100 MITOS DE LA HISTORIA DE MÉXICO 1 Francisco Martín Moreno parte5



EL CURA HIDALGO NO GRITO " ¡VIVA FERNANDO VII!”
El grito de dolores siempre ha sido visto como el momento fundacional de nuestra patria... y precisamente sobre ese tema, la tentación de asomarme a un libro de texto escrito por un historiador oficial y oficioso es irresistible... Casi al azar tomo un volumen y rápidamente encuentro la versión oficial del acontecimiento que nos convocó por primera vez a abrazar la libertad. Permíteme compartir contigo, querido lector, estas líneas, escritas con letras de oro en el volumen intitulado México, un pueblo y su historiar. Alertados por la Corregidora de que la conspiración había sido descubierta, Miguel Hidalgo inicia la lucha de Independencia, Convocaron a sus seguidores y les avisaron que se levantarían en armas para luchar contra el gobierno. La madrugada del 16 de septiembre de 1810 los habitantes oyeron las campanas de la parroquia del pueblo de Dolores que llamaba a misa. Las personas se reunieron en el atrio de la iglesia. Bajo los gritos de “¡Viva México!, ¡Viva la Virgen de Guadalupe!¡Mueran los Gachupines!”, la población fue convocada a luchar para cambiar el gobierno, obtener la libertad de los habitantes de la Nueva España y se unió al movimiento que organizaba Miguel Hidalgo, cura del pueblo de Dolores.19 Además de los evidentes problemas de redacción que muestran, los dos párrafos anteriores están plagados de mentiras que deben ser denunciadas: el aviso de doña Josefa tenía otras intenciones y Miguel Hidalgo, con toda seguridad, pronunció otras palabras, pues muchos historiadores convienen en que la versión más probable de su arenga fue: “¡Viva la religión! ¡Viva la Virgen de Guadalupe! ¡Muera el mal gobierno! ¡Viva Fernando VII! ¡Viva América! ¡Mueran los gachupines!”.
La historia oficial no sólo ha mentido sobre el verdadero contenido del Grito de Dolores, sino que también ha ocultado lo que escribieron los contemporáneos sobre el acontecimiento, quienes veían al cura Hidalgo de una manera muy distinta a como lo hacen los historiadores al servicio del Estado.
UNA HISTORIA NEGADA
Servando Teresa de Mier, uno de los padres de la nación mexicana, escribió —con el pseudónimo de José Guerra una obra intitulada Historia de la revolución de Nueva España. En ese libro, don Servando nos ofrece una versión totalmente distinta del Grito de Dolores, leamos sus palabras:[el cura convocó al pueblo y lo arengó]: No hay remedio: está visto que los europeos nos entregan a los franceses: veis premia tíos a los que prendieron al virrey y relevaron al Arzobispo porque nos defendían, el Corregidor porque es criollo está preso; ¡adiós religión!, seréis jacobinos, seréis impíos: ¡adiós Fernando VII!, seréis de Napoleón. A esta prédica, según Mier, los indios respondieron: “No, padre, defendámonos: ¡Viva la Virgen de Guadalupe! ¡Viva Femando VII!”. E Hidalgo simplemente les dijo: “Vivan pues y seguid a vuestro cura, que siempre se ha desvelado por vuestra felicidad”. Don Servando no fue el único historiador que criticó al llamado padre de la patria. Carlos María de Bustamante, en su Cuadro histérico de la revolución mexicana (publicado por vez primera en 1823), también tenía una pésima opinión sobre Hidalgo. Veamos lo que escribió: “dioses por las circunstancias del momento el grito terrible [una arenga que] fue impolítica, y tanto más, cuanto obraba sin programa o plan formado anticipadamente y que fue causa de robos y asesinatos”. Bustamante sostenía que Hidalgo sólo aprovechaba las circunstancias del momento —la invasión napoleónica a España, que carecía de un proyecto libertario y que sólo levantó al pueblo para darle rienda suelta a la muerte y al robo. Las opiniones de Mier y Bustamante no son las únicas, en el Ensayo histórico de las revoluciones de México, de Lorenzo de Zavala, apenas se da cuenta de la arenga de Hidalgo: sólo hay vestigios del viva a la virgen de Guadalupe: “Viva la señora de Guadalupe, era su única base de operaciones”. Zavala no paró aquí con sus críticas, pues según él, Hidalgo no hizo otra cosa que poner una bandera con la imagen de la virgen y correr de ciudad en ciudad con su gente, sin haber indicado siquiera qué forma de gobierno quería establecer. Por lo antes dicho, podría suponerse que Hidalgo fue un personaje de la peor calaña y que su grito sólo fue un llamado a los desmanes, pero esa es una interpretación poco patriótica que ha sido divulgada por los historiadores neoconservadores, quienes pretenden reescribir el pasado para hacernos olvidar nuestro nacionalismo. Por ello, habría que examinar las cosas con calma y revisar los trabajos de otros historiadores que tienen una opinión mucho menos apasionada y más cercana a la verdad. Patricia Galeana, en su libro Miguel Hidalgo y Costilla, sostiene una tesis muy diferente que revela a plenitud la personalidad del sacerdote: si bien es cierto que Hidalgo inició el levantamiento con el grito de “¡Viva la religión! ¡Viva la Virgen de Guadalupe! ¡Viva Fernando VII! ¡Viva la América!”, también es verdad que el sacerdote estaba convencido de la imperiosa necesidad de luchar por la independencia. Si él lanzó un viva a Fernando VII fue por influencia de Ignacio Allende y por la certeza de que “al pueblo se le había inculcado la idea de que el rey era su protector”, de modo que a los indígenas y a los mestizos “no se les podía desaparecer su imagen de un plumazo”; asimismo, si incluyó en su arenga a la guadalupana, esto se debía al nacionalismo criollo y a la posibilidad de contar con un símbolo que diera cohesión a sus tropas.
