Cuento El ángel caído Amado Nervo
Cuento El ángel caído Amado Nervo
Erase un ángel que, por retozar más de la cuenta por una nube crepuscular
teñida de violetas, perdió pie y cayó lastimosamente sobre la tierra.
Su mala suerte quiso que en vez de dar sobre el fresco césped, diese
contra bronca piedra, de modo y manera que el cuitado se estropeó un ala, el
ala derecha, por más señas.
Allí quedó despatarrado, sangrando, y aunque daba voces de socorro, como
no es usual que en la tierra se comprenda el idioma de los ángeles, nadie
acudía en su auxilio.
En esto acertó a pasar no lejos un niño que volvía de la escuela, y aquí
empezó la buena suerte del caído, porque como los niños sí pueden comprender la
lengua angélica ( en el siglo XX mucho menos, pero en fin), el chico allegóse
al mísero, y sorprendido primero y compadecido después, tendióle la mano y le
ayudó a levantarse.
Los ángeles no pesan y la leve fuerza del niño bastó y sobró para que
aquél se pusiese en pie.
Su salvador ofrecióle el brazo y vióse entonces el más raro espectáculo;
un niño conduciendo a un ángel por los senderos de este mundo.
Cojeaba el ángel lastimosamente, ¡es claro! Acontecíale lo que acontece a
los que nunca andan descalzos: el menor guijarro le pinchaba de un modo atroz.
Su aspecto era lamentable. Con el ala rota, dolorosamente plegada, manchado de
sangre y lodo el plumaje resplandeciente, el ángel estaba para dar compasión.
Cada paso le arrancaba un grito; los maravillosos pies de nieve empezaban
a sangrar también.
-No puedo más – dijo al niño.
Y éste, que tenía su miaja de sentido práctico, respondíole:
-A ti ( porque desde un principio se tutearon), a ti lo que te falta es
un par de zapatos. Vamos a casa, diré a mamá que te los compre.
-¿ Y qué es eso de zapatos?- preguntó el ángel.
-Pues mira- contestó el niño mostrándole los suyos… algo que yo rompo
mucho y que me cuesta buenos regaños.
-¿Y yo he de ponerme eso tan feo?...
-Claro… ¡ o no andas! Vamos a casa. Allí mamá te frotará con árnica y te
dará calzado.
-Pero si ya no me es posible andar…, ¡cárgame!
-¿Podré contigo?
-¡Ya lo creo!
Y el niño alzó en vilo a su compañero, sentándolo en su hombro,
como lo hubiera hecho un diminuto San Cristóbal.
-¡Gracias! – suspiró el herido-: qué bien estoy así… ¿Verdad que no peso?
-¡Es que yo tengo fuerzas! – respondió el niño con cierto orgullo y no
queriendo confesar que su celeste fardo era más ligero que uno de plumas.
En esto se acercaban al lugar, y os aseguro que no era menos peregrino
ahora que antes el espectáculo de un niño que llevaba en brazos a un ángel, al
revés de lo que nos muestran las estampas.
Cuando llegaron a la casa, sólo unos cuantos curiosos les seguían. Los
hombres, muy ocupados en su trabajo, las mujeres que comadreaban en las
plazuelas y al borde de las fuentes, no se habían percatado de que pasaba un
niño y un ángel. Sólo un poeta que divagaba por aquellos contornos, asombrado,
clavó en ellos los ojos y sonriendo bastamente les siguió durante buen espacio
de tiempo con la mirada… Después se alejó pensativo…
Grande fue la piedad de la madre del niño, cuanto éste le mostró a su
alirroto compañero.
-¡Pobrecillo!- exclamó la buena señora-; le dolerá mucho el ala, ¿eh?
El ángel al sentir que le hurgaban la herida, dejó oír un lamento
armonioso. Como nunca había conocido el dolor, era más sensible a él que
los mortales, forjados para la pena.
Pronto la caritativa dama le vendó el ala, a decir verdad, con trabajo,
porque era tan grande que no bastaban los trapos; y más aliviado y lejos ya de
las piedras del camino, el ángel pudo ponerse en pie y enderezar su esbelta
estatua.
Era maravilloso de belleza. Su piel translúcida parecía iluminada por
suave luz interior y sus ojos, de un hondo azul de incomparable diafanidad,
miraban de manera que cada mirada producía un éxtasis.
-Los zapatos, mamá, eso es lo que le hace falta. Mientras no tenga
zapatos, ni María ni yo ( maría era su hermana) podremos jugar con él – dijo el
niño.
Y eso era lo que interesaba sobre todo: jugar con el ángel.
A María, que acababa de llegar de la escuela, y que no se hartaba de
contemplar al visitante, lo que le interesaba más eran las plumas; aquellas
plumas gigantes, nunca vistas, de ave de Paraíso, de quetzal heráldico… de
quimera, que cubrían las alas del ángel. Tanto, que no pudo contenerse, y
acercándose al celeste herido, sinuosa y zalamera, cuchicheóle estas palabras:
-Di, ¿te dolería que te arrancase yo una pluma? La deseo para mi
sombrero…
-Niña – exclamó la madre, indignada, aunque no comprendía del todo aquel
lenguaje.
Pero el ángel, con la más bella de sus sonrisas, le respondió extendiendo
el ala sana:
-¿Cuál te gusta?
-Esta tornasolada…
-¡Pues tómala!
Y se la arrancó resuelto, con movimiento lleno de gracia, extendiéndola a
su nueva amiga, quien se puso a contemplarla embelesada.
