, no
te han mirado las dos violetas
dobles de los ojos de Laura.
Ella sonrió.
A las mujeres, por inocentes
que sean, las encanta
la turbación de un hombre, sobre todo si creen que ese hombre es inteligente.
¡Qué homenaje más delicado puede rendírselas! Con una mujer bella y discreta, un
hombre
(con tal de que tenga patente de agudo e ingenioso) puede hacer el tonto
con fruto... Ahora que ello es
peligrosillo, por algo análogo a lo que dice la cábala: «¡Ten
cuidado que jugando uno al fantasma se vuelve fantasma!».
Ella sonrió,
pues. ¡Qué sonrisa, lector!
Como si se hubiese abierto aquel
clavel sevillano de
que hablábamos y dejase ver en su cáliz una sarta de granizos; o como si dentro de un estuche de coral
apareciesen, enfiladas,
dos hileras de perlas (quizá
la imagen no sea nueva, lector;
pero, ¿dónde ir a buscar en
estos momentos una imagen acabadita de hacer, si
al propio Salomón, hace miles de
años ya, todas le hubieran parecido
viejas?).
La voz de la señora
Dupont se oyó de nuevo:
-¿Dónde está su mamá,
querida mía? ¡Ah, ya la veo allí!... Voy a pedirle permiso para que el
señor Urquijo haga a usted
su retrato... (Pausa.) ¡Madame Constantin!
¡Madame Constantin! (la interpelada
se dirigió al grupo). Aquí tiene usted
al joven y admirable pintor Cipriano
de Urquijo, por quien me intereso mucho...
(Pausa.) Desea hacer un retrato
de Laura... Sin duda, será una maravilla... (Pausa.) ¿Quiere usted
ponerse de cuerdo con él para
las sesiones?... Podría
empezar mañana mismo. ¿Que
le parece?
La señora Constantin pensó primero en rehusar; mas
la señora Dupont no la dejó tiempo para ello. Otro pequeño, pero elocuente
discurso siguió al anterior, y como
complemento la consabida
pregunta: ¿Podría empezar mañana?
-Más bien pasado
mañana
-insinuó la señora Constantin-;
porque desearía consultarlo con mi marido,
y... esta noche no le veré. Va a una solemnidad académica.
-Pues pasado mañana -concluyó
con firmeza la señora Dupont-. Ya lo sabe usted, Urquijo; ya
lo sabe usted, Laura. Pasado mañana...
a las once, ¿no es esto? A las
once.
¿Le conviene
a usted la hora, señor pintor?
¡Claro que al señor pintor le convenía!
-¿Y a usted, Madame Constantin?
-Sí..., está bien.
-¿Y a usted, Laura? Veamos, ¿qué
dice usted?...
-Si conviene a mamá... yo no tengo reparo que oponer...
-Pues asunto concluido, a las once... Aseguro a usted. Madame Constantin,
que este joven artista empleará
en su obra todas sus potencias y sentidos, ¿verdad,
señor de Urquijo?
Cipriano salió de
su éxtasis, de aquel
éxtasis en que sólo veía dos violetas dobles, luminosamente
pensativas, y respondió:
-Se lo aseguro a usted, señora Constantin. ¡El
retrato de la señorita Laura
será la obra por excelencia de mi
vida!
Las dos violetas
dobles, al sonar estas
palabras, volviéronse
aún más esplendorosas...
Una sonrisa dio claridad de amanecer
a aquel rostro incomparable...
Cipriano perdió de nuevo la noción de su
yo... ¡de todo!
Flotaba en un océano de amatista.
No volvió en sí hasta que
los últimos invitados se despidieron; y Madame Dupont, acercándose a la chimenea en que se apoyaba el joven,
diole una afectuosa palmadita en
el hombro, y entre burlona
y tierna, díjole:
-¡Despierte
usted, hombre... Conque ¿au
revoir n'est-ce pas? A las
once, pasado mañana. Yo iré por ellas a su casa, para que no falten. ¡Au revoir!