Incluso, según comenta Galeana, el viva a Fernando VII permitiría a los rebeldes, cuando menos en los primeros momentos de la lucha, “pasar inadvertidos”. No hay duda: la independencia era el objetivo de Hidalgo y las críticas a sus ideas políticas también son infundadas, pues no olvidemos que no existen “las revoluciones ordenadas”... los idearios se construyen en el camino. Es cierto: Hidalgo, tras el primer llamado, nunca volvió a lanzar un viva al rey Borbón y poco a poco fue creando instituciones y leyes para la nueva nación: los decretos de abolición de la esclavitud, de restitución de tierras y el fin de las gabelas dan muestra de ello. Incluso, quienes le critican su “¡Viva la América! ’, en vez de un “¡Viva México!”, faltan a la verdad, pues durante los primeros años de la lucha, desde Hidalgo hasta Iturbide, siempre se habló de la independencia de la América.
De esta manera, aunque sí lanzó un viva a Fernando VII, un hecho que siempre se ha tratado de ocultar, Hidalgo fue el iniciador de nuestra guerra de independencia y algunas de sus ideas pronto fueron retomadas por otros insurgentes, como José María Morelos, quien además de refrendar la abolición de la esclavitud dio su propio grito de independencia: Valgámonos del derecho de guerra para restaurar la libertad política [...] si los gachupines no rinden sus armas ni se sujetan al gobierno de la suprema y soberana junta nacional de esta América, acabémoslos, destruyámoslos, exterminémoslos sin envainar nuestras espadas hasta no vemos libres de sus manos impuras y sangrientas. Hidalgo inició la independencia y, sin duda alguna, fue un personaje de claroscuros, pero esto no debe impedir que lo    reconozcamos como uno de los padres fundadores de nuestra patria.
HUERTA: EL UNICO ASESINO DE MADERO
Al comenzar el año de 1913 el golpe de Estado ya era un secreto a voces. La traición que se cometería en contra de Madero en la que estaban involucrados varios extranjeros era esperada por una buena parte de la sociedad. En esos momentos casi nadie estaba dispuesto a defender al gobierno de Madero: los zapatistas habían roto con él tras la promulgación del Plan de Ayala; las fuerzas armadas, deseosas de volver a disfrutar de los beneficios del anclen régimen, obviamente le dieron la espalda; el clero, históricamente opuesto a la democracia, estaba decidido a recuperar sus privilegios materiales y políticos; la libertad de prensa llegaba al libertinaje... Los inversionistas extranjeros tampoco lo respetaban y no estaban dispuestos a permitir la supervivencia del régimen democrático: ellos los extranjeros y ciertos mexicanos añoraban la tiranía porfirista, en particular la impunidad, por las ventajas que representaba en el mundo de los negocios. ¿Pensó Madero en la posibilidad de ser traicionado? Por supuesto que sí, aunque también creyó que podía convencer a los traidores a través del diálogo y de la aplicación de las leyes. Sólo que su candor le impidió ver que a sus enemigos les tenían sin cuidado tanto la ley como el diálogo. Los políticos candorosos, invariablemente, terminan con un tiro en la cabeza. Benito Juárez y Porfirio Díaz no habían sido ingenuos: no terminaron sus días ni ahorcados ni asesinados. Madero cometió algunos errores imperdonables: primero, se opuso a la toma violenta de Ciudad Juárez, como si Díaz fuera a renunciar espontáneamente; luego, dejó que Francisco León de la Barra, un consumado porfirista, ocupara provisionalmente la presidencia de la República, y aceptó que el Congreso, el ejército porfirista y los hacendados continuaran operando bajo el supuesto de que le serían leales: “Usted ya echó a perder la revolución”, alcanzó a espetarle Pancho Villa. Así, mientras los militares tramaban el golpe de Estado, los legisladores neo porfiristas conspiraban y el clero trababa Alianzas inconfesables en las sacristías. Finalmente, en el interior de la embajada estadounidense se diseñó el golpe de Estado: Madero caería víctima de una conjura castrense y diplomática. La sociedad, como siempre, asistiría apática a la decapitación de sus más caras esperanzas. El cierzo invernal de 1913 llegó acompañado de voces de muerte. Gustavo Madero el hermano del presidente ya intuía la conjura, y seguramente pensaba que Francisco soñaba demasiado... Gustavo, no lo olvidemos, había dedicado su talento y su fortuna a financiar la revolución, al extremo de que, cuando se agotaron sus fondos, entró en contacto con petroleros norteamericanos para que, a cambio de la concesión para extraer crudo cuando Francisco accediera a la presidencia, le adelantaran quinientos mil dólares oro (la operación no llegó a consumarse: Díaz renunció tras la toma de Ciudad Juárez).