No hubo manera de que ningún calzado le viniese al ángel. Tenía el pie
muy chico, y alargado en una forma deliciosamente aristocrática, incapaz de
adaptarse a las botas americanas (únicas que había en el pueblo), las cuales le
hacían un daño tremendo, de suerte que claudicaba peor que descalzo.
La niña fue quien sugirió, al fin, la buena idea:
-Que le traigan – dijo- unas sandalias. Yo he visto a San Rafael con
ellas, en las estampas en que lo pintan de viaje, con el joven Tobías, y
no parece molestarle lo más mínimo.
El ángel dijo que, en efecto, algunos de sus compañeros las usaban para
viajar por la tierra; pero que eran de un material finísimo, más rico que el
oro, y estaban cuajadas de piedras preciosas. San Crispín, el bueno de San
Crispín, fabricábalas.
-Pues aquí – observó la niña – tendrás que contentarte con unas menos
lujosas, y déjate de santos si las encuentras.
Por fin, el ángel, calzado con sus sandalias y bastante restablecido de
su mal, pudo ir y venir por toda la casa.
Era adorable escena verle jugar con los niños. Parecía un gran pájaro
azul, con algo de mujer y mucho de paloma, y hasta en lo zurdo de su andar
había gracia y señorío.
Podía ya mover el ala enferma, y abría y cerraba las dos con movimientos
suaves y con un gran rumor de seda, abanicando a sus amigos.
Cantaba de un modo admirable, y refería a sus dos oyentes historias más
bellas que todas las inventadas por los hijos de los hombres.
No se enfadaba jamás. Sonreía casi siempre y, de cuando en cuando se
ponía triste.
Y su faz, que era muy bella cuando sonreía, era incomparablemente más
bella cuando se ponía pensativa y melancólica, porque adquiría una expresión
nueva que jamás tuvieron los rostros de los ángeles y que tuvo siempre la faz
del Nazareno, a quien, según la tradición, “ nunca se le vio reír y sí se le
vio muchas veces llorar”.
Esta expresión de tristeza augusta fue, quizá, lo único que se llevó el
ángel de su paso por la tierra…
¿Cuántos días transcurrieron así? Los niños no hubieran podido contarlos;
la sociedad con los ángeles, la familiaridad con el Ensueño, tienen el don de
elevarnos a planos superiores, donde nos sustraemos a las leyes del tiempo.
El ángel, enteramente bueno ya, podía volar, y en sus juegos maravillaba
a los niños, lanzándose al espacio con una majestad suprema; cortaba para ellos
la fruta de los más altos árboles, y, a veces, los cogía a los dos en sus
brazos y volaba de esta suerte.
Tales vuelos, que constituían el deleite mayor para los chicos, alarmaban
profundamente a la madre.
-No vayáis a dejarlos caer por inadvertencia, señor Ángel- gritábale la
buena mujer-. Os confieso que no me gustan juegos tan peligrosos…
Pero el ángel reía y reían los niños, y la madre acababa por reír
también, al ver la agilidad y la fuerza con que aquél los cogía en sus brazos,
y la dulzura infinita con que los depositaba sobre el césped del jardín… ¡Se
hubiera dicho que hacía su aprendizaje de Ángel Custodio!
-Sois muy fuerte, señor Ángel – decía la madre, llena de pasmo.
Y el ángel, con cierta inocente suficiencia infantil, respondía:
-Tan fuerte, que podría zafar de su órbita a una estrella.
Una tarde los niños encontraron al ángel sentado en un poyo de
piedra, cerca del muro del huerto, en actitud de tristeza más honda que cuando
estaba enfermo.
-¿Qué tienes?- le preguntaron al unísono.
-Tengo – respondió- que ya estoy bueno; que no hay ya pretexto para que
permanezca con vosotros…; ¡que me llaman de allá arriba, y que es fuerza que me
vaya!
-¿Qué te vayas? ¡Eso nunca! – replicó la niña.
-¿Y qué he de hacer si me llaman?...
-Pues no ir…
-¡Imposible!
Hubo una larga pausa llena de angustia.
Los niños y el ángel lloraban.
De pronto, la chica, más fértil en expedientes, como mujer, dijo:
-Hay un medio de que no nos separemos…
-¿Cuál?- preguntó el ángel, ansioso.
-Que nos lleves contigo.
-¡Muy bien! –afirmó el niño palmoteando.
Y con divino aturdimiento, los tres pusiéronse a bailar como locos.
Pasados, empero, estos transportes, la niña quedóse pensativa, y murmuró:
-Pero ¿y nuestra madre?
-¡Eso es!- corroboró el ángel- ; ¿y vuestra madre?
-Nuestra madre- sugirió el niño- no sabrá nada… Nos iremos sin decírselo…
y cuando esté triste, vendremos a consolarla.
-Mejor sería llevarla con nosotros – dijo la niña.
-¡Me parece bien! – afirmó el ángel -. Yo volveré por ella.
-¡Magnífico!
-¿Estáis, pues, resueltos?
-Resueltos estamos.
Caía la tarde fantásticamente, entre niágaras de oro. El ángel cogió a
los niños en sus brazos, y de un solo ímpetu se lanzo con ellos al azul
luminoso.
La madre en esto llegaba al jardín, y toda trémula vióles alejarse.
El ángel, a pesar de la distancia, parecía crecer. Era tan diáfano, que a
través de sus alas se veía el sol.
La madre, ante el milagroso espectáculo, no pudo ni gritar. Quedóse
alelada, viendo volar hacia las llamas del ocaso aquel grupo indecible, y
cuando, más tarde, el ángel volvió al jardín por ella, la buena mujer estaba
aún en éxtasis.
Cuentos misteriosos
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