* * *
¿A qué hora volvió
Cipriano al taller? ¿Por
qué calles volvió? ¡Oh, amor, sólo tú lo sabes!
- VI -
Lector, fíjate
bien: hace ya quince días que la señorita Laura
Constantin, hija del señor Víctor Anatolio Constantin, del Instituto, acompañada
de su muy estimable
madre, y algunas veces de Madame Dupont, va a las once de la mañana al taller
del pintor.
En estos quince días, Cipriano, que era un artista de primera fuerza, no manifestado aún; que, sin haberse aún percatado de
ello, poseía un exquisito temperamento,
se ha descubierto, en primer
lugar, a sí mismo, como
acaba por descubrirse, merced a un relámpago interior, todo talento
en germen, antes de mostrarse
en su plenitud a los demás.
El amor le ha revelado la fuerza que
poseía, le ha hecho ver aquello
de
que era capaz, ha alumbrado su potencialidad escondida
con luz súbita de reflector
(diremos la palabra para meternos dentro de la actualidad
en asunto de luces...) ha
cambiado su desánimo en entusiasmo.
Monsieur de Jourdain hablaba en prosa sin saberlo,
a «Monsieur» de Urquijo era,
sin saberlo, un gran pintor «en
cierne»... (como dice el ilustre
Rodríguez Marín y afirma el maestro
Cavia que debe decirse cuando
se trata de una cosa o persona).
Cuando lo supo, una
gran fe empezó a florecer en su espíritu.
La fe aumentaba
la fuerza, y la fuerza acrecentaba la fe.
Los compañeros
que iban a ver el retrato quedábanse
admirados.
La verdad es que casi ninguno de ellos había
creído en el talento de Cipriano (hay que advertir que tampoco
en el talento da los
otros camaradas, limitándose
cada uno a creer en el talento propio y a despreciar a los
demás, como es de rigor, en el sigilo de su corazón).
Voló de boca en boca por Montparnasse la fama del joven
artista hispanoamericano,
y no hubo pintor del barrio que no acudiese a la rue Campagne
Première.
En cuanto a Madame
Constantin y a su hija, estaban
encantadas. Monsieur Víctor Anatole Constantin,
del Instituto, no tuvo más
remedio que ir un día al taller.
Encontró el retrato d'une
ressemblance frappante; se entusiasmó; rectificó
su juicio acerca de los extranjeros en
general y de los artistas
hispanoamericanos en particular, y
acabó por invitar a comer
a Cipriano.
Durante los quince días aquellos el
joven había trabajado
en éxtasis, como Fra
Angélico.
Su subconsciente -que,
como sabernos, es el que trabaja
en realidad, no sólo en los
artistas y los poetas, sino aun
en los hombres de ciencia;
testigos: Condorcet, Franklin, Condillac, Arago, Maignan,
Bardach, etc., etc.-, su
subconsciente estaba pintando
el retrato. Él no hacía más que mover, como
en estado de sonambulismo, los
pinceles; mezclar los colores, arreglando todo lo relativo a
«la cocina», y mirar, eso
sí, mirar sin descanso a la mujer
amada.
La comida a
que le invitó el padre de Laura fue el colmo y remate
de aquel superno éxtasis de dos semanas.
¡La cara que
puso la portera cuando le vio entrar,
erguido, altivo y subir majestuosamente, dándose «postín», la escalera, hasta
él «segundo izquierda»!...
Ya no más,
en las tardes nebulosas, se helaría los pies en las húmedas
aceras del bulevar, mirando si tras de los visillos de una ventana se encendía una luz o se adivinaba una
silueta.
Ya no más,
como el gran lírico alemán,
se preguntaría si era
el viento el que agitaba las cortinas, o la mano
de su adorada... ¡Con qué dulce familiaridad
le recibieron!
¡Con qué amistoso impulso
le tendió ella -¡ELLA!- la mano, el lirio impoluto
de su mano!