Pero no sólo Gustavo alertó al presidente sobre los riesgos, también su madre, en una carta, le advertía: “No andes con contemplaciones, Pancho. Imponte un poquito con el mismo De la Barra porque si no tendremos que batallar [,..] Hay que quitar a Huerta [...JA Blanquet] hay que mandarlo lejos: están haciendo la contrarrevolución. El 15 de septiembre de 1912 Victoriano Huerta, un hombre de aspecto sombrío que pasaba la mayor parte del tiempo borracho, había regresado por sus fueros, pues no hacía mucho el nuevo ministro de Guerra lo había destituido. Sin embargo, poco tiempo después Madero lo elevaba al rango de general de división. ¿Cómo explicar esto? Ese era Madero. En aquellos momentos Henry Lane Wilson, el embajador norteamericano, distorsionaba ante su gobierno la realidad mexicana, al tiempo que apoyaba a Huerta y se entendía con Félix Díaz. Wilson, sin duda alguna, creaba las condiciones para que los Estados Unidos vieran a México como un país inseguro para la inversión extranjera y por ello solicitaba la intervención militar... Así, ese 15 de septiembre de 1912, gracias a Wilson, Washington cursó a Madero una enérgica protesta, culpándolo de discriminar a sus ciudadanos y sus empresas y de haber impuesto un gravamen al petróleo crudo... Acto seguido, Wilson propuso al presidente WH. Taft y al secretario de Estado, P.C. Knox, apoderarse de una parte del territorio mexicano o derrocar a Madero. Según relata Lorenzo Meyer: el presidente Taft había estado dispuesto a hacer ambas cosas pero Knox, el secretario de Estado, se había opuesto a la idea de ocupar el territorio mexicano. Los tres acordaron, entonces, subvertir el gobierno de Madero. Para este fin utilizarían la amenaza de intervención [y] promesas de puestos y honores y soborno directo en efectivo a los principales protagonistas.
Por su parte, en enero de 1913, como bien lo señala Francis Patrick Dooley en su libro Los cristeros, Calles y el catolicismo mexicano: “la jerarquía católica de México” se sumó y bendijo a los golpistas, pues “declaró unánimemente que era lícita la rebelión en contra del gobierno constituido”. El 9 de febrero de 1913 comenzó la Decena Trágica: una guerra falsa de diez días, una guerra en que “los atacantes no atacaban y los defensores jugaban naipes en el interior” de la Ciudadela, una guerra que horrorizó a los capitalinos, que probó la ineficiencia del gobierno y que dio paso al golpe final contra Madero. Durante la lucha, Lauro Villar, un comandante leal a Madero y encargado de la defensa del Palacio Nacional, cayó víctima de la metralla. Sólo faltaba que Madero se diera el tiro de gracia... y lo hizo: contra los consejos de familiares y colaboradores, nombró como jefe de sus tropas nada menos que a Victoriano Huerta. Semejante decisión implicó no sólo su derrocamiento y su muerte prematura, sino la pérdida de cientos de miles de vidas, así como la destrucción del país. Grave error que pagaríamos interminables generaciones de mexicanos...El 10 de febrero Wilson informó a Washington sobre las negociaciones entre Félix Díaz y Victoriano Huerta. El embajador prometió a Huerta que la Casa Blanca reconocería a cualquier gobierno que fuera capaz de establecer la paz y el orden. Además convocó a los representantes de Inglaterra, Alemania y España para formar la comitiva que osó pedirle al presidente su renuncia al cargo a fin de evitar el derramamiento de sangre... La respuesta de Madero fue la de un estadista: sin miramientos, rechazó las “sugerencias” de los extranjeros. Las traiciones continuaron: los carabineros de Coahuila fueron sustituidos por el batallón que capitaneaba Aureliano Blanquet, un esbirro de Huerta. Los cadetes del Colegio Militar fueron acuartelados hasta nueva orden y los rurales maderistas fueron enviados, a pecho descubierto, a tomar por asalto la Ciudadela: los soldados leales al presidente murieron masacrados, ante el regocijo de Huerta y de Blanquet. Las traiciones se dieron en los cuarteles y en las embajadas, no en Palacio Nacional: Gustavo Madero y Jesús Urueta sabían que Huerta encabezaba la conjura. Gustavo llevó al traidor ante el presidente, pero Madero desoyó las acusaciones y liberó a Huerta. Al día siguiente, Gustavo y Francisco estaban en Palacio Nacional. Huerta llegó a rendir cuentas e invitó a Gustavo a comer, con el pretexto de intentar la reconciliación. Durante la sobremesa Huerta recibió una llamada telefónica, se levantó y salió..., cuando regresó le dijo a Gustavo que debía acompañarlo y le pidió prestada su pistola... Gustavo se la entregó ingenuamente. Huerta cruzó la puerta y un piquete de soldados aprehendió al hermano del presidente.
El hermano del presidente es trasladado a la Ciudadela, donde los soldados lo reciben entre mofas y risas. No dejan de burlarse del “Ojo Parado”. Cecilio Ocón, la máxima autoridad en la Ciudadela, decide hacerle un “juicio”... Gustavo trata de defenderse, pero es inútil... lo golpean salvajemente. En la noche, un desertor del batallón 29, de apellido Melgarejo, después de acercarle una linterna para identificar cuál de sus ojos es el de vidrio, le pincha el sano con un pica hielo. Gustavo grita en su dolorosa ceguera total y en medio de las burlas de los soldados. Ocón decide ejecutarlo sin más. Intenta sujetar a Madero, pero éste lo empuja instintivamente y a cambio recibe veintisiete puñaladas. Ese día, mientras Huerta comía con Gustavo, el teniente coronel Jiménez Riveroll, el mayor Izquierdo, el ingeniero Enrique Cepeda y varios soldados del batallón de Blanquet ingresaron a Palacio Nacional: se detuvieron ante la puerta del despacho de Madero y, siguiendo las instrucciones de Huerta, entraron a bayoneta calada y con el cartucho cortado para arrestar al jefe de la nación, quien fue detenido por el propio Blanquet. “¿Qué van a hacer conmigo?, cualquier atropello que se haga no será a mí, sino al primer magistrado de la nación”, se le escuchó decir al presidente. La Decena Trágica llegaba a su fin. Luego de la muerte de Gustavo y de la aprehensión de Francisco, Wilson respondió a las súplicas de Sarita, la esposa del presidente, diciendo que él no podía hacer nada para salvar la vida de su marido; sin embargo, le garantizó que no le harían ningún daño. Huerta, con el apoyo de Wilson, ya era la máxima autoridad del país. Francisco, preso en Palacio Nacional, no dejaba de pensar en Gustavo. Cuando su madre lo visitó en la cárcel, Francisco le preguntó si era verdad... Ella le confirmó la muerte de su hermano. Madero lloró como un niño. Hincado, comenzó a pedirle perdón. El 21 de febrero por la noche, Madero y Pino Suárez después de haber renunciado a la presidencia y a la vicepresidencia de la República a cambio de un salvoconducto para abandonar el país fueron sacados a empujones de Palacio Nacional por el mayor Francisco Cárdenas y obligados a abordar un automóvil, que partió con rumbo desconocido. Llegaron a un costado de la penitenciaría de Lecumberri y ahí se les ordenó descender del vehículo. Madero pensó que se trataba de un cambio de cárcel... pero cuando se encaminaba hacia la puerta central de la penitenciaría, Cárdenas desenfundó su pistola y le disparó a quemarropa, en la nuca. El presidente cayó como un fardo. Su cabeza ensangrentada rebotó contra el piso. Despavorido, Pino Suárez trató de huir. En su intento tropezó y cayó en una zanja: tenía una pierna rota y el hueso expuesto, suplicaba que lo dejaran vivir. Se cubrió con sus manos para resistir el impacto de las balas. Ocón, un experto asesino, acalló a disparos las suplicas del prócer tabasqueño. La siguiente noche continuaron las felonías: en la embajada de los Estados Unidos, ante la mayoría del cuerpo diplomático, se suscribió el Pacto de la Embajada. Después de convencer a Félix Díaz, el ambicioso sobrino de don Porfirio, de que Huerta, y no él, ocuparía la presidencia de la República, el embajador Wilson presentó al nuevo titular del poder ejecutivo ante el cuerpo diplomático. Nadie aplaudió. El nuevo presidente estaba ebrio (tres años más tarde la cirrosis acabaría con él, su hígado tendría el tamaño de una nuez).La sociedad, adormecida y anestesiada como siempre, convalidó con su silencio y su inacción el magnicidio. Muy pocos levantaron la mano para defender al presidente. Sin embargo, el clero no tardó en homenajear al nuevo dictador ofreciendo un tedeum en la Catedral Metropolitana... Ahí, sentado en una silla verde de respaldo alto, Huerta, junto al altar, vestido regiamente con traje de gala, escuchó la misa y elevó sus plegarias, hincándose y persignándose devotamente. Su rostro reflejaba la imagen del mejor de los cristianos, del más respetuoso de los mexicanos. Un hijo privilegiado de Dios. Huerta no era el único asesino, brindaba eufórico con el embajador Wilson...