Monsieur Constantin no llegaba aún. Madame Constantin fue a dar algunas órdenes y les dejó solos un momento..., creo que fueron cinco minutos.
¡Qué poco!, dirás, oh descontentadizo
lector... Pero es que tú no sabes lo que son cinco minutos.
Cinco minutos
pueden engendrar sinnúmero
de posibilidades; en cinco minutos
hay tiempo para el mayor crimen o para el mayor heroísmo... Si quieres,
lector, saber lo que son cinco minuto», oye esta historia: Un reo comparece ante el Tribunal del pueblo. El defensor prueba hasta
la evidencia, echando mano
de testimonios y documentos,
que el reo (acusado de robo con fractura y asesinato) no
había podido cometer aquellos delitos, por la sencilla
razón de que cinco minutos antes y
cinco minutos después de perpetrados se le había visto fuera de la escena
del crimen. Esto era casi probarla coartada.
«En cinco minutos,
señores -concluía el defensor-, es imposible saltar
las tapias de un jardín, romper
un vidrio, abrir la vidriera, entrar, matar
al dueño de la casa, llevarse los
valores forzando un mueble y escapar escalando de nuevo la tapia»...
El Jurado se impresionó; el
reo hubiera sido absuelto.
Pero el agente del Ministerio público solicitó del juez que antes de que los jurados deliberasen, los asistentes permanecieran en silencio durante cinco minutos, a fin de que todo el mundo
se diese cuenta de lo que estos cinco minutos significaban.
El juez accedió, y mientras oscilaba
el gran péndulo de la sala un silencio
imponente permitía oír las respiraciones...
¡Aquellos cinco minutos
no acababan nunca!
Los asistentes, al
compás del reloj imaginaban,
sin duda, las diversas fases
del delito y encontraban que había habido sobradísimo tiempo
para cometerlo.
Cuando hubieron pasado
los interminables trescientos
segundos, el fiscal dijo sencillamente: «Ahora, señores jurados, ya sabéis lo que son cinco minutos»...
¡Y el reo fue sentenciado a prisión perpetua!
Y si, lector,
dijedes ser comento...
* * *
Pero Cipriano de Urquijo no se parecía
en nada (felizmente para él) al criminal
del cuento. ¿Sabes tú, lector, lo
que hizo en cinco minutos?
Pues mirar a la señorita Laura, sonreírla... y decirla
una alabanza a propósito de
su traje (gris topo con pequeños dibujos lila
que armonizaba con la blancura
alpina y el matiz misterioso y profundo de las dos violetas dobles
de sus ojos...)
En éstas, llegó
Mr. Constantin (saludos,
amabilidades, sonrisas). Pasaron al comedor, un comedorcito íntimo,
simpático, ultra cordial.
Sentaron al pintor
al lado de Laura...
¡Al lado de Laura!
Lector, no te se ocurra preguntar
a Cipriano por el menú o lista de los platos.
Cipriano jamás
ha sabido lo que comió aquella noche...
- VII -
¿Y el diablo?
¿Qué había
sido del diablo, qué había
pasado con el diablo?
Quizá, amigo mío,
has juzgado a Cipriano un ingrato
y lo has absuelto en tu fuero
interno, pensando que, en suma, al diablo no se le debe ninguna gratitud...
Yerras, amigo mío;
la gratitud se la debemos
a todo el que nos ha hecho bien.
Un hombre justo, ni
al diablo le niega lo que le es
debido.
¿Te imaginas
a Sócrates, por ejemplo,
desagradecido con su «demonio»?
Ya, ya sé lo que vas a contestarme: que el demonio de Sócrates, el Daimon, mejor
dicho, no era un diablo.
«Era -dice Platón- cierta
voz divina que se dejaba oír en él,
que le detenía en algunas de sus empresas y que jamás le impulsaba
a ninguna».
Jenofonte cuenta en su libro de la
muerte de Sócrates, que
este filósofo
dijo después de su condenación: «Ciertamente ya había yo preparado dos veces
una defensa de mi inocencia;
pero mi demonio
me lo impide y me contradice».