LA IGLESIA, UNA INSTITUCIÓN POBRE
En El nombre de la rosa la novela de Humberto Eco dedicada a la edad media se narra una escena fascinante: los franciscanos acaudillados por William de Baskerville insisten en discutir con el papa si el taparrabo que usaba Cristo era o no de su propiedad. El papa se niega a tratar el asunto y amenaza a los clérigos con la excomunión si persisten en su necedad... A primera vista podría pensarse que el papa se negaba por razones de pudor o de moral, pero la verdad es que no aceptaba esa discusión porque ponía en entredicho las riquezas de la iglesia católica: si Jesús no tuvo propiedades y vivió en la pobreza, la iglesia tampoco podía ser dueña de grandes propiedades ni de las mayores riquezas de Occidente. Eco puso el dedo en la llaga: si la iglesia católica siguió las enseñanzas del hombre que llamó bienaventurados a los pobres del mundo, ¿cómo fue que se convirtió en una de las corporaciones más ricas del planeta?; si Jesús expulsó a los mercaderes del templo y los llamó “raza de víboras”, ¿por qué la iglesia funciona como una empresa que vende la gloria eterna al mejor postor? La acumulación de la riqueza eclesiástica se inició Durante la edad media: desde esa época la iglesia católica es la mayor latifundista y la principal institución financiera. La venta de indulgencias, los diezmos, las primicias, las misas, los préstamos, el patrimonio arrebatado a los judíos ricos, las donaciones que se hacían para alcanzar la paz eterna, eran, junto con el apoyo que otorgaban a los reyes a cambio de oro y de poder, la inagotable fuente de ingresos que permitió esa acumulación de capitales.
Desde la edad media hasta el momento en que la iglesia se transformó en una corporación bursátil, lo cual se evidenció tras el asesinato de Juan Pablo í, sus bienes fueron considerados como de “manos muertas”: ni los obispos, los abades ni los priores podían enajenarlos, pues si mermaban el patrimonio del Vaticano no sólo eran suspendidos ad divinis, sino también excomulgados. Su función no era mermar el patrimonio de la iglesia, sino incrementarlo. La idea de las manos muertas —como lo señala Calla han en su libro Iglesia,, poder y sociedad en España fue bien recibida por la monarquía española, y llegó al Nuevo Mundo para aumentar los caudales de la iglesia. En Nueva España, la jerarquía eclesiástica se llenó los bolsillos gracias a las limosnas, los diezmos, las primicias, las oblaciones, las obvenciones, las donaciones, los legados y los préstamos a comerciantes, mineros y agricultores. Además de esto, los sacerdotes contaban con otra fuente de riqueza: los indígenas que trabajaban en sus latifundios no cobraban ni un centavo, su salario se reducía a ser catequizados. Así, la iglesia novohispana se convirtió en la institución más poderosa y próspera de la colonia. La obtención de estas riquezas no necesariamente era lícita, y ya la Recopilación de las leyes de Indias alertaba a las autoridades virreinales sobre un hecho vergonzoso: Si algunos indios ricos o en alguna forma hacendados están enfermos, sucede que los curas y doctrineros, clérigos y religiosos, procuran y ordenan que les dejen a la iglesia toda o la mayor parte de sus haciendas, aunque tengan herederos forzosos [...] Mandamos a los Virreyes, Presidentes y Audiencias que provean y den las órdenes convenientes, para que los indios no reciban agravio y tengan entera libertad en sus posesiones. Contra lo que pudiera suponerse, los caudales de la iglesia no fueron mermados por la independencia: debido a que Iturbide aceptó una religión de Estado, la iglesia continuó aumentando su riqueza hasta límites escandalosos. El principal propietario de haciendas, casas, hospitales, y muchos otros bienes similares era la iglesia [afirma Alicia Villaneda González en su libro Valentín Gómez Farías], que hacía aparecer esa propiedad como “espiritualizada y del Señor”; esos bienes los poseía de manera perpetua e inalienable y sin tributarle al fisco; así, no había forma de que el Estado y la sociedad se vieran beneficiados por medio de su compraventa; también, esta situación condenaba a muchos de estos bienes a la improductividad. En esos años el clero tenía paralizados en bienes improductivos casi ciento ochenta millones, de los cuales la mitad la consumía en diez obispados y 177 canónicos. Debido a esto la nación se encontraba empobrecida, pero no así la iglesia. Los señalamientos de Villaneda son escalofriantes: a la jerarquía eclesiástica no le importó que los mexicanos murieran de hambre, que su gobierno afrontara una incesante crisis financiera a causa de los impuestos que no pagaba y que por ello como ocurrió en la intervención francesa— el país se cubriera de sangre. A la jerarquía sólo le importaban sus caudales: la patria y los mexicanos sólo le interesaban en la medida en que podía extraerles más dinero. Una manera de valorar la cuantía de sus bienes nos la muestra Lucas Alamán, un autor conservador, quien señaló que la iglesia era dueña de 52% de la propiedad inmobiliaria de México, y que descubrió que un arzobispo ganaba ¡cuatro veces más que el presidente de la República! La iglesia católica, dirigida por hombres de negocios llamados sacerdotes, continuó siendo la institución más rica de nuestro país, esto a pesar de que las leyes de Reforma ordenaron la desamortización de sus bienes, pues la jerarquía —reacia a acatar las leyes que lesionaran sus negocios— no dudó en utilizar a un sinnúmero de presta nombres para ocultar sus propiedades, y cuando fue necesario recurrió a la guerra, en este caso la de Reforma, siendo fiel a otro Estado: el Vaticano.
Durante el porfiriato, gracias a la Alianza del dictador con la iglesia, la fortuna de los sacerdotes aumentó hasta límites incuantificables, y cuando llegó la revolución las cosas cambiaron muy poco: en 1912 el obispo de Michoacán —previendo las desgracias que podría traer “la bola” depositó en un banco de Canadá 15 millones de dólares, mientras que el obispo de Chiapas, Francisco Orozco, era considerado uno de los más prósperos empresarios de la región. En 1926, poco antes de que se iniciara la guerra cristera, David Yáñez el entonces apoderado del clero— declaró que el capital de la iglesia mexicana era de casi mil millones de pesos, ¡una suma que hacía palidecer 
los recursos gubernamentales! Otra forma de valorar la riqueza de la iglesia la ofreció Plutarco Ellas Calles, quien señaló que una tercera parte de la riqueza nacional era “poseída por el pueblo” y que por lo menos “el 70% de ella’ iba a dar “a manos de las entidades religiosas”, lo cual permitía que la cifra dada a conocer por Yáñez se incrementara a costa de la pobreza de los mexicanos. La iglesia, hasta antes de la expropiación de la industria petrolera, era una de las instituciones más ricas de México y su patrimonio competía con el del gobierno. Hoy la iglesia es una de las corporaciones más ricas de México: no sólo posee las fortunas que se depositan en los cepos y las millonadas que se pagan por servicios que deberían ser gratuitos, también es dueña de una buena cantidad de planteles educativos, de asociaciones filantrópicas que reciben subsidios del gobierno, de propiedades inmobiliarias y de una gran cantidad de recursos con los que especula en las bolsas de valores. La iglesia sigue siendo riquísima, mientras que más de la mitad de los mexicanos viven en la miseria. Nada nuevo: iglesia rica, pueblo pobre.
La iglesia católica también es una de las principales responsables de nuestra pobreza: ella, con dolo, llama a sus fieles a desprenderse de sus riquezas y entregar sus bienes a la alta jerarquía... Su objetivo no es salvar las almas, sino adueñarse de la mayor cantidad de bienes, ignorando los propósitos de Jesús y sus votos de pobreza. Los jerarcas de la iglesia, que hoy viajan a bordo de automóviles de lujo, con chofer, viven en residencias suntuosas, vuelan en aviones supersónicos, portan cruces pectorales valiosísimas y emplean helicópteros para trasladarse, ¿no tendrán miedo a aquello de que es más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja a que un rico entre en el reino de los cielos...?
EL CLERO NO FINANCIÓ LA GUERRA DE REFORMA
LA nueva historia oficial le concede cada vez menos importancia a la llamada guerra de Reforma: el 150 aniversario de la primera Constitución liberal mexicana, cuya promulgación detonó la guerra promovida por el clero católico, pasó prácticamente inadvertido en nuestro país. Asimismo, la figura de Benito Juárez víctima también de este olvido— resulta cada vez más incomprensible a los ojos del ciudadano común, quien escasamente percibe la erosión de la memoria liberal de México y la imposición de una “neo contrarreforma” opuesta a nuestras leyes. No obstante, la verdad es que la alta jerarquía eclesiástica le hizo la guerra al gobierno mexicano entre 1858 y 1861 porque éste, compuesto por primera vez por personas capaces de oponer al omnímodo poder del clero las armas de la República, obligó a la iglesia a vender sus inmensos latifundios, que mantenía improductivos en perjuicio del desarrollo nacional. Más aún, después de promulgarse la ley de desamortización de los bienes del clero, en noviembre de 1855, se legisló sobre asuntos que la iglesia consideraba de su exclusiva competencia. De esta suerte, la “Ley Juárez” de 1856 creó el registro civil y le retiró el fuero, ciertamente injustificado, a los sacerdotes. Finalmente, el 5 de febrero de 1857 se promulgó una nueva Carta Magna que reivindicaba la autoridad del Estado en materia educativa, consideraba inviolable la libertad de escribir y de publicar escritos sobre cualquier materia, declaraba inexistentes en el país los títulos de nobleza y las prerrogativas u honores hereditarios, y —especialmente establecía que en la República mexicana “nadie puede ser juzgado por leyes privativas ni por tribunales especiales. Ninguna persona ni corporación puede tener fueros”. Por estas razones, en 1858 la alta jerarquía católica le declaró la guerra al gobierno. Sólo que la historia oficial, amañada y mercenaria, prefirió ocultar la verdad, creando una cortina de humo tras de la cual únicamente se distinguen el llamado partido conservador y la identidad de algunos de sus dirigentes más importantes, como Félix María