Esta actitud
inhibitoria sugerida por el Espíritu, llevó,
pues, a Sócrates a la muerte.
Sin embargo, él la agradeció, encontrando que la muerte era un bien:
el remedio único
contra «la enfermedad» de la vida... («¡No olvides de sacrificar un gallo a Esculapio!»)
-Ah -objetaréis
aún-; pero si un daimon
puede hacer bien, un diablo no creemos que lo haga
nunca.
Opino como vosotros: teóricamente, un diablo no debe ocuparse más
que de hacernos mal; pero si, por imposible,
nos hiciese un bien, ¿no le
deberíamos gratitud?
Había un santo varón que no sólo lo hacía al diablo
la justicia de pensar que
sin él no habría sido posible la culpa
y, por lo tanto, no habría habido Redención
(felix culpa, canta la Iglesia), sino
que oraba todas las noches por
que Dios perdonase a Satán (lo
cual, en suma, acabará por
suceder, según Orígenes...
¡supuesto que el diablo
se arrepienta!).
Un día vínole cierto escrúpulo,
y contó a su confesor
lo que hacía.
El confesor, fraile severo,
de manga estrecha, amonestole con acritud, diciéndole
que era un pecado orar por el diablo.
Volvió el santo hombre
a su celda lleno de tribulación; pero
se consoló pronto y se sintió confortado al
advertir una sonrisa -una celeste
sonrisa de indulgencia- en la
faz de su crucifijo...
(«Bienaventurados los simples de corazón...»).
Cipriano, pues, no era ingrato, no; pensaba en su diablo con frecuencia.
Aquel buen señor, que bajo las
especies de Mefisto le estaba ayudando de una manera tan hábil, tan discreta, tan
eficaz, merecía su más
cariñoso reconocimiento.
Hubiera querido verle, hablarle;
pero cierto día, en que fue
a visitar a Madame Dupont con el exclusivo fin de preguntarla «las
señas del diablo», ella se echó a reír con la sonora risa que ya hemos oído.
Sin embargo -dijo Cipriano, picado en su amor propio-, ¿no fue
por insinuación suya
por lo que usted me invitó aquella tarde?
-Ciertamente; pero
usted comprende que, a pesar
del frío que hace, yo no voy a
tener corazón de enviarle
a usted al infierno para que busque a su protector...
-Vamos, ya
no ría usted de mí. ¿Dónde vive ese señor?
-Ese señor, amigo mío, es un verdadero diablo, y mientras no
quiera revelarle directamente
o por mi conducto el sitio
donde usted pueda verle, ¡yo nada diré!
- VIII -
En éstas, llegaron
los días del Salón.
El retrato estaba concluido.
«Era maravilloso», según decían los
más entusiastas; «estaba bien», según decían los menos;
«pas mal du tout», en concepto de los maestros franceses.
Procedimiento propio, dominio absoluto
de la técnica, un sello característico,
muy marcado;
elegancia, mucha elegancia; en suma,
algo nuevo bajo del sol...
dentro de lo relativo de
toda novedad.
Laura no cabía en sí
de contentamiento; Madame Constantin
había llevado a todas sus amistades al modesto estudio de Cipriano (quien hubo de pedir prestadas a sus compañeros
algunas sillas); M. Víctor
Anatolio Constantin, del
Instituto, invitó por su
parte, a varios de sus colegas.
Para que todo fuera
completo, hasta el diablo, aquel escondido diablo benefactor, dio oportunas señales de vida. Una tarjeta,
llegada por el correo, decía:
«El diablo supone que el señor don Cipriano
de Urquijo enviará al Salón, naturalmente, el retrato de
la señorita Laura. El Jurado
de admisión dará, sin duda, a esta obra
de arte un lugar preferentísimo».
... Y así fue.