Zuloaga, Miguel Miramón y Leonardo Márquez, entre otros personajes de muy triste recuerdo. El clero católico ha hecho enormes esfuerzos por desprestigiar la labor histórica de hombres de la talla moral de Melchor Ocampo, Juan N. Álvarez, Francisco Zarco, Guillermo Prieto, Jesús González Ortega, Ignacio Ramírez e Ignacio Manuel Altamirano, entre otros más, los cuales seguramente habrían sido quemados con leña verde, en una pira instalada en el Zócalo, de haber existido todavía la Inquisición. ¿Por qué razón se prolongó la guerra durante tres años, ensangrentando la totalidad del territorio nacional? ¿Quién hizo la guerra al Estado mexicano que estaba fundando la auténtica patria, luchando en el campo del honor en contra de los ejércitos clericales? El padre Francisco Javier Miranda y Mori, quien presumía de haber matado a “más de veinte chinacos con un rifle”, y quien había encabezado todas las conspiraciones destinadas a derrocar al gobierno emanado de la Constitución de 1857, dirigió personalmente la sublevación que culminó con la caída del presidente Comonfort, el fatídico 11 de enero de 1858, día que marca el comienzo de una de nuestras más devastadoras guerras civiles. Así reportaba los sucesos el Monitor Republicano:
Los sucesos DE ayer. Son verdaderamente raros, y como la mayoría de nuestros colegas, creemos que es imposible apreciarlos, a lo menos hasta las horas en que escribimos estas líneas [...] En la madrugada se ha pronunciado la brigada Zuloaga en la Ciudadela, San Agustín y Santo Domingo, desconociendo al Sr. Comonfort porque no ha llevado a efecto el plan de Tacubaya [...] El Sr. Comonfort quiso entrar esta mañana a Santo Domingo y San Agustín y le negaron la entrada [...] Se asegura también que el Sr. Comonfort quiere llamar al partido puro y entregar el poder al Sr. Juárez [...] Se dice que el jefe del movimiento en Santo Domingo ha sido un eclesiástico. Al día siguiente quedarían aclaradas todas las dudas: Los pronunciados de Santo Domingo [decía el Monitor] han extendido su línea ocupando la aduana, San Lorenzo, la Concepción y Santa Catarina Mártir [...] Las fuerzas del Sr. Comonfort tienen Palacio, la Catedral, la Diputación, la Profesa, la Santísima, la Merced, San Pablo, la Acordada, San Fernando, San Pedro y San Pablo y todo el resto de la ciudad [...] En la línea de Santo Domingo tiene el mando el Sr. Pérez Gómez, coronel que fue de los guías  de S[u]Alteza[serenísima]. Se le han unido muchos españoles, varios eclesiásticos y gran número de jefes y oficiales reaccionarios que han formado una legión sagrada [...] Se asegura que el Sr. Juárez ha salido de la capital acompañado del Sr. Licenciado D. Manuel Ruiz. Se afirma que el padre Miranda es en Santo Domingo el director del movimiento. En efecto: el padre Miranda —un padre de la iglesia católica y no un militar como Zuloaga o Miramón fue el director de la revolución, y posteriormente, con el establecimiento de un gobierno conservador en la ciudad de México mientras que el gobierno legal y liberal de Juárez se encontraba en Veracruz—, ejerció desde el ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos la verdadera presidencia de la República; gobierno, hay que decirlo, que se puede jactar de ser el más totalitario en la historia del México independiente: detuvo a sus opositores, cerró la universidad, asesinó a estudiantes, cerró periódicos, persiguió a periodistas, impuso préstamos forzosos a toda la población, declaró el estado de excepción y el toque de queda, ejecutó a inocentes por crímenes denunciados por España como condición para reanudar relaciones diplomáticas, y, por supuesto, restituyó a la iglesia sus bienes con un decreto que declaraba nula la legislación reformista derivada del Plan de Ayutla. ¡Cuán totalitario no habrá sido este gobierno que aquellos a quienes —en todo caso— podemos llamar miembros del partido conservador, ensayaron sin éxito dada su misma debilidad y casi inexistencia— un golpe de Estado contra el padre Miranda en la navidad de 1858! ¡Y es que  el padre había llegado a amenazar con hacer público el origen de sus riquezas si no se garantizaba una absoluta incondicionalidad a la causa clerical! Posteriormente, aunque el padre Miranda abandonó el ministerio, no dejó de ser el hombre más relevante del gobierno conservador, y por lo tanto los bienes del clero seguirían respaldando los préstamos con que dicho gobierno hacía la guerra al Estado mexicano. De ahí que Juárez se viera orillado a dictar, el 12 de julio de 1859, la famosa ley de nacionalización de bienes eclesiásticos, la más radical de toda la legislación reformista inaugurada en 1855, y lo hizo: CONSIDERANDO: Que el motivo principal de la actual guerra promovida y sostenida por el clero, es conseguir el sustraerse de la dependencia a la autoridad civil [...] Que dilapidando el clero los caudales que los fieles le habían confiado para objetos piadosos, los invierte en la destrucción general, sosteniendo y ensangrentando cada día más la lucha fratricida que promovió el desconocimiento de la autoridad legítima [...]He tenido a bien decretar lo siguiente:Artículo 1. Entran al dominio de la nación todos los bienes que el clero secular y regular ha estado administrando con diversos títulos, sea cual fuere la clase de predios, derechos y acciones en que consistan, el nombre y aplicación que hayan tenido [—] Artículo 3. Habrá perfecta independencia entre los negocios del Estado y los negocios puramente eclesiásticos. El gobierno se limitará a proteger con su autoridad el culto público de la religión católica, así como el de cualquiera otra [...] Artículo 5. Se suprimen en toda la República las órdenes de los religiosos regulares que existen, cualquiera que sea la denominación o advocación con que se hayan erigido, así como también todas las archicofradías, cofradías, congregaciones o Hermandades anexas a las comunidades religiosas, a las catedrales, parroquias o cualesquiera otras iglesias. Artículo 6. Queda prohibida la fundación o erección de nuevos conventos de regulares; de archicofradías, cofradías, congregaciones o hermandades religiosas, sea cual fuere la forma o denominación que quiera dárseles. Igualmente queda prohibido el uso de los hábitos o trajes de las órdenes suprimidas. Artículo 7. Quedando por esta ley los eclesiásticos regulares de los órdenes suprimidos reducidos al clero secular, quedarán sujetos, como éste, al ordinario eclesiástico respectivo, en lo concerniente al ejercicio de su ministerio. Y diecinueve artículos más, destinados todos a devastar de raíz el viejo régimen clerical que no habían podido mermar la guerra de independencia ni los esfuerzos de Valentín Gómez Farías en 1833 y 1847, cuando, durante la intervención militar de los Estados Unidos, el clero no sólo se negó a aportar lo que con justicia adeudaba al país, sino que en el colmo de su venalidad, se alió al invasor norteamericano para acelerar el triunfo de este último. Y aun después de las leyes reformistas de Veracruz continuó la guerra, al grado de que el entonces obispo de Michoacán, Clemente de Jesús Munguía, uno de los reaccionarios de mayor prestigio en la historia de la derecha mexicana pues, como lo asienta su biógrafo José Ugarte, fue personalmente a Miramar a brindarle garantías a Maximiliano, y posteriormente fue el redactor de la protesta con que el clero se quejó de las leyes liberales del emperador, pudo decir en agosto de 1860, a más de un año de haberse dictado las leyes de Veracruz: “No señores, el Estado no da la paz, la pide..El clero, finalmente, fue derrotado por el ejército liberal que comandaba el general Jesús González Ortega, y Juárez pudo entrar victorioso a la ciudad de México en enero de 1861. El padre Miranda, sin embargo, incansable conspirador y ejecutor de planes tenebrosos en defensa del poder clerical (“tenemos el sagrado deber de conservar el poder”, dijo en una ocasión), al no soportar la derrota de los ejércitos clericales, se trasladó, junto con otros reaccionarios, a Europa, se reunió con Maximiliano, se reunió con Napoleón III, regresó a preparar el arribo de la armada francesa, volvió a Europa a ofrecer formalmente la corona a Maximiliano —en compañía de otros vende patrias autodenominados “diputación mexicana”— y al retornar a México, su antiguo servidor e incondicional, el ex presidente Félix María Zuloaga, lo nombró, el 21 de febrero de 1862, a nombre del “Gobierno de Tacubaya”: “Ministro de Relaciones Exteriores e Interiores”, “Ministro de Justicia” y “Apoderado del Ejército Nacional” nada más, cargos todos estos que el padre Miranda se negó a aceptar por la sencilla razón, como tuvo el descaro de escribir él mismo al mes siguiente, “de que el gobierno de Tacubaya ya no existe y [...] por lo demás, nunca estuvo dotado de legalidad alguna [y en suma] Nada entre nosotros ha sido legal”. Por lo anterior, es un mito que el partido conservador, encabezado por Miguel Mi ramón y Félix María Zuloaga, haya hecho, en forma aislada, la guerra al gobierno constitucional entre 1858 y 1861. ¡Fue la jerarquía eclesiástica, comandada por Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos y Clemente de Jesús Munguía, la que a través del padre Miranda promovió, dirigió y financió la llamada guerra de Reforma.

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