En el vernissage, cuantos artistas
hispanoamericanos viven en
Montparnasse; lo mismo
los portentosos cubistas discípulos da Picazo, que los herméticos
órficos u orfistas;
así los anglo-persas, como los whistlerianos; tanto
los futuristas, como
los dinamistas y los estatistas;
los prerrafaelistas-rosettianos,
del propio modo que los prerrafaelistas
a secas; los zuloaguistas, los
angladistas, los
romeristas y los zubiaurreños; los inefables hieráticos y
los más inefables transformistas (llamados
así porque a diario cambian de procedimiento, de estilo,
de carácter -según la influencia- y van buscando toda la vida su ondulante yo, sin acertar
a encontrarlo jamás);
todos estos y otros, que no menciono
por respeto a la paciencia
del lector, pudieron ver con envidia, con aprobación
o con indiferencia, el retrato pintado
por Cipriano, en uno de los más
visibles testeros de una de las más
visibles salas.
Como
extranjero, Cipriano de Urquijo no tenía derecho a medalla
ninguna... Pero la gloria, en cambio,
hizo sonar para él todas sus trompas
y sus címbalos de oro.
Los periódicos le
dedicaron frases cálidas. El ministro
plenipotenciario
de su República telegrafió al
presidente, quien, después de conferenciar con
el ministro
de Instrucción pública y Bellas Artes, hizo dirigir al funcionario diplomático el siguiente telegrama (que M. Víctor Anatolio Constantin leyó
conmovido, con ayuda, naturalmente, de Cipriano, que se lo tradujo):
«Ministro de
X.- París.
Sírvase notificar Urquijo
Gobierno República ufano su triunfo que honra país, otórgale
desde próximo año fiscal pensión mensual mil
francos y viáticos para viaje Roma».
El plenipotenciario, en vista
de esta efectiva consagración oficial,
estimó que debía invitar a
Cipriano a almorzar en
la Legación, y juzgó que era pertinente asimismo extender
la invitación a la encantadora
muchacha que había sido el deus ex machina de
la obra, del triunfo... y de la
substanciosa pensión (la cual,
lector,
para tu tranquilidad, por si
te interesas por Cipriano, te diré,
«adelantándome a los
sucesos», que le fue pagada por un año, de una vez, con pasmo del pintor, que jamás había visto tanto dinero junto).
Como
no era posible invitar sola
a Mlle. Laura,
se extendió por de contado la
invitación a sus padres.
Seis personas se sentaron a la mesa: el ministro y su esposa,
M. Constantin y la
suya, Cipriano y Laura, ¡a quienes colocaron juntos!
Tampoco en
esta vez supo el pintor de qué se componía la lista.
Le pareció, vagamente, que
comía tournedos y que mondaba una mandarina...
* * *
Lector, son las tres
de la tarde. Un delicioso rayo
de sol prima ver al baño de oro el balcón de piedra que se abre en una sala de la Legación, y al cual, después del café y mientras los viejos
(que me perdonen este calificativo la esposa
del ministro y Madame
Constantin...) saborean la
fine champagne, se han asomado Cipriano y Laura.
Seré indiscreto, lector: la Legación está en
la Avenida Camoens, y el balcón mira al Sena.
Casi enfrente se extiende el campo
de Marte, yergue allí su fantástico
esqueleto de acero la torre
Eiffel. A la izquierda,
en el fondo, van recortándose
en el ambiente las ennegrecidas arquitecturas de Notre Dame, del Panteón, de Val de Grâce, del Palacio de Justicia,
de cuyos muros surge airosa,
apuntando a una nube, la flecha
de la Santa capilla... Todo
el sortilegio de París, lector.
Los árboles del Trocadero hace ya un mes
que estrenaron vestido, su portentoso vestido de un
verde diáfano.París, una vez más está en primavera; lector, y el Sena lo sabe, el Sena, que copia
los árboles y parece besar los muelles
con voluptuosidad de mujer.
Laura viste un traje
claro. Todo en ella es
claridad; su pelo dorado se enciende como, una aureola de
virgen. Las violetas dobles
de sus ojos brillan más misteriosamente que nunca, como si en sus trémulos
pétalos hubiese más
rocío. Su piel sonrosada parece
translúcida, como si una suave lámpara luciese en su
interior. Su cuello, lector,
es más gallardo que la proa de una
trirreme antigua. Las ánforas clásicas,
al mirarlo, romperían de envidia sus asas armoniosas...
Cipriano ha cogido suavemente la diestra de Laura.
Ha mirado los ojos de violeta
con infinito amor.
Con voz insegura ha dicho:
-¡Laura...,
soy muy feliz!
Laura ha contestado:
-¡Et moi aussi!
Sus manos
se han estrechado blandamente, con una caricia casta y divina.
Sus almas, por ministerio
de sus ojos, han hecho un pacto para la vida, para todas
las
vidas posibles, ¡para la
eternidad!
- IX -
Caía la tarde
(creo que esta frase hecha
es muy oportuna para empezar
el postrero capítulo del presente
novelín); caía la tarde,
o, si te place, Fabio, atardecía...
No temas, empero, que te describa el crepúsculo
con su «orgía de colores».
Aquél no era un crepúsculo
orgiástico; muy decentito, al
contarlo, muy modesto, muy
sobrio, apenas con el intento de
un rosa asalmonado.
En el Bulevar Pereire todo era paz.
Una azulada niebla
parecía inmaterializar
las lontananzas (esa azulada niebla de
París, ya descrita, que
Cipriano encuentra más bella que todas las opulencias solares,
y que da un tono tan delicado a cuanto
envuelve, como si fuera el propio tul,
la propia tela divina
del ensueño: ... «Such Stuff» as
dreams are made on!)
Un hombre joven, elegantemente
vestido, llamaba a la verja de un pequeño «hotel», rodeado de espesa
verdura.
Su mano
trémula hacía sonar el timbre con ligeras intermitencias.
Lector, no caviles
más: aquel joven era Cipriano,
que, por fin, gracias a
Madame Dupont, sabía la dirección
del diablo e iba a darle, con efusión,
las gracias por el indecible bien
recibido.
Un majestuoso criado de ébano, alto, esbelto, con
todos los caracteres
de la interesante raza etíope (y no con ese matiz repelente de betún desvaído, característico de los negros de los Estados Unidos), atravesó el jardín (¿no
habría portero en aquella casa?)
y abrió
la verja.
A su interrogadora mirada, Cipriano, más tembloroso aún dijo:
-Vengo a ver... a «Monsieur»
(no se atrevió a
decir al diablo).
El negro le hizo signo de que le siguiese; cerró la verja,
subió una breve escalinata
y entró a un vestíbulo obscuro,
en el que se adivinaban armaduras
y algunos bellos muebles de ébano.
-¿Su tarjeta?
-dijo.
-Aquí está.
-Siéntese usted.
Voy a anunciarle.
Y entreabriendo como sigilosamente
una gran puerta, desapareció.
Cipriano, durante
los momentos que siguieron,
pudo oír perfectamente los latidos de
su corazón.
Un etíope... Armaduras damasquinadas...
Muebles de ébano... Silencio absoluto...
La gran puerta volvió
a abrirse:
-Pase usted -dijo
el negro.
Atravesaron un vasto salón penumbroso,
cubierto de tapicerías, cuyos asuntos
se adivinaban apenas y severamente, amueblado de taburetes y asientos
corridos, de ébano también
y damasco rojo.
Se abrió otra puerta.
Daba acceso a una enorme biblioteca, de ébano asimismo,
del más
hermoso estilo Luis XIII, con admirables columnas estriadas, de floridos
capiteles, con nichos, en los
cuales se inmovilizaban estatuas clásicas, de bronce, en su actitud serena; con
amplias ventanas por donde
entraba, a través de las vidrieras
de colores, la luz «mística» del atardecer, que venía de un patio contiguo, en el que triunfaba la verdura nueva de las acacias y los castaños.
La biblioteca
era todavía más misteriosa,
más recogida que las otras
salas.
Cipriano se detuvo indeciso.
El negro había desaparecido.
A medida
que los ojos del pintor iban
acostumbrándose a la penumbra, apreciaba detalles de la suntuosa severidad de aquella
gran sala llena de libros.
Pero había recodos de sombra que escapaban
a su agudeza visual.
De uno de ellos surgió una
voz conocida: aquella voz de aquella noche, en el bulevar Malesherbes.
-Bienvenido, amigo mío.
Y una forma
obscura avanzó hacia él.
Cipriano se sobresaltó... un momento,
un momento
nada más. Su voluntad dominó
en seguida el miedo pueril.
El «diablo» sonreía con la más acogedora sonrisa y le tendía la mano,
blanca, aristocrática, perfectamente cuidada y sin vello
ninguno bestial... (Todo evoluciona,
lector: el diablo usa depilatorios y tiene manicuros)
Cuando se hubo repuesto de su emoción, el pintor (sentado ya al lado
de aquel hombre simpático, de aspecto afable, aunque con no sé qué rasgo de misterio en la profunda palidez de las
facciones), su incontenible
gratitud se desbordó.
-¡Usted no sabe -le
dijo- lo feliz que soy! A usted se lo debo todo: la
revelación de mi talento,
en el cual no creía; el amor
de una mujer infinitamente
adorable; los medios materiales para cultivar esa
«Ars lunga», en la que quiero firmemente
emplear mi «Vida breve», para llegar
a las grandes excelencias; la
seguridad, en fin, de un
porvenir luminoso; ¡todo, todo!... Yo no sé quién es usted; ¡pero un espíritu poderoso y bueno no habría hecho más
por mí!
Y cogiéndole una mano, una de aquellas aristocráticas manos,
se la besó con amor, antes que el diablo pudiese
impedirlo.
-Amigo mío
-respondió éste-: el verdadero autor
de todos los bienes que menciona
es usted; es su voluntad, hada milagrosa
que duerme en tantas almas y que en algunas no despierta jamás... Yo no hice
otra cosa que azuzarla con la espuela
del amor. Ella sola recorrió el
camino.
-¿Pero quién es usted y qué razones ha tenido para protegerme? ¡Dígamelo,
se lo niego!
-¿Y por qué no seguir imaginando que soy el diablo, un buen
diablo, si a usted le parece? Hasta
el diablo, amigo mío, sirve los
designios de la Providencia (de
la cual dudaba usted, por cierto)... de esa Providencia
escondida que vela por nosotros...
¿Qué quiere usted que le revele? ¿Un
nombre y un apellido comunes y corrientes? ¿El
cómo
la casualidad que hizo a un hombre
rico y aburrido tropezar con un artista que habla solo (¡mala costumbre, amigo mío!)
entre la neblina de un bulevar? ¿Una
recomendación a tal o cual
buena señora amiga mía
y de la familia Constantin para que
los pusiese a ustedes en relaciones?... ¡Todo
eso sería demasiado trivial!
Procure usted más bien creer que
soy un espíritu, lo cual tendrá cierto
encanto, un diablo desinteresado,
que pudo hacerle un beneficio
y está satisfecho!
Por lo demás
-añadió levantándose para dar
por terminada la entrevista y tendiendo con un movimiento lleno de gracia y de cordialidad la mano
al pintor-, todos somos espíritus; no somos más que espíritus, que se mueven
en un plano de ilusión.
Usted es un espíritu azul (l'art c'est
l'azur...), su rubia Laura, un
espíritu «color de rosa»; mi
criado negro,
a pesar de su color, un espíritu «blanco» (por su primitiva candidez), y yo, un espíritu «gris», acaso triste,
que busca a Dios por el camino
real de la caridad... Sí, amigo mío, todos
somos espíritus y tenemos todos
algo de divino. Procuren usted y Laura hacerse dignos de esta divinidad
que el Inefable les ha otorgado,
y realicen durante su peregrinación por la existencia
¡a mayor suma de amor, de belleza, de bien...
Madrid, Abril 1.° de
1916.
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